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África (II). Neocolonialismo autóctono

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Después de los procesos de descolonización, primero de Oriente Medio y luego de Asia, tocó el turno a África a finales de los años 50 del siglo pasado. Sus líderes políticos estaban obsesionados con la independencia, la integración nacional y la modernización de sus países respectivos. Una diminuta minoría, urbanita y occidentalizada, aspiraba fervientemente a gobernar la vasta mayoría de una sociedad básicamente rural que había padecido durante largos años el colonialismo. La reivindicación nacional según fronteras heredadas fue obra de élites políticas e intelectuales; en ningún caso tuvo un masivo respaldo popular. El líder africano típico de aquella época era socialista, no alineado y rabiosamente antiimperialista.

Fueron aquellas flamantes élites indígenas las que en 1963 acordaron en el seno de la Organización para la Unidad Africana dar por buenas las fronteras trazadas durante la expansión europea que, recordemos, se fijaron en Berlín en 1884 sin la presencia de un solo africano. Este acuerdo demostró ser uno de los más duraderos entre políticos africanos.

Kwame Nkrumah y su cohorte añoraban el "reino político" al que debían rendir todos adhesión y tributo. Declaró que su partido político (el CPP) era la fuerza más poderosa que había aparecido en Ghana; debía pilotar la nación y su supremacía no debía ponerse jamás en cuestión. Llegó a decir que "CPP es Ghana, y Ghana es el CPP". El guineano Sékou Touré, popularmente llamado el "Gran Elefante", condujo con mano de hierro arrogante la pretendida modernización de su país. Al llegar al poder el tanzano filósofo Julius Nyerere, colectivizó salvajemente la agricultura y concentró a los granjeros en comunas; se trataba de que no apareciesen clases en África, no de superarlas. Fue su delirante proyecto denominado Ujamaa que llevó a un serio retroceso en la productividad entera del país. Jomo Kenyatta reprimió a la oposición e implantó en Kenia un régimen de partido único; la corrupción y el favoritismo hacia su clan marcaron su larga presidencia. El ecuatoguineano Macías Nguema impuso una dictadura comunista, prohibió la medicina occidental y la pesca para evitar la huida de su población, a la que masacró. Tras una descolonización caótica, tomó el poder el congoleño Mobutu Sese Seko, que nacionalizó sin dudarlo las empresas extranjeras y echó del país a los inversores europeos. La corrupción alcanzó cotas incluso obscenas para aquellos pagos. La fortuna personal de Mobutu llegó a superar la deuda externa de su país. Además de quedar impunes sus múltiples crímenes, lo peor fue el haber arrasado con todas las instituciones del Congo. El ugandés Milton Obote llevó a cabo cruentas represiones étnicas, al tiempo que condenó el apartheid en Sudáfrica; su sucesor, Idi Amin Dada, multiplicó las matanzas de forma compulsiva, oprimió a destajo a sus rivales y echó a los indo-pakistaníes del país. El marfileño Félix Houphouët-Boigny, pese a ser más presentable, amasó una inmensa fortuna y costeó de su propio bolsillo la construcción de una de las mayores basílicas del mundo en las afueras de su ciudad natal. Suma y sigue…

La lista es en verdad interminable. Todos los dirigentes africanos empobrecieron casi sin excepción el país al que supuestamente vinieron a liberar. Fueron los impresentables reyes de Calibán, tal y como denominó en su Historias con vida propia Fernando Díaz Villanueva a toda aquella patulea gobernante, siguiendo la estela del historiador Paul Johnson.

El colonialismo fue identificado con el capitalismo, por lo que los líderes del África postcolonial rechazaron todo lo que tuviera que ver con él. La mayoría de sus "emancipadores" abrazaron, por tanto, el llamado socialismo africano que se asoció a la modernidad de la nación. Comenzó pronto a funcionar el rodillo centralizador. Se nacionalizaron empresas, se incrementaron los controles gubernamentales sobre sus economías y se crearon monopolios. Además de eliminar los incentivos a la producción, se convirtieron en muchos casos en mono-economías. Asimismo, ante el pretexto de conseguir una supuesta cohesión social y evitar una desintegración política a causa de la gran diversidad étnica existente, se impusieron también sistemas políticos de un solo partido.

Las lealtades debían ser hacia el partido y el Estado, ya no hacia las etnias y sus instituciones tradicionales. La justicia, antaño integradora, se convirtió en correa de transmisión del partido único y en instrumento de represión a los disidentes. La rotura de valores seculares acabó por descoyuntar la moderna sociedad africana. Se desataron sanguinarias rivalidades por ver qué líder y su clan se imponía para adueñarse y repartirse el botín estatal. Los golpes y contragolpes militares fueron, por tanto, frecuentes.

Los gobernantes postcoloniales, prevaliéndose de una estructura de Estado proveniente de la antigua colonización y ajena a la larga tradición local, se especializaron en el arte del pillaje, del asalto y del robo. La gran mayoría de los Estados africanos se convirtieron en verdaderos depredadores del país y de la gente a la que se suponía debían servir. El mayor daño infligido a África por la colonización fue el haber hecho tabla rasa de las instituciones autóctonas preexistentes. Tras la independencia se produjo desgraciadamente un cambio de los amos blancos (ingleses, franceses, portugueses, belgas, españoles, italianos y alemanes) por otros negros autóctonos que replicaron e incrementaron la implacable explotación sobre la población civil. Este tipo de dirigentes en nada se asemeja a los jefes o consejos de ancianos que el África indígena conoció durante siglos en su historia precolonial. El historiador y periodista británico Basil Davidson, pese a ser inicialmente un entusiasta de los modernos nacionalismos africanos, llegó a su pesar a esta conclusión tras escribir más de 30 libros sobre África; su afamado estudio de 1992 fue el definitivo.

Dicha casta neocolonial de bandidos ha reducido un continente rico en materias primas en tierra de saqueo, ofreciendo al mejor postor platino de Zimbabwe, petróleo de Sudán y Nigeria, coltan del Congo o bauxita de Guinea. Todo ello en detrimento y empobrecimiento de su propia población. La emancipación alcanzada por los países africanos fue sólo de nombre. Los límites y contrapesos que siempre habían existido en la tradición africana ya no sirvieron más de freno a los modernos gobernantes que actuaban desde el importado y foráneo modelo de nación Estado. Los líderes africanos de los últimos 50 años, salvo honrosas excepciones, han demostrado ser los peores enemigos del pueblo africano.

Aquellos supuestos liberadores empobrecieron miserablemente las recién creadas naciones africanas y las hicieron, a partir de entonces, dependientes de las ayudas externas.

Antes de los años 60, el África subsahariana era autosuficiente y podía incluso exportar alimentos. Actualmente importa más del 40% de todos los alimentos que consume. Antes de los años 70, los países africanos no recibían apenas ayuda extranjera; ahora casi un 50% del presupuesto anual de muchos de ellos depende de la misma y de las directrices del FMI y del Banco Mundial. La renta per cápita de la mayoría de ellos ha retrocedido con respecto a la alcanzada en la década de los años 50. Es el único continente en que el porcentaje de pobres ha aumentado, la tasa de analfabetismo es la mayor del mundo y los problemas de salud son endémicos. Sus instituciones son débiles, sus infraestructuras escasas y la rendición de cuentas públicas es nula. Algo esencialmente mal se ha hecho en África.

Los mismos políticos que hicieron quebrar económicamente a los países africanos en los años 60 siguen en el poder. No las mismas personas, pero sí la misma élite depredadora y ansiosa por alcanzar el poder central carente de límites. Persiste la miseria debida fundamentalmente a la misma estructura de Estado alienígena de la época colonial, tan solo que adaptada a las relaciones de patronazgo y a las redes clientelares que se estilan allí.

Para mayor desolación, según mostró el economista Paul Collier, la ayuda extranjera sirve para sufragar hasta el 40% de la compra de armas por parte de los Estados africanos. En un continente donde la inestabilidad política corre pareja a la fragilidad institucional, aquellas armas sirven generalmente para aplastar a los opositores y a la población civil sin conmiseración. Las matanzas, genocidios y guerras desatados en el África contemporánea han dejado un reguero de destrucción lasciva, caos gratuito y detritos humanos. Desde 1996 sólo las tres guerras del Congo –en las que participaron también los gobiernos de Ruanda y Uganda- han masacrado a seis millones de personas; la limpieza étnica de Sudán, ha eliminado unos dos millones. Son dos episodios horrendos, pero hay muchos más. Desde 1960, las matanzas y abusos acumulados de los diferentes gobiernos africanos surgidos tras la descolonización nada tienen que envidiar a los perpetrados durante la colonización.

A día de hoy, se cuentan por millones los refugiados que han cruzado fronteras y las personas desplazadas internamente. Es el continente con mayor número de ellos.

La corrección política internacional ha escudado reiteradamente a los déspotas dirigentes de África. Los gobiernos occidentales son reacios a condenarlos, cuando no, les brindan su apoyo decidido o imponen su influencia para proteger y engrasar sus propios intereses inconfesables. Esto es indecente. La inversión del gobierno chino en dicho continente parece seguir el mismo modus operandi. A resultas de ello, las causas profundas de los factores internos destructivos de África apenas se han podido corregir o atemperar.

Ya no basta sólo con terminar con los regímenes dictatoriales. Actualmente hay una veintena de "democracias" africanas. Bajo su paraguas, una buena parte de ellas sostiene un sistema meramente formal de elecciones para mantener la apariencia de legitimidad política. Los incontables fraudes y artimañas arruinan la mayor parte de los procesos electorales por ser poco fiables. Eso sin contar con que las papeletas de voto significan poca cosa si no existe la libertad de prensa o de opinión efectiva. Lo que mejor resume el fracaso de la moderna democracia en África es el hecho de que existan mandatarios -considerados grandes promesas con el inicio de la democratización en la década de los 80- que siguen aún hoy enquistados en el poder. Tal es el caso de Angola (Jose Eduardo dos Santos desde 1979), Zimbabwe (Robert Mugabe, desde 1980), Camerún (Paul Biya, desde 1982), Uganda (Yoweri Museveni, desde 1986) o Ruanda (Paul Kagame, desde 1994).

Algunos han manipulado o modificado autoritariamente la Constitución con el objetivo de renovar mandato a modo de sus pares chavistas al otro lado del Atlántico. Así sucedió, por ejemplo, en Guinea en el año 2001 o en Camerún, en 2008, donde se aprobó el final de la limitación del número de mandatos presidenciales. Han degenerado en falsas democracias.

Por otro lado, la supuesta libertad económica que existe actualmente en algunos países africanos apenas sirve a la población civil cuando el gobierno y sus monopolistas amigachos (cronies) copan y dominan la mayor parte de su economía. África, con sus más de treinta millones de kilómetros cuadrados, sigue sin ser liberada.


­Este comentario es parte integrante de una serie publicada acerca de los factores internos causantes de los problemas actuales de África (cleptocracias despóticas, ideologías equivocadas, fragilidad institucional, libertad secuestrada, abuso de poder, guerras civiles), así como sus posibles soluciones endógenas (reconocimiento y adaptación de las instituciones autóctonas, paz y seguridad jurídica, limitación de los poderes ejecutivos, liberar y permitir a la sociedad civil actuar en todos los ámbitos). Contradice el diagnóstico que carga, sobre todo, las tintas en los factores exógenos como explicación del origen de los primeros (neocolonialismo exterior, imperialismo, comercio internacional) y como opción más recomendable de las segundas (ayudas externas, reformas patrocinadas por el FMI o el BM). Para una lectura completa de la serie, ver también I.

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