Durante estos últimos años asistimos a una serie de reivindicaciones por parte de un sector de la población que alega la libertad corporal como derecho irrefutable, la libertad de vestir como quieran, depilarse o no, abortar, engordar, etc. Sin embargo, esos relatos, que deberían parecernos loables si entendemos la libertad del individuo, acaban siendo opacados por una serie de discursos moralistas que coartan la autonomía del ciudadano sobre su propio cuerpo. Cuando el Estado entra en el terreno de juego estaremos sujetos a que nuestros cuerpos se legislen, se condicionen o se limite qué podemos o no hacer, siempre bajo el lema de la protección o la ética, porque el Estado quiere dar a entender que es ese padre que no quiere que sus hijos se tiren al suelo lastimándose las rodillas y coman tierra.
Entendiendo que los menores no son plenamente responsables de ciertos actos sin la aprobación de un tutor legal, la propiedad de su cuerpo debe recaer temporalmente en dicha figura de autoridad, al menos hasta la mayoría de edad —dieciocho años en caso de España— donde entendemos que ese individuo ya es un adulto consciente de sus actos. No obstante, el Estado, a causa de la superioridad moral de muchos votantes, sigue ejerciendo de tutor legal incluso con los ciudadanos adultos, llegando a un punto en el que, por mucho que quieran hacernos ver que somos libres, hemos perdido el penúltimo bastión de libertad que tenemos, nuestro cuerpo, contando con que jamás puedan entrar en el último: nuestros pensamientos.
Acabamos entonces bajo un control sin precedentes mientras se nos repite que somos más libres que nunca, y ese control, como siempre, está justificado por el bien común, la coartada perfecta para restringir libertades individuales, y usando el cuerpo del individuo como un campo de batalla ideológico en el que se proyectan las ideas, miedos y dogmas del resto. Existirán argumentos mejores que otros, como las cuestiones sanitarias o de seguridad, pero la libertad es precisamente eso, la potestad de hacer el bien o el mal, y en ambas opciones existen consecuencias.
Esa soberanía sobre el cuerpo incluye los tres derechos naturales de Frédéric Bastiat, como son: la vida, la propia libertad, y la propiedad privada. Esos tres derechos naturales son la esencia que recae sobre nuestros cuerpos y que deberíamos mantener en todo momento, sea cual sea la opinión de una mayoría que ansía el control, que se cree con potestad de dictaminar lo correcto y lo incorrecto, y que jamás querrán emanciparse de un Estado que apoyará sus ideas liberticidas.
El cuerpo como bien público: vacunas, salud y control
El discurso sanitario ha legitimado que el Estado intervenga preventivamente en nombre de la comunidad en el cuerpo de los ciudadanos, haciendo que no seamos propietarios de estos, sino que se verán como un riesgo para el resto dependiendo de nuestras acciones.
Esta lógica se vio durante la pandemia, momento en el que decisiones como vacunarse, confinarse o llevar mascarilla pasaron a ser decisiones públicas. Se establecieron, a su vez, los famosos pasaportes sanitarios, y los vetos a la movilidad en función del estado corporal individual (vacunado o no) y también en cuanto al fin de dicha movilidad (trabajo u ocio). Muchos ciudadanos aceptaron sin rechistar este tipo de medidas, ya fuera por su propio pensamiento, por miedo o por presión social; vivimos varios meses con estas leyes, leyes que trataron al disidente como un paria, alegando insolidaridad o necedad. Ya no solo por el posible contagio a otros conciudadanos, también por la salud de la propia persona y por el posible uso de la sanidad pública que todos pagamos con nuestros impuestos, porque para los individuos de moral superior, si otro no se vacunaba, no se ponía la mascarilla, o no respetaba los toques de queda, no debía tener derecho a ir a un hospital público si enfermaba de covid.
La vacunación acaba siendo tomada como una medida preventiva, pero no deja de ser una imposición por parte del Estado, que coartará las libertades de los individuos que decidan no introducir algo en su cuerpo que ellos no quieran. Lo que antes era un acto voluntario y responsable, hoy en día se desliza hacia la coacción institucional, ya sea por vías directas, mediante obligatoriedad legal o por vías indirectas como la exclusión social.
En muchos países europeos, la vacunación infantil es obligatoria para ingresar en guarderías o centros educativos, incluidos los privados, como, por ejemplo, en Francia, Italia o Alemania. El Estado impone su criterio biológico sobre decisiones privadas o públicas y, aunque el objetivo declarado es la salud colectiva, la decisión sobre el cuerpo del menor ni siquiera recae sobre los padres. Esto sienta un precedente muy claro: la biología del individuo queda subordinada al relato del bien común, la salud pública se convierte así en un concepto flexible y emocionalmente incuestionable. El cuerpo del ciudadano pasa a ser un vector de riesgo colectivo y deja de ser propiedad privada para verse como un territorio más del Estado, normalizando que los burócratas mantengan la intervención continua con otro tipo de campañas en contra de otros elementos.
La alimentación se convierte también en un arma política. Lo que empiezan siendo recomendaciones, acaban transformándose en impuestos a cierto tipo de alimentos que contengan, por ejemplo, grandes cantidades de azúcar. Esto no trata de rebatir lo nocivo que es el azúcar en nuestro cuerpo en grandes cantidades, sino el hecho de la orientación de la conducta por parte del Estado, dejando de lado la capacidad de elección del ciudadano a consumir lo que prefiera, incluso a sabiendas de que no es lo más saludable.
Los influencers del Body Positive explican de forma constante su bienestar con su físico, argumentando que están contentos con él, a pesar de que muchos de ellos conocen las consecuencias de no llevar un estilo de vida saludable. Normalmente, se centran en los problemas que sufren con determinados productos o servicios de grandes compañías que se enfocan en cubrir las necesidades de ciudadanos con un cuerpo normativo. Dejando este aparte, desde un punto de vista liberal/libertario es totalmente respetable que el proyecto de vida de una persona sea poco saludable, ya que solo afecta a esa persona en particular. Pero encontramos a gente que ataca en masa a estos ciudadanos por su decisión. Decisión que posiblemente acarreará problemas en el futuro, problemas con los que se debe ser consecuente.
El cuerpo sano se convierte entonces en un deber moral, no en una simple elección personal, y ante una posibilidad de disidencia, crecen las prohibiciones sobre alimentación, consumo y hábitos de vida.
Sexo y reproducción: territorio de intervención
Uno de los casos con más controversia en los últimos años en cuanto a la prohibición de ciertas prácticas de reproducción fue el de Ana Obregón al convertirse en madre mediante vientre de alquiler en Estados Unidos en 2023, práctica que a día de hoy sigue prohibida en España, llegando al punto de reforzar la ley, estableciendo que los nacidos por gestación subrogada no podrán ser inscritos directamente en el Registro Civil español, lo que genera incertidumbre sobre filiación, nacionalidad y derechos a sanidad, educación o herencia, aunque posteriormente se pueda alegar vínculo biológico o adopción, lo que implica que los menores nacidos por esta vía en países que lo permitan se encuentran en una situación de inseguridad jurídica, en contraste con los niños nacidos en España, que obtienen la nacionalidad automáticamente.
Aquí entramos de nuevo en dos dilemas morales: la primera, es el uso del esperma del fallecido Aless Lequio y que Ana Obregón se convirtiera en madre con 68 años; la segunda, es la práctica de los vientres de alquiler. Ambos dilemas, como así entendemos los libertarios, tendrán sus efectos, lo que no debería hacerse es usar la ley para intervenir en contratos sociales; si una pareja quiere un hijo sin gestación propia y una mujer quiere alquilar su vientre y llegan a un acuerdo, no existe ninguna explotación, ambas partes ganan en este trato.
Otro contrato social que los políticos se empeñan en limitar, al menos sobre el papel, es la prostitución, y es que al igual que la gestación subrogada, existen dos partes que quieren algo y llegan a un acuerdo, independientemente de que en ese trato esté implicado el acto sexual a cambio de dinero. Con la plataforma de OnlyFans, la cual muchos liberticidas ansían prohibir, sucede igual; existen una serie de individuos que venden contenido a cambio de dinero de los interesados en él. Lo que su superioridad moral con el uso del comodín de la ley no les deja ver, es que existen consecuencias en torno a estos actos, como el hecho de que poca gente quiera vivir cerca de prostíbulos o que muchos hombres no quieran mantener una relación sentimental con una mujer que se gana la vida con su cuenta de OnlyFans, ya que los propios individuos pondrán sus estigmas sin necesidad de leyes que intervengan.
Los criterios sobre las intervenciones médicas en menores por tratamientos hormonales o cirugías por disforia de género se han endurecido en los últimos años debido a la irreversibilidad de muchas de éstas. No es una reacción caprichosa ni una embestida conservadora: es la constatación de que ciertas decisiones dejan huellas permanentes en cuerpos aún en formación. Deberíamos defender la soberanía sobre el propio cuerpo como principio intocable, pero esa soberanía presupone capacidad de agencia, y la madurez emocional y cognitiva de un menor no equivale a la de un adulto responsable. Debido a eso, la postura coherente con la defensa liberal del individuo no consiste ni en una permisividad acrítica ni en un intervencionismo estatal indiscriminado, sino en un criterio de prudencia y proporcionalidad.
En la práctica, eso exige reglas claras. Distinguir los tratamientos reversibles de los irreversibles: los bloqueadores de la pubertad, siempre que se apliquen con evidencia clínica y bajo estricto control parental, pueden ser una herramienta temporal; las hormonaciones cruzadas y las cirugías genitales deberían posponerse hasta que exista un consentimiento plenamente informado y maduro. Disponer de evaluaciones multidisciplinares como endocrinología, psiquiatría o psicología que no dependan de modas escolares ni de consignas ideológicas sin sacrificar el anonimato del paciente, sirviendo éstas para depurar prácticas y evitar improvisaciones.
Elevar el estándar del consentimiento con sesiones documentadas, alternativas expuestas, plazos de reflexión y, la participación parental como regla, con un mecanismo judicial ágil y técnico que actúe solo en casos verdaderamente excepcionales, no como vía habitual. Por último, la transparencia y estudios longitudinales con el objetivo de no normalizar protocolos sin datos sobre sus efectos a cinco, diez o veinte años.
Pasando al aborto, nos encontramos ante el nudo gordiano del self-ownership: nadie debe ser forzado a mantener su cuerpo al servicio de la biología ajena. Obligar a una mujer a gestar contra su voluntad es, desde la lógica liberal, una usurpación del dominio corporal. Sin embargo, la naturaleza del embarazo impone matices; la discusión moral sobre el nasciturus implica que el aborto vulnera dos de los tres derechos naturales: la vida y la libertad.
Si nos movemos hacia el rango liberal que mantiene los derechos de la mujer por encima de los del nasciturus, llegaremos a la conclusión de que su proyecto de vida y su libertad corporal son más valiosos que las razones éticas en las que muchos ciudadanos se basan para decidir cuándo sí y cuándo no se debería abortar. El mero hecho de haber tenido relaciones sin preservativo —o que un método anticonceptivo haya fallado— no constituye, para muchos individuos, una causa comparable.
El riesgo de la vida de la madre, malformaciones incompatibles con la vida o violaciones, son casos moralmente superiores en los que la ciudadanía determina el control y el futuro del cuerpo de una mujer. Nadie, ni el legislador ni la mayoría moralizante, tiene legítimo título para imponer sobre un cuerpo ajeno la carga de una gestación contra la voluntad de su propietaria. Criminalizar o jerarquizar razones es, en esencia, expropiar la soberanía del yo.
Atribuyéndose la ética de nuevo, los burócratas, aupados por la mayoría moralizante, deciden que lucrarse de la venta de esperma es incorrecto, basándose en argumentos en contra de la eugenesia y de ganar dinero a costa de la gente que lo necesita. Bajo la Ley 14/2006 sobre Técnicas de Reproducción Humana Asistida, quedó prohibida, entonces, la venta de óvulos y esperma. Según el contexto, los partidos políticos optan por incluir en sus programas «fomentar» la natalidad, queriendo así moldear familias y proyectos de vida de los ciudadanos, pero se posicionan en contra de la eugenesia, algo hasta cierto punto incoherente, ya que los individuos interesados en adquirir las donaciones pueden saber la altura, color de ojos, color de pelo, raza y grupo sanguíneo del donante, por no hablar de que se nos está permitido elegir a nuestras parejas libremente basándonos en criterios genéticos y estéticos.
El cuerpo como categoría legal
Si el paternalismo moralista y sanitario busca justificar la intervención sobre el cuerpo por el bien de la comunidad, el siguiente paso lógico siempre será la regulación estatal. El Estado utiliza la ley para transformar al individuo y su cuerpo en un objeto de control, asignándole derechos y obligaciones que, en realidad, son una forma más de expropiación. En este marco no solo se criminalizan acciones que afectan al propio individuo, sino que también se legisla sobre el uso que podemos hacer de nuestro propio cuerpo, incluso cuando no hay coacción ni daño a terceros.
Si una persona adulta y en plenas facultades decide voluntariamente vender un riñón a otra, se debería considerar como un acuerdo entre partes, sin embargo el Estado tiene la potestad de decidir sobre qué partes de nuestro cuerpo podemos utilizar para el comercio, basándose siempre en la ética y las medidas sanitarias decididas por burócratas para hacer un transplante. Pero, por otra parte, muchos de esos mismos países mantienen el servicio militar obligatorio y autoridad para movilizar a su población para una guerra, acciones en las que los cuerpos de los individuos están en peligro, pudiendo sufrir disparos, quemaduras, infecciones, amputaciones o la muerte. El Estado es, entonces, propietario total de los cuerpos de los ciudadanos, a quienes trata como un recurso más.
Bajo el paternalismo estatal, se prohíben trabajos considerados «insalubres» o «peligrosos», aunque el trabajador esté dispuesto a asumir riesgos a cambio de una mayor remuneración, negando así al individuo la capacidad de tomar sus propias decisiones, limitando su libertad contractual y su autonomía, tratándonos como incapaces de sopesar riesgos y beneficios.
En muchos lugares, el Estado permite la donación, pero prohíbe la venta de sangre. Esto crea una distinción artificial entre la «generosidad» y el «comercio» de fluidos corporales. En la mayoría de países, incluida España, la ley establece que la donación de sangre debe ser altruista y gratuita, prohibiendo el Estado cualquier tipo de compensación económica bajo los argumentos de garantizar la seguridad del suministro y evitar el riesgo de los más necesitados. En un mercado libre, los estándares de calidad de la sangre podrían ser incluso más altos ya que la compensación económica incentivaría a más donantes, creando un suministro más estable y seguro. Al prohibir la venta, no eliminan la necesidad, imponen una visión moralista de lo que debería ser un acto de «generosidad», obligándonos a ser buenos ciudadanos mientras nos privan de nuestro derecho a decidir sobre nuestro cuerpo y a asumir las consecuencias de esas decisiones.
CONSUMO, ESTÉTICA Y LIBERTAD DE MODIFICACIÓN
El tabaco no está prohibido, pero sí que está castigado con impuestos exorbitantes. El argumento es la salud pública, pero el efecto es la recaudación y la imposición de un estilo de vida. La propuesta de reformar la Ley de medidas sanitarias frente al tabaquismo (Ley 28/2005), impulsada por el Ministerio de Sanidad, manifiesta su intención de prohibir fumar y vapear en espacios como terrazas de bares y restaurantes, campus universitarios o marquesinas de autobús. Contemplando, incluso, medidas como la financiación de tratamientos para dejar de fumar a través del Sistema Nacional de Salud, aparte de los que ya ha estado financiando estos últimos años. La moral vuelve a apoderarse de individuos que tienen como fin, prohibir que el resto fume, ya que va en contra de la salud pública. Sin embargo, no se prohíben ciertos árboles en avenidas o la compra/adopción de perros teniendo en cuenta a los alérgicos, no se prohíben los coches teniendo en cuenta a los asmáticos y tampoco se prohíben ruidos en la calle teniendo en cuenta a las personas con trastornos del sueño.
Pero el paternalismo estatal no se limita solo a impuestos y prohibiciones en espacios públicos. Su intervención más flagrante se encuentra en el control absoluto sobre las sustancias que podemos o no, introducir en nuestro cuerpo, convirtiendo nuestra soberanía en un delito. La guerra contra las drogas no es una guerra contra el crimen, sino una guerra del Estado contra la libertad del individuo. Al prohibir las drogas, criminalizan a millones de personas y contribuyen a la proliferación de mercados negros violentos. Las leyes van cambiando, según el momento y el lugar, pero hace cien años, EEUU vivía su famosa ley seca, prohibición que la masa actual en su mismo concepto, aceptaría sin rechistar.
El afán de control se acaba extendiendo hasta las esferas estéticas. Hasta hace solo cuatro años, se prohibía cualquier tipo de tatuaje visible con uniformes de la Guardia Civil y las Fuerzas Armadas. Tras el Real Decreto 967/2021, se permiten tatuajes visibles siempre y cuando éstos no contengan expresiones o imágenes contrarias ofensivas o en contra de los valores determinados, quedando las condiciones, muy similares a las de la Policía Nacional. Dejando unas reglas impuestas sobre qué tipo de tatuaje no puede llevar un individuo que quiere entrar cualquiera de estos cuerpos.
Hasta cierto punto podrían existir argumentos sobre la decisión del individuo a renunciar a los tatuajes de ciertas temáticas consideradas ofensivas si tiene interés pleno a entrar en los cuerpos de seguridad del Estado, pero no todas las modificaciones estéticas quedan en la intención de optar a un puesto de trabajo. En Reino Unido, por ejemplo, desde 2018 se clarificó judicialmente que ciertas modificaciones corporales extremas pueden ser procesadas como delitos bajo el Offences Against the Person Act de 1861, independientemente del consentimiento del individuo.
El caso paradigmático fue R v BM [2018] EWCA Crim 560, donde el Tribunal de Apelación estableció que la defensa del consentimiento no se aplica al daño corporal real en forma de modificación corporal como la división de la lengua. Esto significa que un adulto en plenas facultades puede ser criminalizado por decidir modificar su propio cuerpo, incluso cuando actúa con total conocimiento de las consecuencias y sin coaccionar a nadie.
La paradoja es evidente: el Estado acepta que sus ciudadanos se perforen las orejas, se tatúen extensas áreas del cuerpo o se sometan a cirugías estéticas, pero traza líneas arbitrarias cuando considera que una modificación como cortarse la lengua o quitarse las orejas es “demasiado extrema”. ¿Quién decide qué nivel de modificación corporal es aceptable y cuál constituye un delito? Los mismos burócratas que jamás asumirán las consecuencias de esas decisiones pero que se arrogan el derecho de decidir sobre cuerpos ajenos.
La muerte como límite del control
La última frontera del control moralista sobre nuestro cuerpo se manifiesta en su capacidad para decidir cuándo y cómo podemos morir. La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido no es más que la expresión final del paternalismo, como si conocieran mejor que los individuos libres cuándo su vida merece ser vivida.
Si bien es cierto que España aprobó la Ley Orgánica de Regulación de la eutanasia en 2021, lo hizo bajo un marco restrictivo y burocrático que convierte un derecho fundamental en un gigantesco laberinto administrativo. Comisiones de evaluación, plazos de reflexión obligatorios (como si fuera una decisión que alguien toma a la ligera) o múltiples certificados médicos, son los agentes que entorpecen la determinación del ciudadano o de su familia, provocando, de nuevo, que en países como Suiza, donde el turismo de suicidio es una realidad, la libertad de elegir el final de la vida se convierta en un privilegio económico para los más pudientes.
El Estado, que puede decidir mandar al pueblo a morir en una guerra, niega el derecho a decidir sobre la muerte. Los mismos gobiernos que moralizan sobre el regalo de la vida cuando un enfermo ruega una muerte digna, no dudan en sacrificar otras vidas por negligencia o en conflictos armados.
La muerte natural tampoco escapa al control institucional. Los ritos funerarios están sometidos a estrictas regulaciones sobre dónde, cómo y cuándo se puede disponer de nuestros restos mortales. Incluso después de muertos, que nos entierren en una finca privada o en el jardín de nuestra casa, si esa ha sido nuestra última voluntad, sería un acto ilegal, ya que la ley española establece que los cuerpos deben de ser enterrados en cementerios o lugares autorizados.
El control sobre los restos no acabaría con la cremación. La esparsión de cenizas también está sujeta a regulaciones municipales y autonómicas con el argumento de evitar la contaminación y mantener la moral pública; la masa moralizante y sus burócratas no permitirán que nuestros restos descansen en el mar o en un bosque sin regulaciones y tasas de por medio. Francia va aún más allá, desde 2008 se prohíbe explícitamente la conservación de cenizas en el hogar y si se requiere transportarlas, por ejemplo, de una ciudad a otra, necesitan permiso, ya que la ley lo considera como traslado de un resto humano.
Recuperar la soberanía del yo
Cada nueva regulación, cada prohibición «por nuestro propio bien», cada impuesto sobre nuestras decisiones personales, representa un paso más hacia la expropiación total de nuestra humanidad. La retórica del bien común, la salud pública y la protección social, han servido para justificar cualquier invasión a nuestra autonomía. Bajo estas nobles causas, el Estado y la mayoría moralista, han conseguido normalizar un nivel de intrusión que habría resultado impensable para generaciones anteriores. Hemos aceptado que burócratas y comités de expertos decidan qué podemos comer, beber, fumar, cómo podemos modificar nuestro aspecto, qué tratamientos médicos debemos aceptar, cuándo y cómo podemos morir y, finalmente, dónde debemos descansar.
La filosofía libertaria no propone el caos ni la irresponsabilidad, sino precisamente lo contrario: la máxima responsabilidad individual. Cuando una persona es verdaderamente propietaria de su cuerpo, asume las consecuencias plenas de sus decisiones. No necesita que el Estado le proteja de sí mismo, porque entiende que la libertad implica tanto el derecho al éxito como al fracaso o el derecho a las decisiones acertadas como a los errores.
El cuerpo libre no es un cuerpo sin fronteras, sino un cuerpo cuyos límites los establece su propietario legítimo. Y éste debe volver a ser el individuo.
Author: Mario F. Castaño
Mario F. Castaño tiene formación en Sonido y cursó estudios en Ciencias Económicas. Es cofundador, junto a Adrián Ortiz, de El Punto Ancap, un proyecto de pensamiento libertario que confronta las narrativas estatales desde la crítica cultural y la defensa del individuo frente al poder.