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A la espera de Trump o Clinton

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Dado el rechazo visceral que los dos candidatos suscitan entre amplios sectores, cabe pensar que el empate que reflejaban las encuestas antes del primer debate no se deshará fácilmente.

Los primeros compases del otoño en un año de elecciones presidenciales nos recuerdan que el larguísimo proceso electoral para elegir un presidente de Estados Unidos se encarrila hacia su fase final. En efecto, tras las primarias y convenciones partidarias celebradas en los estados durante la primera mitad del año, los dos principales partidos han investido como candidatos a Donald Trump (Partido Republicano) y Hillary Clinton (Partido Demócrata). Un tercero en discordia, el Partido Libertario, apoya a Gary Johson, quien ha despuntado en las encuestas, pero no lo suficiente para participar en el debate celebrado ayer. Para ello la Comisión para los debates presidenciales exige, en primer lugar, que los candidatos aparezcan en un número suficiente de papeletas en los estados como para tener una probabilidad matemática de obtener el voto mayoritario del Colegio Electoral y, en segundo lugar, que cuenten al menos con una intención de voto del 15 por ciento del censo nacional, de acuerdo con los datos de cinco casas de encuestas.

Como se sabe, otro hito se producirá el primer martes después del primer lunes de noviembre (el día 8 este año) en el que los norteamericanos que se hayan previamente inscrito para votar en uno de los estados de la Unión, elegirán a los compromisarios de los respectivos colegios electorales encargados de nombrar por mayoría absoluta al presidente y vicepresidente de Estados Unidos para los próximos cuatro años. Según el artículo 2.1 de la Constitución, el número de compromisarios elegidos en cada estado equivale a los senadores y representantes que envía a ambas cámaras del Congreso, si bien les compete a ellos determinar de qué manera se eligen. Como norma general, los compromisarios de cada estado se eligen dentro del comité del partido que gana, una vez que se han adjudicado los votos electorales correspondientes. La mayoría de los estados confiere todos sus votos electorales al candidato que gana la mayoría absoluta de los votos populares en el estado. Las únicas excepciones a esta regla mayoritaria son Nebraska y Maine, que distribuyen el voto electoral de forma proporcional entre cada candidato, de acuerdo con el porcentaje de votos populares obtenido. Este sistema de elección indirecta permite la elección de un presidente que no cuente con la mayoría de los votos de los ciudadanos del país. En tanto que estado federal, se prima que el presidente obtenga el apoyo mayoritario de los estados, considerados por separado.

Pasadas las elecciones, los compromisarios de cada estado se reúnen para remitir formalmente su voto electoral al Presidente del Senado, quien en una ceremonia conjunta del Congreso procede al recuento oficial. El candidato que obtiene el número mayor de votos se convierte en Presidente, siempre que dicho número represente la mayoría de todos los electores nombrados. En caso de empate, la Cámara de Representantes elegirá a uno de ellos.

Dado el rechazo visceral que los dos candidatos principales suscitan entre amplios sectores de la población que manifiestan su opinión, cabe pensar que el empate que reflejaban las encuestas antes del primer debate no se deshará fácilmente por la dificultad del trasvase de votos entre ellos. Más aún cuando, esas mismas encuestas conceden una respetable intención de voto para candidatos que se presentan como opciones alternativas desmarcadas de uno y otro, como el caso del antiguo gobernador de Nuevo México, Gary Johnson, e, incluso, en menor medida, la candidata ecologista Jill Stein. De confirmarse estas tendencias, las reglas electorales que han servido para introducir este análisis volverían a cobrar la dramática virtualidad que tuvieron en las elecciones presidenciales que enfrentaron en el año 2000 a George W. Bush (hijo) y Albert Gore. Solamente la decisión del Tribunal Supremo Federal de 12 de diciembre, revocando otra anterior del Tribunal Supremo de Florida, permitió proclamar a George W. Bush ganador de los 25 votos electorales del estado y alzarse, en consecuencia , con uno más de los 270 necesarios para obtener la mayoría del colegio electoral y la presidencia de Estados Unidos.

En cualquier caso, en pocas ocasiones, más allá del teatro para forofos que van creando los asesores políticos en las campañas electorales (con evidente proyección en todos los países democráticos del planeta) y del bagaje personal nada edificante de los candidatos principales, la desolación ante sus propuestas, estatistas en cualquier caso, ha sido más unánime entre los liberales (en sentido europeo) y libertarios norteamericanos.

Por un lado, Hillary Clinton persevera y profundiza en las líneas políticas estatistas de los socialistas europeos marcadas por Obama en el partido demócrata. La música y la letra de sus propuestas de gasto discrecional y masivo son intercambiables con las acostumbradas en los países europeos: “Haré una ‘inversión histórica’ en empleos bien pagados —en infraestructuras y manufacturación, tecnología e innovación, pequeñas empresas y energías limpias-“. ¿No les suenan como las típicas promesas de los partidos políticos españoles en los años noventa? Hasta tal punto la identificación entre ambos es completa que, en un gesto poco usual hasta ahora en la política norteamericana, el presidente saliente y su mujer están dedicando una gran parte de sus últimos esfuerzos a apoyar a la candidata de su partido, a la par que ocultar los grandes fracasos de su presidencia (Obamacare, por ejemplo).

Pero, por otro lado, ha irrumpido en la carrera presidencial, consiguiendo la candidatura del partido republicano, un personaje tan atrabiliario como Donald Trump. En el mejor de los casos a los españoles con cierta edad nos recuerda al sin par Jesús Gil y Gil. Une a sus modos chabacanos y soeces esa mezcla tan característica de empresario fullero que medra en los alrededores del poder y de la administración, para luego tornarse en un iracundo “antisistema” populista que quiere imponer (su) Ley y (su) orden. El que quiere construir una valla en la frontera con México para frenar la inmigración ilegal, pasando la factura al estado vecino, también ha dicho que él como presidente gastará el doble en infraestructuras que su contrincante demócrata. Propone un arancel del 45 por ciento sobre las importaciones de China, abandonar el Tratado de Libre Comercio NAFTA y la Organización mundial del Comercio, así como vetar el acuerdo de asociación del Pacífico.

El difunto alcalde de Marbella no llegó más que a controlar por un tiempo efímero unos cuantos ayuntamientos de la Costa del sol malagueña con un partido hecho a su oronda medida (el GIL). En cambio, el promotor de casinos y hoteles norteamericano está en posición de salida para convertirse en presidente de los Estados Unidos de América como candidato del partido republicano. La diferencia cualitativa resulta más que notable. Los decrecientes límites al poder ejecutivo del sistema estadounidense, incluso cuando dentro del mismo partido que le ha designado candidato destacan senadores y representantes muy críticos con él, serían insuficientes para contrarrestar la mitad de los dislates que Donald Trump podría cometer como presidente.

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