España no es una nación

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Comenzaré diciendo que este artículo no pretende ofender a nadie. Mi intención, por el contrario, es aplicar al caso español la necesaria distinción entre “país” con “nación”. Esta confusión, aunque común, es el fundamento de numerosos errores de juicio que perpetúan ilusiones peligrosas sobre nuestra identidad y sobre la legitimidad de las estructuras políticas que nos gobiernan. La tesis que aquí presento es clara y contundente: España —como muchos de los entes territoriales modernos— no es una nación.

Todo comienza con una expresión latina algo pretenciosa: uti possidetis juris. Se trata de un principio legal ampliamente aceptado en tratados internacionales, especialmente después de guerras de independencia, utilizado para fijar los contornos de los países según los territorios que “poseían” en un momento determinado. En resumen, este concepto establece que “así como posees, así seguirás poseyendo”. Es lo que podríamos llamar el “punto cero” de la soberanía territorial. Un documento, una línea imaginaria, una firma, y listo: tenemos un país.

Pero la vida —y la historia— nos enseñan que todo lo que no se fundamenta en la razón universal y lógica está destinado a la inestabilidad. Lo que se establece por convenciones humanas arbitrarias, y no por principios naturales e inmutables, tarde o temprano será impugnado. Y el uti possidetis, que más parece un armisticio oportunista que una verdadera paz entre los pueblos, no escapa a esta regla. Basta con que un grupo humano se sienta despojado de su derecho natural a la autodeterminación para que surja el germen del conflicto.

Por eso han pasado milenios y las guerras territoriales no cesan. Porque en el corazón humano no existe el concepto de país. Lo que habita profundamente en él es el concepto de nación. ¿Pero qué es entonces una nación? ¿Y en qué se diferencia de un país?

Responder a esta pregunta es más simple de lo que parece. Antes del surgimiento de los países modernos, existían los imperios. Antes de ellos, las ciudades-estado. El mundo antiguo no se organizaba por líneas en los mapas, sino por jurisdicciones culturales, donde lo verdaderamente importante era la cohesión en el modo de vida, en las creencias, en los valores y en la moral compartida. Esa homogeneidad —religiosa, cultural, lingüística e incluso moral— era lo que daba origen al verdadero concepto de nación.

La nación no se define por una bandera o por un himno. Se manifiesta cuando un pueblo comparte espontáneamente una forma común de vivir, pensar y creer. Por eso, cuando Aristóteles intentó disuadir a Alejandro Magno de adoptar costumbres extranjeras —lo cual puede sonar xenófobo a los oídos modernos—, en realidad estaba intentando proteger la integridad de las polis, las ciudades-estado griegas que eran, en esencia, naciones. Podríamos, con algo de humor, llamarlo el primer conservador xenófobo de la historia. Pero, bromas aparte, su preocupación era legítima: el riesgo de disolver una identidad nacional al sumergirse en culturas dispares.

La formación de una nación, por lo tanto, exige lazos mucho más profundos que los creados artificialmente por un gobierno central. Exige afinidades reales, no símbolos impuestos. A lo largo de la historia, sin embargo, la unión de pueblos dejó de hacerse con fines defensivos —como en los modelos confederados— y pasó a orientarse a la conquista, al saqueo. Quienes dirigían los Estados (y no pocas veces eran individuos con tendencias psicopáticas o sociopáticas) veían en los pueblos no una comunidad de ciudadanos, sino una herramienta de expansión y dominación.

En el modelo confederal clásico, entendido en su concepción ideal, los entes federados (o estados-nación autónomos) eligen un gestor de armas para garantizar la defensa común, jamás para ejercer dominación interna. Si esta fuerza común se vuelve contra una de sus partes, automáticamente declara la guerra a todas ellas. Es un pacto de protección mutua, no de sumisión. El modelo expansionista que dio origen a los Estados modernos —especialmente los llamados países— tiene una lógica inversa: centralización, dominación, disolución de identidades y relativización de la propiedad privada. Son máquinas de poder, no casas para los pueblos.

El país moderno es, en muchos casos, un arreglo geopolítico mafioso que saquea a su propio pueblo bajo el pretexto de protegerlo de amenazas externas. Subyuga, tributa, vigila y amedrenta —todo ello bajo la fachada de una supuesta “legitimidad democrática” que no tiene nada que ver con la autodeterminación ni con la libertad que deberían fundar una verdadera nación. La federación contemporánea, como la que se presenta hoy en España, es una farsa. Una escenografía. Un mosaico de culturas, credos, lenguas, valores e intereses tan diversos y contradictorios que hablar de una “Nación Española” es tan realista como creer en sirenas.

Y aquí llegamos al punto más incómodo del texto: es muy difícil encontrar a alguien que sea verdaderamente “español”. Para serlo de verdad, un ciudadano tendría que ser, al mismo tiempo, castellano y catalán, gallego y andaluz, tradicionalista y progresista, europeo y africano, republicano y monárquico. Tendría que ser una quimera viviente —un mito imposible.

Por tanto, seamos sinceros: España es un país, pero no es una nación. Y mientras sigamos empeñados en tratarnos como una unidad homogénea inexistente, continuaremos fracasando en el intento de construir una verdadera civilización basada en la libertad, la propiedad, la responsabilidad y la autodeterminación.

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