En la teoría económica dominante, las externalidades son efectos colaterales que recaen sobre terceros fuera de un contrato voluntario. Ejemplos de lo que se entiende por externalidades negativas son la contaminación, humo de tabaco y congestión vial. Externalidades positivas podrían ser la investigación científica, vacunas, y el ejemplo más citado: la educación. No obstante, la vida está llena de efectos colaterales. Si utilizo un buen perfume, quizás causó agrado a quien se acerque a mi. Ahora bien, ¿eso significa que el Estado debe subsidiar mi perfume?
El argumento es sencillo y tomaré la educación como ejemplo. Al educarme, no solo obtengo beneficios privados —mayores ingresos, más conocimiento— sino que supuestamente genero beneficios para la sociedad —más productividad, ciudadanía más informada. Por eso, concluyen, el mercado por sí solo «produce menos educación de la óptima» y el Estado debe intervenir mediante subsidios, gasto público y sistemas educativos nacionales.
La falacia de las «fallas de mercado»
Ahora bien, el concepto de «fallo de mercado» se ha convertido en dogma académico. Sin embargo, este se basa en un modelo de competencia perfecta en donde supone información completa, costos y beneficios perfectamente conocidos y agentes racionales con cálculo exacto. A partir de ese modelo utópico, cualquier desviación en la vida real es etiquetada como «fallo».
El problema es que ese mercado ideal nunca ha existido ni puede existir. La economía real funciona con información dispersa, preferencias cambiantes y descubrimiento constante. Así, la esencia del mercado consiste en coordinar ese conocimiento fragmentado.
Por tanto, hablar de «fallos de mercado» resulta inconcebible, pues es tan absurdo como decir que el ajedrez «falla» porque los jugadores no son computadoras perfectas. Lo que en realidad sucede es que se ignora que el mercado es un proceso dinámico de ajuste, no un estado estático de perfección. Por ende, se encontrará siempre un «fallo de mercado» si lo comparamos con modelos perfectamente calculados. En otras palabras, si comparamos lo que «debería ser» con lo que es.
La educación como excusa de intervención
En este contexto, la educación se convirtió en la coartada perfecta. Se dijo que el mercado por sí solo no podría generar la cantidad «óptima» de educación, así que se justificó el monopolio estatal. Pero en países como Guatemala, lo que debería haber sido una externalidad positiva se transformó en un costo social masivo. En vez de una solución, tenemos resultados como baja calidad académica, en donde miles de jóvenes salen sin competencias básicas. También, adoctrinamiento ideológico, pues se enseña dependencia al Estado y no responsabilidad individual. Rothbard (2019) describe muy bien este fenómeno:
«El efecto de esto, así como de todas las demás medidas, es reprimir cualquier tendencia al desarrollo de poderes de raciocinio e independencia individual, tratar de usurpar de varias maneras la función “educativa” […] de la casa y los amigos y tratar de moldear a “todo el niño” de la forma deseada. Así, la “educación moderna” ha abandonado las funciones escolares de la instrucción formal para moldear toda la personalidad, […] como para usurpar el papel educativo general del hogar y otras influencias en el mayor grado posible» (12).
Por último, hay una pérdida de valores de largo plazo, ya que no se enseñan principios y valores como el esfuerzo, ahorro y emprendimiento, sino quedan relegados a favor de la inmediatez y el conformismo. Así, genera la idea de un papá Estado proveedor que «debe» proporcionar, en vez de uno mismo trabajar por ello.
El resultado no es más capital humano, sino generaciones atrapadas en un ciclo de baja productividad y dependencia política.
Derechos de propiedad y libre elección
Ahora bien, el verdadero problema no es el «fallo del mercado», sino la ausencia de derechos de propiedad bien definidos y de libertad de elección. Al tomar como ejemplo la educación, si las familias pudieran decidir plenamente, la educación se diversificaría y competiría en calidad. Entonces, el sistema educativo reflejaría las preferencias de los padres y no los intereses de burócratas o sindicatos.
Los beneficios que realmente se consideran valiosos —conocimientos útiles, valores, disciplina, creatividad— serían recompensados y replicados.
El concepto de «fallas de mercado» es un mito, pues supone un mercado ideal omnisciente contra el cual todo en la realidad parece imperfecto. Pero esa comparación es ilegítima e injusta, pues el mundo real no opera bajo condiciones de información perfecta ni cálculo centralizado. El mercado no falla; lo que existe es un proceso dinámico de prueba y error donde los individuos descubren, aprenden y ajustan.
Lo que sí falla son los intentos de imponer soluciones desde arriba, tales como subsidios, regulaciones y monopolios estatales que distorsionan incentivos y sofocan la innovación. La educación, lejos de ser la externalidad positiva que justificaba la intervención, es un caso ilustrativo de cómo la supuesta corrección estatal puede generar resultados peores que los problemas originales.
Finalmente, no se trata de «fallos de mercado», sino de fallos de gobierno. Cuando se respetan los derechos de propiedad y la libertad de elección, el mercado no necesita salvadores, porque el proceso mismo de intercambio voluntario es su corrección constante.
Referencias
Rothbard, Murray N. 2019. Educación: Libre y Obligatoria. Alabama: Mises Institute.
Author: Michelle Molina
Estudiante de Ciencia Política en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (EPRI) en la Universidad Francisco Marroquín. Colaboradora en iniciativas orientadas a la promoción de las ideas de la libertad y economía de la Escuela Austriaca.