Por Cláudia Ascensão Nunes. El artículo El ecologismo de la UE está destrozando la industria del automóvil fue publicado originalmente en FEE.
El Pacto Verde Europeo, lanzado en 2019, es un pacto ecológico que ha sido, inequívocamente, un enemigo de los contribuyentes y la innovación de Europa. Su objetivo declarado es lograr cero emisiones netas para 2050 a través de una densa red de regulaciones que llegan a todos los sectores de la economía europea. Más que cualquier otro sector, la industria automotriz está siendo puesta en riesgo de un colapso irreversible.
Presionando tanto a empresas como a ciudadanos, el pacto promueve la renuncia al capitalismo, un sacrificio inevitable en nombre de las políticas verdes. Tales compromisos vinculantes tendrán graves consecuencias económicas para una Unión Europea cada vez más debilitada por sus propias leyes y regulaciones.
En el corazón del Pacto, se espera que, para 2035, todos los coches nuevos vendidos dentro de la Unión Europea sean eléctricos, imponiendo una prohibición total a los vehículos de combustión e impulsados por motor. El problema es que este objetivo, lejos de ser un triunfo medioambiental, representa una intrusión política profundamente ideológica, un acto de ingeniería social con carácter anticapitalista, disfrazado de progreso verde pero desvinculado de la realidad económica. Las consecuencias son graves para el sector automotriz europeo.
Es importante recordar que esta industria es uno de los pilares de la economía europea, representando más del 7% del PIB de la UE y alrededor de 13.8 millones de empleos directos e indirectos.
Sin embargo, el sector ahora se enfrenta a la perspectiva de despidos masivos, reubicación de la producción y una pérdida de influencia global como consecuencia directa de este Pacto autoritario. Países centrales de la UE como Alemania e Italia ya han expresado resistencia, advirtiendo de las consecuencias económicas y sociales de una transición forzada que ignora las realidades tecnológicas y energéticas del continente.
El CEO de Mercedes-Benz, Ola Källenius, afirmó que el plan de la UE para eliminar los motores de combustión para 2035 conduciría al sector “a toda velocidad contra un muro”. Sus palabras, aunque fuertes, capturan la creciente sensación de inquietud entre los principales fabricantes de Europa.
La presión es doble. Internamente, los márgenes de beneficio se están reduciendo a medida que las empresas desvían miles de miles de millones hacia la electrificación forzada. Externamente, se enfrentan a una feroz competencia de China, con marcas como BYD y NIO, respaldadas por una política industrial agresiva, cadenas de suministro consolidadas y dominio tecnológico en baterías. Esta combinación permite a los fabricantes chinos producir a menores costes y escalar más rápido.
Mientras tanto, las marcas europeas luchan por sobrevivir entre los altos costes de la transición y el dumping de precios asiático, lo que ya ha llevado a Bruselas a imponer aranceles adicionales del 30–40% a los vehículos eléctricos chinos.
La postura intervencionista de Bruselas se mantiene inalterada, sin comprender que la regulación solo genera más regulación e inevitablemente crea distorsiones de mercado que perjudican tanto a las empresas como a los consumidores.
Europa está imponiendo un único camino a los fabricantes —los coches eléctricos—, mientras que el propio sector automotriz argumenta que es posible cumplir los objetivos medioambientales a través de múltiples soluciones tecnológicas. Marcas como Mercedes, Porsche, Ferrari y Stellantis sostienen que la transición puede y debe ser tecnológicamente neutral, permitiendo que los vehículos eléctricos, híbridos, de combustibles sintéticos y de hidrógeno compitan en igualdad de condiciones. El objetivo, dicen, debe ser reducir las emisiones, no eliminar tecnologías por razones ideológicas. En lugar de fomentar la innovación, Bruselas dicta por decreto lo que puede existir y lo que debe desaparecer, ignorando el conocimiento y la experiencia de quienes realmente construyen la industria.
Los combustibles sintéticos, producidos a partir de hidrógeno verde y CO₂ capturado, son el ejemplo más claro de una alternativa más atractiva: reducen drásticamente las emisiones sin conducir a la destrucción de motores, fábricas y puestos de trabajo, demostrando que la verdadera innovación surge de la libertad de elección, no de la imposición política.
Los consumidores también sufrirán las consecuencias si los fabricantes se ven obligados a una producción eléctrica exclusiva. Los costes de producción aumentarán, ya que las baterías siguen siendo componentes caros dependientes de materias primas cuya extracción está dominada por China. Las inversiones masivas necesarias para que las fábricas europeas se conviertan a la producción eléctrica, combinadas con los aranceles cortoplacistas impuestos a los productores chinos, solo conducirán a precios más altos para los consumidores.
Consciente del caos que ha creado, la Comisión Europea anunció en marzo de 2025 un “plan de rescate” para la industria automotriz, asignando 1.800 millones de euros (2.070 millones de dólares) para materias primas de baterías y 1.000 millones de euros (1.150 millones de dólares) para 2027 para innovación. Irónicamente, esto significa que los contribuyentes europeos están pagando para reparar el daño causado por las políticas europeas. El mismo pacto que asfixia al mercado con objetivos poco realistas y burocracia se presenta ahora como el salvador de una crisis que él mismo ha provocado.
Incluso entre los defensores del Pacto Verde, la incoherencia de la política de la UE es cada vez más evidente. El Paquete Ómnibus de Simplificación, presentado en febrero de 2025, redujo los requisitos ambientales y de sostenibilidad en nombre de la “competitividad”. Solo unos meses después, la aprobación del acuerdo comercial UE-Mercosur, que podría aumentar la deforestación hasta en un 25%, confirmó la contradicción de un bloque que predica la virtud ecológica mientras sacrifica la coherencia en nombre del comercio.
El Pacto Verde Europeo hoy refleja las contradicciones de la propia Unión Europea: un proyecto que se presenta como un símbolo de progreso pero que, en la práctica, representa una regresión económica y civilizatoria. Debajo de la retórica de la transición verde subyace un modelo de planificación central que destruye empleos, eleva los costes para los consumidores y debilita la competitividad europea.
La innovación no surge de decretos o subsidios, sino de la libertad de crear, de experimentar y de competir, precisamente lo que Bruselas ha estado restringiendo en nombre de una virtud ecológica cada vez más dogmática.
Si Europa realmente desea liderar la transición energética, debe abandonar el moralismo político y confiar en la inteligencia y creatividad de sus empresas y ciudadanos.


