Gran parte de las decisiones de política internacional de los gobiernos son las que menos benefician a los ciudadanos, que suelen terminar pagando sus excesos. A finales de diciembre, el gobierno iraní anunció su intención de bloquear el estrecho de Ormuz, salida natural del petróleo iraní, iraquí, kuwaití y buena parte del saudí que se dirige a las rutas comerciales del Índico y del Mar Rojo. Esta decisión no era gratuita, respondía a las de varios gobiernos occidentales de sancionar a los iraníes por su programa nuclear, ligado a las necesidades militares y expansivas del régimen de los ayatolás y no tanto a las energéticas, como finalmente ha reconocido la propia OIEA.
La primera consecuencia de la decisión iraní fue inmediata. Ante un potencial problema de abastecimiento, los precios del petróleo se dispararon, pero la imposibilidad técnica de que unas fuerzas armadas como las iraníes pudieran cerrar el estrecho moderó la fuerte subida inicial. Por lo general, este tipo de conflictos no responde a la lógica del comercio, sino a la de la política.
Los malos momentos políticos y económicos por los que pasa Estados Unidos, fruto de decisiones gubernamentales como poco discutibles, no han hecho que renuncie a su papel de policía mundial; papel que no debemos olvidar, también le hemos otorgado. Estados Unidos amenazó a Irán con impedir el cierre de Ormuz. Es cierto que un país como el iraní no puede llevarlo a cabo, pero sí que puede desde tierra o desde cualquier barco de pequeño calado usar misiles contra cualquier petrolero o mercante que navegue por el estrecho. Y esto tampoco es un tipo de acto que la V Flota de Estados Unidos pueda evitar. Por muy grande que sea el elefante, unas bacterias le pueden matar.
El problema del programa nuclear iraní no es sólo que pueda lanzar o detonar un artefacto en Israel o en otro país occidental, sino que turcos, saudíes, egipcios y cualquier otro país en la zona también quieran tener otro parecido. La proliferación nuclear y la creciente amenaza del terrorismo es un coctel demasiado peligroso para que países con tendencia a la desestabilización o con ciertos valores morales dudosos también tengan bombas nucleares. Bastante tenemos con los que ya las tienen.
Irán se siente tan fuerte que, pese a las amenazas de Estados Unidos, los ayatolás han anunciado una serie de maniobras que simulan el cierre del estrecho. Los iraníes se sienten fuertes porque tienen de su parte a los chinos, a los que venden buena parte de su producción desde que varios países occidentales se negaran a comerciar con el régimen, y a los rusos, de los que logra gran parte de sus armas.
China, por su parte, necesita satisfacer dos objetivos. El primero, las necesidades energéticas crecientes de su sociedad económicamente más próspera. El segundo objetivo es menos «beneficioso». China tiene como enemigo a Estados Unidos, por lo que no duda de aliarse con los enemigos de su enemigo si con eso saca cierta ventaja política y extiende su esfera de influencia. No es extraño que China tenga una presencia cada vez más grande en África o en América Latina, sobre todo, en países con gran cantidad de recursos naturales.
Pero a China tampoco le interesa una crisis en Oriente Medio. Si el conflicto va a más, los precios elevados del petróleo no le benefician. Además, China tiene en sus fronteras minorías musulmanas que tienen conflictos étnicos y religiosos con mayorías no musulmanas (como ya ocurren en Rusia) y una cosa es que este conflicto religioso se desarrolle en Nueva York, Londres o París y otra que ocurra en el patio trasero de Pekín. Y menos si el régimen comunista quiere dar la sensación de fortaleza interna y externa.
En el escenario analizado no he me he referido en ningún momento a empresas o personas. El libre mercado no existe ni parece que vaya a existir en las siguientes décadas. El petróleo y otros recursos naturales son propiedad de los Estados, porque estos lo han querido así, y las empresas, públicas o privadas, los explotan por concesión de una manera más o menos regulada y siempre bajo la amenaza de confiscación o de rupturas de los contratos. ¿Qué interés puede tener el ciudadano medio iraní para que su gobierno tenga un programa nuclear con intenciones agresivas? ¿Qué gana con el cierre del estrecho de Ormuz? ¿Qué ha ganado el contribuyente americano con las guerras de Irak o Afganistán en los términos que se han desarrollado? ¿Son los iraquíes o los afganos más democráticos hoy que hace una década? ¿Ganaría algo con otro conflicto en Irán? ¿Hasta qué punto la economía mundial hubiera ido por mejores sendas si buena parte de ese dinero se hubiera dedicado a otros menesteres? ¿Qué ganan los chinos con oponerse a Estados Unidos e intentar sustituirle en algunas regiones? ¿Qué sentido tiene dejar cierta libertad en algunos aspectos sociales y económicos y negarlo en política?
Las decisiones de los gobiernos y sus consecuencias no responden a criterios de mejora de los ciudadanos, sino a la salvaguarda del Estado en sí, del gobierno que lo dirige y de la ideología que lo sustenta. Y para ello trabajamos.
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