La presión fiscal y la capacidad de los gobernantes para crear e imponer leyes son los dos rasgos esenciales para poder determinar con cierta precisión la amplitud y el alcance de la intervención estatal sobre los derechos naturales de los individuos (libertad y propiedad privada). En este sentido, si dejamos aparte el clímax que supuso el totalitarismo del siglo XX, el absolutismo regio es el paradigma de la opresión del poder político sobre la libertad individual.
El denominado Antiguo Régimen alzó su edificio gracias a la existencia previa de dos pilares básicos: a saber, el surgimiento de la figura del Estado, como ente propio y autónomo, y el desarrollo del humanismo, en contraposición al pensamiento escolástico hegemónico en la Baja Edad Media.
Antes del siglo XIV, los reyes franceses alimentaban sus arcas gracias, exclusivamente, a los recursos derivados de sus propias rentas y servidumbres señoriales, así como a la aplicación de determinadas levas impositivas que sólo se aplicaban en situaciones de emergencia y a regañadientes. El equilibrio que históricamente existió entre el poder de la Iglesia y el del Estado se rompió, precisamente, en el siglo XIV. Nació entonces el denominado Estado-nación, cuya figura se fue imponiendo progresivamente a las tradicionales ciudades-estado propias de los siglos anteriores. La drástica ruptura entre el poder temporal que ostentaba el rey y el poder eterno, representado por el Papa en la Tierra, se materializó en un constante aumento de impuestos y regulaciones estatales.
Por otro lado, comenzaron a desarrollarse las primeras teorías políticas justificadoras del poder absoluto del Estado. Frente a la doctrina del derecho natural, que sometía el poder del rey a los dictados de la ley divina, los nuevos teóricos propugnaban la supremacía del Estado sobre el orden espiritual y de la ley positiva sobre el derecho natural. El primer golpe lo recibió del nominalismo, corriente filosófica que negaba a la razón humana capacidad suficiente para alcanzar verdades esenciales. Pero el definitivo llegaría con el triunfo del protestantismo y, especialmente, el calvinismo, en el siglo XVI. Mientras que el catolicismo considera que Dios puede ser conocido no sólo por la fe sino también por la razón y los sentidos, las doctrinas instauradas por Martín Lutero y Juan Calvino consideran que la única vía de comunicación con Dios es la pura fe en la revelación. Así, sería imposible diseñar una ética social a través de la razón, como hizo la escolástica en la doctrina del derecho natural.
Dentro de la corriente absolutista destacan los casos de Italia y Francia, por las importantes aportaciones realizadas por algunos de sus filósofos y pensadores. En el primero destaca por encima de todos la figura de Nicolás de Maquiavelo que, con sus obras El Príncipe y los Discursos, revolucionó la forma de concebir y ejercer el poder político vigente hasta entonces. En las ciudades-estado, los gobernantes ejercían el poder de forma despótica. Sin embargo, su acción estaba limitada por determinados principios morales a los que debía obediencia. Maquiavelo rompe con esta tradición en el siglo XVI, abriendo las puertas de par en par al absolutismo regio.
Por su parte, Jean Bodino fue el impulsor del absolutismo francés en el siglo XVI gracias a su nuevo concepto de soberanía. El rey, como soberano, es el único legislador legítimo, el creador de ley por antonomasia y, como consecuencia, está por encima de la ley, según Bodino. Los súbditos deben acatar sus decretos, sin que sea preciso su consentimiento, y la ley que emana del poder soberano del monarca es superior a cualquier ley consuetudinaria o institución. El poder soberano es, además, unitario e indivisible.
Así pues, observamos que la hegemonía del Estado Absoluto entre los siglos XVI y XVIII tan sólo fue posible gracias a la aparición previa de una serie de conceptos e instituciones hasta entonces desconocidos: el concepto del Estado nación, la ruptura con la Iglesia, el abandono del derecho natural y una redefinición radical de la idea de soberanía y "virtud" en el ámbito político.
Ahora bien, visto lo visto, ¿qué diferencia existe entre el absolutismo regio y la democracia parlamentaria, más allá de mera forma en que se elige al gobernante (soberanía popular frente al monarca soberano)? Estado nación, ruptura con la Iglesia, derecho positivo, razón de estado, bien común son conceptos de máxima vigencia hoy en día. Además, en la práctica, no existe ya división de poderes. Todo hace indicar que, en pleno siglo XXI, aún vivimos, por desgracia, bajo el yugo del absolutismo, sólo que vestido con ropajes democráticos.
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