80 años después del alzamiento, algunos paralelismos con la situación actual, tanto en el contexto internacional como en España, son inquietantes.
Hoy se cumplen 80 años del alzamiento cívico-militar que originó el comienzo de la Guerra Civil española. Unos días antes, funcionarios del Estado y militantes del PSOE (encabezados por Fernando Condés, capitán de la Guardia Civil, y Luis Cuenca, miembro de la escolta del diputado socialista Indalecio Prieto) secuestraron y, acto seguido, asesinaron al líder opositor José Calvo Sotelo. El gobierno estaba en manos del Frente Popular, la coalición de las izquierdas que se había hecho con el poder tras las elecciones de febrero de 1936. El país se hallaba partido por la mitad. Y la media nación (tradicionalistas, monárquicos, católicos, conservadores, republicanos moderados y una parte del ejército) que «no se resignaba a morir» (en palabras pronunciadas tras la «primavera trágica» —300 asesinatos por razones políticas y alrededor de 400 iglesias destruidas o dañadas en apenas unos meses— por otro destacado miembro de la oposición, el derechista José María Gil Robles) se acabó sumando al golpe militar encabezado por el general Mola.
Algunos paralelismos con la situación actual, tanto en el contexto internacional como en España, son inquietantes. Entonces habían transcurrido nueve años desde la Gran Depresión que sufrió Occidente a partir el crac bursátil del 29. Hoy han pasado ocho años desde la Gran Recesión iniciada a raíz del colapso financiero de 2008. Ambas crisis son de tipo deflacionario, con una gestación muy similar: los bancos, gracias a los privilegios que los Estados les conceden (refinanciación y promesa de rescate) expanden imprudentemente el crédito mucho más allá del ahorro real de los agentes, lo que genera malas inversiones, un exceso de deuda privada y, en última instancia, liquidaciones desordenadas de activos e impagos de pasivos. La reacción política, entonces como ahora, fue muy similar: cargar la culpa de la crisis sobre el capitalismo (cuando, en realidad, nada tenía de capitalista un sistema en el que desde la política se conceden privilegios) e incrementar su propio poder (aumento del gasto público, subidas de impuestos, crecimiento de la deuda pública y ampliación de las regulaciones).
Las similitudes no se quedan ahí. A mediados de los años 30, tanto en Estados Unidos como en Europa, el discurso político estaba dominado por ideas de corte populista y/o ultranacionalista (el New Deal, el fascismo y el nacionalsocialismo). En la actualidad vemos cómo Donald Trump, al otro lado del charco, y Marine Le Pen en Francia, ciertos brexiters (aunque está por descubrir el verdadero rostro de ese movimiento, en el que hay de todo) en Reino Unido y Alternativa por Alemania (con alguna matización, pues una de sus alas emparenta con la tradición ordoliberal) en el país teutón, por citar únicamente los casos más significativos, están excitando los instintos más bajos del electorado con apelaciones constantes a unos enemigos muy identificados (los inmigrantes, la globalización, el capital, etc.) y soluciones muy intuitivas (sustituir a la vieja casta corrupta por la “nueva política”, establecer barreras al comercio internacional, perseguir a las minorías…) que en realidad no suponen otra cosa que echar más gasolina —todavía más Estado y todavía menos libertad— en el fuego de los males precedentes.
En el aspecto monetario, el discurso de ocho décadas atrás es el mismo que el de estos días: acabar con la división internacional del trabajo, impidiendo que cada sociedad se especialice en lo que comparativamente es más productiva, con la promesa de que todo se arregla con devaluaciones competitivas, es decir, nacionalismo monetario, guerra de divisas y huida de capitales. La especialización y, por tanto, la productividad dejan de estar condicionadas por las ventajas comparativas y pasan a ajustarse a las decisiones políticas y del banco central de turno.
La coincidencia de la España de 1936 y la de 2016 también resulta inquietante. Podemos es lo más parecido que hemos conocido en todo este tiempo al Frente Popular. Las apelaciones que realizan ambos movimientos son dos gotas de agua: una cosmovisión dialéctica que entiende la sociedad como una lucha de clases permanente: terratenientes ante jornaleros, «privilegiados» frente a desposeídos o los de arriba contra los de abajo. Y siempre la violencia, explícita o latente, como factor para cambiar el orden de fuerzas en la sociedad: Revolución de 1934 y amenazas desde el Congreso con ir a una guerra civil entonces y llamamientos a que «el miedo cambie de bando» ahora. Además, la cuestión separatista en Cataluña, con una izquierda hegemónica políticamente, sigue igual de vigente.
Señalado todo lo anterior, es obligado concluir, no obstante, que es más importante lo que nos separa de aquellos años que lo que nos une. 80 años después, a pesar de todas las trabas políticas, la fuerza del capitalismo, con sus consecuencias en forma de sociedad abierta y tolerante y de prosperidad generada para todos, ha dulcificado las sociedades, que son incomparablemente menos violentas que en 1936.
En el caso de España, en particular, el surgimiento de una amplísima clase media a partir de los años 60, irremediablemente asentada en un contexto demográfico con una clara tendencia al envejecimiento y más preocupada por su bolsillo y su pensión que por el asalto a los cielos, convierte en inverosímil que se pueda llegar a otro 18 de julio y a un enfrentamiento armado. Aunque nadie se lo agradezca, al capitalismo se lo debemos.
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