Desde la primera encíclica social Rerum novarum hasta la Caritas in veritate se ha ido perfilando una doctrina social de la Iglesia que pretende servir de guía moral para los católicos en asuntos relacionados con la organización de la sociedad.
De los diversos principios que destacan en dicho cuerpo doctrinal -dignidad de la persona humana, solidaridad, primacía del bien común, etc.-, quisiera detenerme en el principio de subsidiariedad. Partiendo de que el hombre, la familia y la comunidad doméstica es anterior a cualquier forma de comunidad política (RN, 6-10), este principio queda definido así: "una estructura de orden superior no debe interferir en la vida interna de un grupo social de orden inferior, privándole de sus competencias, sino más bien debe sostenerle en caso de necesidad…" (CA, 48). La responsabilidad individual precedería siempre a la global.
Si de verdad se cree en la dignidad de las personas humanas, se ha de proteger y respetar al individuo, a la familia, a las asociaciones y corporaciones creadas voluntariamente por aquéllas. Toda persona o cuerpo intermedio tiene algo original y valioso que ofrecer a la comunidad. Arrebatar a éstos las funciones que les competen, es decir, lo que pueden hacer "por su propio esfuerzo e industria" para confiárselo a comunidades (políticas) mayores sería un "grave perjuicio y perturbación del recto orden" (QA, 79).
La iniciativa privada tiene, por tanto, una función pública y su inadecuado reconocimiento daña seriamente el principio de subsidiariedad. Éste impondría a los poderes públicos una obligación moral de no entorpecer el espacio vital de las células menores y esenciales de la sociedad para evitar suplantar su libertad o creatividad y "privarlos de su legítima y constructiva acción" (GS, 75). Sólo excepcionalmente (y de forma temporal) el Estado debiera ejercer una función de suplencia en los casos en que el individuo o las asociaciones espontáneas sean incapaces de dar una respuesta satisfactoria a un problema concreto. El Estado subsidiario es algo muy distinto al Estado asistencial.
Lo que pueda hacer la sociedad civil no lo haga la Administración pública y que ésta haga exclusivamente lo que no puedan hacer los ciudadanos. Se podría resumir así en pocas palabras el llamado principio de subsidiariedad horizontal o funcional que pone límite a la actuación excesiva o injustificada del Estado y del aparato público en la sociedad. Sin embargo, dentro de la característica ambivalencia que existe en la doctrina social de la Iglesia en su relación con el Estado, a pesar de apelar a la subsidiariedad, se encomiendan al mismo tiempo innumerables misiones al poder político exhortándole a intervenir e incluso a planificar y proponer objetivos al conjunto de la sociedad (véase si no como ejemplo PP, 33; MM, 150, 20 y 21). Explícitamente se reconoce también el principio de subsidiariedad de los Estados con respecto a las organizaciones internacionales (PT, 140).
A los teóricos del Estado les faltó tiempo para dar con otra formulación de este principio conocido como subsidiariedad vertical o territorial que legitima la injerencia estatal para intervenir en cualquier área de la vida social. Con la coartada de impedir un centralismo del poder se promueve otra forma de estatismo al abogar que lo que no hace el Estado central lo debieran hacer subsidiariamente otras entidades públicas inferiores (regionales o locales). Se pervierte el principio esencial de la iniciativa particular que fomenta la libertad responsable de las personas -y que es una constante en todas las encíclicas sociales- para dar entrada a la acción paternalista e indiscriminada de los poderes públicos y sus mandatos. "Los males comienzan cuando en lugar de apelar a las energías y a las iniciativas de individuos o asociaciones, el gobierno los sustituye", nos recordaba el filósofo, jurista y teólogo insigne Antonio Rosmini (condenado y rehabilitado por la misma Iglesia).
Por su parte, desde que el socialista y cristiano Jacques Delors redescubriera el principio de subsidiariedad a principios de los años 90, las élites políticas de la construcción europea se apropiaron descaradamente del mismo como si fuera propio y lo integraron en su acervo comunitario. Obviaron el enfoque horizontal esencial de este interesante principio originalmente enunciado en las encíclicas papales y recalcaron su formulación vertical para establecer un reparto de competencias entre los diferentes gobiernos territoriales y legitimar de esta manera su propia acción. Les sirvió, además, de anzuelo edulcorado para que los diversos políticos nacionales aceptasen ese constructo burocrático supranacional.
Así, apelando al principio de subsidiariedad (vertical), las labores legislativas y las decisiones ejecutivas no se tomarán en Bruselas cuando puedan hacerse en instancias políticas inferiores. Un diseño fetén de la gobernanza europea basado en el gobierno multinivel. No puedo sino unirme a la denuncia acertada en esta materia que hizo el profesor Schwartz al analizar la constitución europea: "siempre poderes y nunca individuos".
Los falsos gerentes del bien común mediante la coacción –que son legión- participan activamente en demasiadas actividades que corresponde realizar a los particulares.
Parece claro que si el ciudadano dimite de su soberanía, el intervencionismo político intentará inmiscuirse en todos los asuntos sociales privados o públicos, transformando así al ciudadano-activo en sujeto-pasivo dentro de una sociedad tutelada e ineficiente en la que apenas se deja oportunidad a que maduren los frutos de una sociedad libre.
Los estatistas de todos los niveles debieran contemplar "horizontalmente" la sociedad, al menos alguna vez en su vida, y tratar de entender que los asuntos públicos no se limitan a los del gobierno (en cualquiera de sus manifestaciones) y que tal vez sería bueno cultivar también desde la política la virtud de la paciencia para dejar crecer y prosperar organizaciones voluntarias para alcanzar los legítimos fines que sus actores consideren importantes siempre que sean respetuosos con los derechos de los demás.
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