El precio de la libertad es la eterna vigilancia, que no se nos olvide

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Hace cuarenta y cinco años en España sólo había dos canales de televisión, y ambos eran públicos (TV1 y TV2), el número de diarios de papel conocidos en España se contaban con los dedos de una mano (en total, incluyendo nacionales, regionales y locales, el número no superaba la cuarentena), y lo mismo ocurría con el número de cadenas de radio. Eso, con los rumores, eran los medios de que disponía la gente para informarse. Y toda esa información no estaba almacenada en un mismo sitio, acceder a ella era costoso y requería mucho tiempo.

A cualquiera que le preguntes te dirá que la situación, hoy, es infinitamente mejor en lo que al derecho de información (y su otra cara de la moneda: libertad de expresión) se refiere: cualquiera puede hoy escribir, o grabar, casi con cualquier otro aparato, fácil de adquirir, y barato, en cualquier momento y sin dificultad (todo un sueño hasta para los James Bond de hace sólo un par de décadas); ese escrito o grabación se puede subir a la red en segundos, también  de manera gratuita y sin apenas dificultad, y con ello hacerlo accesible a miles de millones de personas, pudiendo, de hecho, monetizar las visitas y hacer de esas publicaciones un medio de vida.

Así, son millones las webs a las que uno puede acceder con un click desde su casa, o el número de canales que hay en las principales plataformas de vídeo, y miles de millones el número de publicaciones, de todo tipo, recientes y no tan recientes, almacenadas pero disponibles. El problema, dicen, no es ya la dificultad y el coste de acceder a la información, sino las dificultades de discriminar ante tanto dato a nuestro alcance.

Pero la cosa no es tan maravillosa como parece y existen nubes en el horizonte del derecho a la información que no deberíamos obviar. Y no sólo por las amenazas del poder político (estas últimas semanas hemos visto cómo se tramita una reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados para crear un Consejo Consultivo de Comunicación Parlamentaria que regule la concesión y renovación de las credenciales de  periodistas, fijando los requisitos y las sanciones que a los mismos puedan imponerse). También por otras circunstancias de las que también hemos tenido, estos días, ejemplos curiosos.

El analista político InfoVlogger, por ejemplo, con cientos de miles de seguidores, ha sido expulsado del Programa para Partners de Youtube (propiedad de Google), lo que le impide seguir monetizando sus vídeos en dicha plataforma, unos vídeos muy críticos con los partidos mayoritarios y con los medios de comunicación de masas; el blog Missa in Latino, uno de los sitios más influyentes del mundo en el ámbito del pensamiento católico tradicional, ha sido bloqueado por la plataforma Blogger, propiedad también de Google, a pesar de haberse destacado por algo tan aparentemente inocuo como defender la liturgia católica tradicional, reprobar decisiones vaticanas y ser crítico con los obispos. Dos “publicadores” muy distintos, dedicados a materias muy diversas, con estilos diferentes…

Se me dirá que las empresas privadas deben ser libres, que cada uno en su casa debe poder hacer lo que quiera, que son dos anécdotas descontextualizadas y de las que no doy más datos, etc… y se me dirá, seguramente, bien.

Decíamos al principio del artículo que a principio de los años 80 sólo había dos canales de televisión, un puñado de periódicos y otro puñado de cadenas de radio. Hoy la situación es infinitamente mejor, pero ¿cuántas son las principales empresas -con cuota de mercado significativas- que ofrecen servicios “en la nube”, ya sea infraestructura como servicio (IaaS), plataforma como servicio (PaaS), o software como servicio (SaaS)? O, aterrizando esos conceptos -y siglas- tan abstrusos: ¿cuántos son los motores de búsqueda que utiliza el grueso de los usuarios de internet? ¿Cuántas son las plataformas utilizadas masivamente para subir, ver y compartir vídeos, o alojar blogs? ¿Cuántas son las aplicaciones de mensajería instantánea realmente utilizadas por la mayoría? ¿Y de redes sociales?

El efecto red, los fuertes requisitos de capital, las economías de escala, el apalancamiento operativo etc. ayudan a que se hayan creado esos gigantes -de capital privado, no digo que no-, un puñado de los cuales son líderes en varias de las líneas de negocio señaladas en el párrafo anterior…  Pero también contribuye nuestro deseo de no complicarnos la vida. Nos hemos echado una soga al cuello que no es nuestra y sobre la que no tenemos ningún control; hasta ahora no nos han apretado demasiado, al menos, que nos hayamos dado cuenta; muy posiblemente nunca lo hagan, ojalá, pero si en algún momento les da por hacerlo, tendremos un problema.

Estamos mejor que hace cuarenta años, es evidente, pero no tan bien como para poder estar tranquilos; y, a pesar de ello, quizás por el contraste, nos sentimos totalmente seguros. Qué ocurriría si a los mandamases de las seis o siete grandes tecnológicas les da por considerar -ya sea motu proprio, ya sea por “recomendación” de los políticos, o por ensoñaciones de una noche de verano- a los liberales gente que incita al odio -contra los políticos, por ejemplo-, y “bloquean” las búsquedas, las webs, los blogs, los canales, en definitiva, de nuestros referentes… y quien dice a los liberales, dice a cualquier otro colectivo; lo han hecho hasta con un blog dedicado a defender la liturgia tradicional católica, precisamente porque promovía “discurso de odio”, y quizás lo has promovido, puede ser, todo depende, y dependerá, de la sensibilidad y criterio de quien tenga que juzgar lo que es “odio”.

Algunos dirán: “no lo pueden hacer, sería antieconómico”. Y seguramente lo sería; pero también es antieconómico el socialismo, y ahí estamos. Por eso deberíamos mantener abiertas alternativas, aunque sea más caro y menos eficiente… aunque sólo sea por “si acaso”.

Decían los Padres Fundadores de EE.UU. que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Pues eso.

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