El nuevo imperialismo es ideológico

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Antes de 1880, los europeos apenas controlaban algunas zonas costeras africanas, las cuales solo aprovechaban para comerciar con esclavos, marfil, oro, etc. África central y subsahariana seguía siendo hasta entonces un territorio desconocido para ellos. Esas tierras estaban ocupadas por cientos de tribus, con lenguas y religiones diversas y ausentes a su vez de Estados centralizados como ocurría en Europa.

Tras la Conferencia de Berlín (1884-1885), organizada por el canciller alemán, Otto von Bismarck, las potencias europeas se reunieron con el fin de evitar guerras entre ellas mientras llevaban a cabo el reparto del continente. Anteriormente, no existía un reparto claro del interior de África, existían conflictos latentes entre estados por territorios superpuestos y Alemania, recién unificada (1871), no quería quedarse fuera de dicha repartición. La Conferencia, como si de un árbitro se tratara, puso orden en la carrera colonial.

Siete fueron las potencias europeas que se lanzaron, tras este acontecimiento, a la ocupación y reparto de territorios africanos. Los Estados trazaron fronteras rectas e incoherentes sobre los mapas, ignorando culturas, tribus, lenguas y enemistades ancestrales. Algunos pueblos, como los tuareg, fueron divididos en varias colonias distintas: Argelia, Sudán Francés (actual Mali), Níger y Mauritania bajo dominio francés, y también en Libia, que quedó en manos de Italia. Otro ejemplo son los somalíes, que quedaron divididos bajo el control de Reino Unido, Francia e Italia.

Otros pueblos con culturas antagónicas fueron forzados a convivir dentro de fronteras impuestas. Etnias rivales, religiones enfrentadas, estructuras sociales incompatibles…todo fue mezclado por conveniencia natural. Ejemplos como los hutus y tutsis en Ruanda bajo el dominio de Alemania y más tarde Bélgica, el cual acabó desembocando en el genocidio de Ruanda (1994) o Nigeria, que también vivió una gran guerra, consecuencia de la unión forzada de cristianos (igbos y yorubas) y musulmanes (hausa-fulani), chocando por sus creencias, leyes, valores, educación o estilo de vida. Tampoco se puede obviar la unión en el Raj Británico, donde el Imperio Británico gobernó directamente sobre India, Pakistán, Bangladés y Birmania (Actualmente Myanmar) como una única colonia. Hindúes, musulmanes y sijs acabaron dentro del mismo Estado.

Estos hechos tuvieron consecuencias en forma de guerras, rebeliones y conflictos armados, algunas perduran hasta el día de hoy, como la Guerra civil somalí o los choques entre India y Pakistán.

Hoy en día, aunque latentes este tipo de actos por parte de los Estados, somos espectadores de otro imperialismo: el ideológico. No son necesarios mapas para determinar qué minorías entran dentro de un mismo ideario, basta con pertenecer a unos estándares que políticos o gente influyente determinan.

Los partidos considerados de derechas han englobado en sus filas a individuos conservadores y liberales, cristianos y ateos, intervencionistas y no intervencionistas…personas que incluso discrepando en ciertos aspectos, tanto políticos como culturales, pueden pertenecer a una cuerda ideológica sin grandes contrariedades ya que no parten de posiciones totalmente opuestas. Sin embargo, asistimos a un panorama rocambolesco por parte de los partidos de izquierda, partidos que entre sus calificativos se atribuyen palabras como: socialistas, demócratas, ecologistas, cientificistas, feministas, etc., una palabra destaca entre esta serie de propiedades en torno a la figura del votante de izquierda: antiimperialista. Este concepto, siempre usado en contra de los países que quieren ejercer poder sobre territorios de estados menos potentes, no coincide con las acciones que toman estos grupos.

Pasó hace poco cuando en redes sociales, varios jóvenes homosexuales subían vídeos hablando sobre su posición en cuanto a la inmigración ilegal, alegando que cruzan nuestras fronteras cierto tipo de personas que no solamente no se quieren adaptar, sino que al ser intolerantes con el colectivo homosexual, actúan de manera violenta hasta el punto de que salían a la calle a «cazar» homosexuales, como dijo una víctima en Valencia.

Lo sorprendente de estas personas es que ya comienzan sus vídeos en redes sociales con la premisa de «me van a criticar por lo que voy a decir», parece que ya saben cómo les va a tratar su grupo al exponer sensaciones. Ya no es solo que jóvenes homosexuales, transexuales o mujeres tengan mayor miedo a salir a la calle últimamente, el número de extranjeros que comete actos de violencia de género representa más de un tercio de los asesinatos a mujeres, se puede verificar con los datos que tanta ambigüedad se les da a la hora de interpretarlos: en el año 2024, 47 mujeres fueron asesinadas a manos de parejas o exparejas.

De esos  agresores, el 37% eran de origen extranjero, cuando las personas de origen extranjero representan aproximadamente el 19% del total de nuestro país. Este tipo de datos no van con ningún objetivo racista o xenófobo, son simplemente datos a tener en cuenta, y que un 19% (en los cuales habría que restar a las mujeres) comete un 37% de los feminicidios es preocupante.

Paquete ideológico como frontera principal

Cuando estos jóvenes exponen su miedo, chocan de frente con el concepto colonial que caracteriza a estos grupos políticos. La frontera está artificialmente colocada en torno a una serie de dogmas intocables. Quien ose traspasarlos, su pasaporte para volver será inservible. En forma de insultos, rechazo, cancelación, etc., individuos como estos sufren cada día el odio desenfrenado de un dogma que no acepta el pensamiento crítico y, como si de los tuaregs se tratase, acaban separados del resto de sus pensamientos, alejados de compañeros, amigos o incluso, familiares. El ostracismo es la consecuencia de haber dejado de callar.

Varios ejemplos que podemos observar si lo comparamos con la unión de pueblos incompatibles pueden ser el del apoyo al islamismo, conviviendo artificialmente junto a otros colectivos como el feminista o el LGTB. Se trata de la contradicción más grande dentro del espectro político de la izquierda, desde el cual, durante muchos años se criticaron los piropos, el llevar tacones, faldas, maquillaje o la práctica de la depilación. Hoy en día, un gran porcentaje de ese mismo grupo feminista que habló de libertad, seguridad y del nuevo rol de la mujer en un mundo dominado por hombres lucha contra sus propios principios al callar, o incluso defender el hiyab como un símbolo de empoderamiento.

Democracia, etiquetas, derechos

La democracia se ha convertido en el uniforme obligatorio del nuevo imperialismo, uniforme que va acompañado siempre de un arma, el lenguaje. La democracia se presenta como el sistema superior, el más justo para el pueblo y el moralmente correcto. Sin embargo, observamos como precisamente estos Estados democráticos restringen libertades en nombre del bien común, usando la censura, el control del lenguaje, los castigos sociales o incluso penales por opiniones distintas al relato oficial. Es irónica la proclamación de la democracia cuando existen etiquetas (machista, facha, ultra, etc.) que actúan como muros dialécticos entre colonias de pensamiento, las cuales impiden el debate deslegitimando a la persona en lugar de rebatir argumentos.

Si a su vez añadimos el ataque continuo al capitalismo y al esfuerzo, obtenemos una sociedad totalmente infantilizada, que no dudará en acudir al Estado paternalista en lugar de tomar las riendas de su vida. Estado al cual piden derechos, derechos que acaban socavando los fundamentales como la libertad o la propiedad privada y acaban formando una amalgama de privilegios sin base común, multiplicando conceptos como «derecho a no ser ofendido», «derecho a la identidad sentida»… que no están ligados a la libertad individual, sino a demandas emocionales y colectivas, entrando así en contradicción condenando violaciones de los derechos humanos en países ideológicamente contrarios, pero se toleran o ignoran en territorios considerados «oprimidos» o con unas ideas políticas similares.

Consecuencias reales: inmigración fallida, crimen, subsidios

El Estado traza nuevas fronteras mediante gasto público en incorporar culturas incompatibles, luego, ante el caos, crea medidas simbólicas para calmar a los que ya vivían dentro. Es como si el Imperio Británico hubiera traído mercenarios hostiles a Delhi y, tras los primeros disturbios, colocara toldos de colores para proteger a los locales de las piedras. La protección no es real. Se subsidia el problema y se sobreprotege al damnificado con una serie de medidas que no hacen descender los crímenes. Y ambos casos los paga el mismo contribuyente.

En Europa tenemos ejemplos como las plazas de aparcamiento seguras para mujeres en Alemania, Austria y Francia. Estas medidas se implementaron para garantizar la seguridad, estando situadas dichas plazas cerca de salidas, bien iluminadas e incluso vigiladas. No ha habido estudios oficiales comparativos que confirmaran la disminución de delitos después de implementar estas plazas, sin embargo, en Alemania, los delitos violentos en aparcamientos siguen manteniéndose por debajo del 0,1%, indicando así que la reducción real es inobservable. Estas medidas, según los expertos, mejoran la sensación de seguridad, pero no abordan las causas estructurales de la violencia.

El Estado ha permitido la formación de «colonias» sin controles ni estructuras de integración efectivas: población inmigrante joven, desempleada, excluida, con índices de violencia superior a la de la población nativa. Pero esta lógica del abandono no se limita a la inmigración. Se extiende también hacia colectivos convertidos en banderas ideológicas: mujeres, comunidad LGTB, seguidores de movimientos body positive, etc., que reciben una protección simbólica institucionalizada a través de subsidios, legislación específica y otro tipo de gestos, provocando un doble abandono: los «recién llegados», atrapados en una tutela estatal que los convierte en súbditos dependientes y los «ciudadanos nativos», relegados al papel de colonizados, censurados o culpabilizados.

La primera consecuencia observable es la fractura social. Las políticas identitarias han sustituido la integración por la segmentación. Se crean guetos culturales con un vínculo claramente escaso con el entorno, donde la ley común queda relegada por normas paralelas, ya sean religiosas, tribales o ideológicas. La multiculturalidad impuesta no ha producido una convivencia enriquecedora, sino una coexistencia forzada, frágil y, en muchos casos, hostil.

A ello se le suma un notable aumento de la criminalidad, especialmente en barrios periféricos donde se concentran estos colectivos. Las estadísticas europeas muestran un repunte de delitos violentos, agresiones sexuales y disturbios vinculados a la inmigración descontrolada y a jóvenes sin oportunidades reales. En España, por ejemplo, se estima que entre un 45% y un 46% de las agresiones sexuales son cometidas por extranjeros, y que en torno al 43% de las violaciones grupales también lo son.

Por otro lado, el feminismo institucional ha entrado en conflicto directo con otras agendas impulsadas por el mismo aparato estatal. La legislación sobre la identidad de género ha provocado tensiones entre mujeres biológicas y personas trans, especialmente en espacios tradicionalmente protegidos como cárceles, vestuarios, cuotas de género en oposiciones, etc., el Estado, que en teoría protege a la mujer, permite al mismo tiempo que su definición se diluya o sea reemplazada por demandas incompatibles entre sí. Lo que comenzó como un proyecto de empoderamiento femenino se ha convertido en un campo de batalla entre colectivos subvencionados por un mismo sistema, compitiendo por cuotas de victimismo institucional. Esta lógica ha derivado en leyes desequilibradas que tratan preventivamente al varón como sospechoso. El ejemplo más claro ha sido la legislación en torno a la violencia de género, donde la palabra de la mujer puede bastar para que un hombre duerma en el calabozo sin pruebas concluyentes. Con la Ley Orgánica 10/2022, ley del solo sí es sí, se mantiene una asimetría legal que trata por defecto al hombre como culpable y a la mujer como víctima estructural, anulando la presunción de inocencia.

El ciudadano occidental acaba siendo desplazado sin moverse. Vive en su tierra y sostiene el sistema con sus impuestos pero ahora forma parte de la nueva minoría ignorada, tratados como los antiguos causantes de las represiones del resto de colectivos, no serán merecedores de protección y pasarán a ser parias del imperio de las identidades.

Occidente acomplejado

La final de la Champions nos dejó una escena tan simbólica como reveladora del complejo de occidente hacia el resto del mundo: el gesto del exluchador de la UFC, Khabib Nurmagomédov, con la periodista Kate Scott.

Khabib fue invitado por la cadena CBS Sports a hablar sobre el partido con el resto de integrantes del programa UCL Today. Uno por uno fue saludando al youtuber IShowSpeed y a los exfutbolistas Jamie Carragher y Micah Richards. Antes de saludar al último hombre del plató, el también exfutbolista Thierry Henry, Kate Scott aproximó la mano al exluchador ruso mientras decía: «Encantada de conocerte, bienvenido al programa». Khabib negó el saludo mientras contestaba: «Un placer conocerte». Kate, al darse cuenta de la razón por la que el ruso no le había dado la mano, contestó: «Te pido disculpas. Muchas gracias». El exluchador, musulmán, no tiene permitido tener contacto con mujeres que no sean familiares cercanas. La noticia armó revuelo, y las redes sociales, como siempre, se dividieron entre quienes aplaudían la coherencia religiosa de Khabib y los que se preguntaban qué habría pasado si en lugar de un musulmán hubiera sido un sacerdote católico.

Otro ejemplo notorio del complejo de occidente frente a los valores musulmanes es su afán de evitar la ofensa con las referencias cristianas, cancelando o minimizando la decoración navideña de espacios públicos, mientras se celebran y se difunden mensajes institucionales por el Ramadán. Ese esfuerzo por lograr la máxima inclusividad posible con ciertos grupos que interesan ha dado lugar al «feliz solsticio de invierno» o «felices fiestas». También lo es la crítica hacia las procesiones católicas por «rancias», «retrógradas» o «patriarcales».

Ya que el relato ataca a las tradiciones centenarias, a la estética y al papel de la Iglesia en la educación o la moral pública, alegando por una neutralidad del Estado, de un Estado que debe ser puramente laico. Sin embargo, el enfoque cambia con las celebraciones musulmanas como el Eid al-Fitr (fin del Ramadán). En ciudades como Madrid o Barcelona, se ceden parques públicos para oraciones multitudinarias, se cortan calles para facilitar su desarrollo, y se despliegan dispositivos policiales para proteger la festividad de posibles críticas o protestas. Ayuntamientos, partidos y organismos oficiales felicitan abiertamente la festividad en redes, con campañas institucionales que no tienen reparo en visibilizar la espiritualidad musulmana, mientras felicitan las fiestas para no herir sensibilidades.

Podemos encontrar otro complejo dentro del progresismo, que provoca a su vez un ataque directo contra la igualdad, contra el esfuerzo y vuelve a fulminar la meritocracia, y este es el deporte femenino y la ideología de género.

Desde hace años, hombres biológicos que se identifican como mujeres han empezado a competir en categorías femeninas, la gran mayoría con resultados predecibles. Ejemplos como Lia Thomas, mediocre en natación universitaria masculina (puesto 65 en la clasificación) pero logró ser campeona nacional femenina en 2022 venciendo a rivales como Emma Weyant, medallista olímpica. Imane Khelif, boxeadora argelina transgénero y oro en los Juegos Olímpicos de París en 2024 también es un gran ejemplo de la desigualdad en el deporte femenino que impone la política identitaria. Desató gran polémica su pase a cuartos tras el abandono de la italiana Angela Carini a los 46 segundos de combate. Carini explicó a la prensa el motivo de su retirada, una mezcla de frustración, decepción y miedo por su integridad física, llegando a decir: «nunca había sentido un golpe así». Horas después se disculpó públicamente con Khelif por su actitud al negarle la mano tras el combate y aceptando la decisión del COI sobre la inclusión de la argelina en los Juegos.

La ideología identitaria se vuelve, de esta manera, más valiosa que el esfuerzo, y la protección institucional no apoya la igualdad en el deporte femenino, el cual está separado del masculino por las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, en su lugar se apoya en el relato dominante.

Estos fenómenos no deberían resultarnos desconocidos. Ya en el siglo XVIII, Rousseau filosofaba sobre la idea del «buen salvaje», la imagen romántica del hombre natural y libre de pecado, ajeno a la corrupción de la civilización occidental. Hoy, esa misma idea ha mutado en forma de ideología: todo lo ajeno es inocente, y todo lo propio, culpable. Bajo ese prisma, el nuevo imperialismo ya no se impone desde Europa, sino que se arrodilla ante quienes considera moralmente superiores, por el hecho de no ser parte de occidente, alimentado además por un sentimiento de culpa colectiva basado en un pasado histórico que, en su mayoría, se desconoce.

El nuevo yugo no viene de fuera

Occidente ha cambiado el látigo por la corrección política y los ciudadanos piensan que son más libres que nunca llevando ese yugo con orgullo, consecuencia de pensar que su moral es impecable, que están en contra de lo malo y a favor de lo bueno porque los gobiernos, partidos, medios, y élites inoculan ideologías como herramienta de control. La diversidad forzada ha sustituido a la integración real, la aceptación de unos valores que sí que se deberían exhibir con orgullo, sin embargo, acomplejan, y esa imposición ha creado fragmentación social, enfrentamientos internos y bloques ideológicos. Porque por motivos éticos, políticos o económicos, esas élites han propagado ideas sin grises a la población, sin oportunidad de disentir, alejándose de la honestidad al ver datos o incluso con vivencias propias.

Al surgir altercados entre minorías incompatibles, el resto mirará hacia otro lado, porque el dogma no admite la discrepancia. Y mientras se jactan de atacar el colonialismo, hablar de la leyenda negra o de posicionarse en conflictos en cualquier lugar del mundo, no se dan cuenta de que en el fondo, ellos mismos son imperialistas.

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