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Algunas cuestiones disputadas del anarcocapitalismo (LXXV): las incongruencias de la Agenda 2030 y la movilidad eléctrica

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En artículos anteriores hicimos referencia a como la ambición planificadora de la Unión Europea llevó a numerosas contradicciones y medidas contraproducentes que, como era de esperar, resultaron en que buena parte de los resultados previstos no sólo no se hayan llevado a cabo, sino que la situación muy probablemente haya empeorado en muchos aspectos. En este artículo me gustaría hacer referencia a los planes, reiterados en el momento en que escribo estas páginas, de transformar la movilidad individual en eléctrica en un plazo de tiempo relativamente breve (años  2035-2040).  Como ya apunté con anterioridad, no me quiero pronunciar sobre si es pertinente o no el cambio, pero si quiero hacerlo sobre la forma en que este se realiza; esto es, a través de la coerción estatal directa, mediante prohibiciones, o indirecta, mediante subvenciones o bonificaciones fiscales, en la línea clásica de la planificación indicativa francesa de los 60, muchos de cuyos practicantes estuvieron entre los fundadores del mercado común, y cuyo legado, como podemos ver, permanece aún a día de hoy en la Unión Europea.

En principio no debería ser necesaria la planificación del cambio de modelo de movilidad. La inmensa mayoría, por no decir la totalidad, de los cambios de modelo energético o de movilidad llevados a cabo en la historia no precisaron de planificación alguna. Pensemos en el paso del carro de caballos o bueyes al automóvil o al tractor o en la transición del ferrocarril al camión o del barco de vela al de vapor y luego al movido por motores diesel. Ninguno de ellos fue programado y, sin embargo, se dio sin que se reportase ningún problema digno de mención, o al menos digno de ser reportado en los libros de historia. Eso pudo ser básicamente porque fue una transición voluntaria derivada de que la nueva fuente de energía o la nueva forma de movilidad aportaban ventajas, percibidas como tales por sus potenciales usuarios. Es cuestión clave, esta última; esto es, tiene que darse alguna mejora sustancial en algún aspecto como calidad del servicio prestado por la innovación, precio relativo, potencia o simplemente que la nueva forma de movilidad o de producción energética produzca algo imposible de producir bajo la nueva técnica. La energía eléctrica, por ejemplo, es capaz de realizar funciones imposibles de llevar a cabo con la quema de carbón, como por ejemplo hacer funcionar electrodomésticos. Y esta mejora tiene que ser percibida y valorada como tal por el usuario y no sólo por los técnicos. La movilidad eléctrica, por ejemplo, pudiera ser perfectamente mucho mejor que la de combustión en potencia, limpieza o fiabilidad, pero no ser percibida como tal por cuestiones de autonomía o de tiempo de recarga que podrían en ocasiones amargar la vida de sus usuarios sin que pudiesen estos perjuicios ser compensados por los factores meramente técnicos. Otro aspecto de las transiciones, que creo ya haber comentado con anterioridad, es de que en estas acostumbran a coexistir al mismo tiempo las técnicas viejas, las actuales y las que están aún en una fase incipiente de desarrollo, es más incluso coordinándose entre sí y actuando de forma complementaria. Tampoco fue nunca necesario hacer gigantescos planes de ayuda a la transición, sea para ayudar a la adquisición de los nuevos artefactos, sea para facilitar el abandono de los viejos.

De ser esto cierto, no habría forma de explicar la necesidad de planificar el cambio de modelo de movilidad y de hacerlo con medios directamente coercitivos, como multas o sanciones, incluso penales a quien se porte “mal”, o, indirectamente, a través de subvenciones y rebajas fiscales para los que se porten bien y acaten las directrices.  Pero sí que la hay. Esta se hace necesaria para los gobiernos porque la mayoría de la población no quiere cambiar de modelo de movilidad, bien porque no dispone de medios para hacerlo, pero también porque no desea hacerlo porque no ve que las ventajas del cambio compensen los costes o porque prefiere emplear sus recursos en la adquisición de otros bienes. Y como la población, incluidas las empresas, no acepta voluntariamente el cambio, nuestros gobernantes, muchos de ellos sin gran preparación tanto en materia energética como en general, deciden que saben más que nosotros en que consiste nuestro bien y deciden implantar por la fuerza un cambio en los modelos de movilidad, para salvar nuestro planeta de nosotros mismos.  Ahora bien, porque es necesario el uso de la fuerza y la coerción para conseguir esos fines. Acaso no somos adultos que no   entendamos el problema y seamos capaces de actuar en consecuencia.

En una sociedad de mercado, lo lógico sería que una población bien informada sobre aspectos climáticos y energéticos actuase por su cuenta y sin precisar de ser obligados decidiese mudar su forma de consumo. Si esto hiciese, los mercados con mayor o menor velocidad adaptarían su producción y nos ofrecerían una amplia panoplia de productos y servicios respetuosos con el clima y el ambiente, de tal forma que al cabo de un tiempo el daño al planeta se redujese sustancialmente. Las empresas ofrecerían formas de movilidad con menos emisiones al estar los consumidores motivados a pagar por ellas y las nuevas formas de generación de energía se impondrían entre los aplausos de miles de millones de consumidores preocupados por la salud del planeta. Si esto no es así es básicamente porque los consumidores no pueden pagar aún las nuevas formas de movilidad y de ser esto correcto implicaría que tienen necesidades más imperiosas que atender, lo que rompe con la lógica de la urgencia y la gravedad del cambio climático o bien pueden, pero no quieren, porque entienden que a calidad y prestaciones de los nuevos artefactos no superan a los viejos aún siendo mucho más caros. Otro factor que indica la poca popularidad de las medidas es que a las primeras de cambio, en cuanto suben los carburantes fósiles, los gobiernos se apresuran a subvencionarlos, desmintiendo con hechos todo el discurso de la irreversibilidad de la transición y sobre todo desmintiendo su urgencia. Se nos dirá que es impopular la subida de los carburantes y que los gobiernos deban paliarlas para garantizar la paz social, algo que puede ser cierto, pero que sólo demostraría que a pesar de lo que habitualmente se expone en encuestas o medios de comunicación buena parte de la población no ha interiorizado las posibles consecuencias del cambio climático o bien no acaba de creer en ellas o que sean tan graves. De creerlo así la población, la subida de los carburantes derivados del petróleo debería ser celebrada por la población al provocar esta un más que probable descenso del consumo. Pero al no ser así todo, apunta a que la población no está muy dispuesta a sumir sacrificios severos por el clima y, por tanto, es necesario obligar a la población y establecer planes y medidas para alcanzar la transición, si es necesario por la fuerza, expresada en este caso en multas y prohibiciones, expresadas en la obligatoriedad de abandonar los motores de combustión en un plazo relativamente breve. El principal problema, a mi entender, de la transición en la movilidad hacia un modelo electrificado reside en el hecho de haber puesto un plazo para su culminación. Parece que en el 2035  si no hay revisiones no se permitirá la venta de vehículo de combustión en el espacio de la Unión Europea y se prevé que en el 2050 no pueda circular ninguno. Digo si no hay revisión porque el comisario de mercado interno viendo los problemas dijo que en 2026 se revisarían las medidas previendo que si bien no se puedan vender esos motores en la UE si puedan fabricarse para fuera para así no destruir empleo. Esto es, no emitirán CO₂ aquí, pero lo emitirán en otros países, por lo que parece que la lucha por el clima no le importa mucho. El problema de poner plazos deriva de que en una economía muy capitalizada como la nuestra la estructura de los procesos productivos es muy larga y estos consumen grandes cantidades de tiempo en su ejecución.  Además, los procesos de mercado anticipan precios futuros y las consecuencias en precios y producción se dejan sentir desde el momento en que se establece la medida. Por ejemplo, los futuros ingenieros con veinte años hoy desdeñarán estudiar o investigar sobre motores de combustión, descapitalizando facultades o centros de investigación especializados, pero ya hoy. Muchos técnicos cualificados se reciclarán, si pueden, pero sabiendo que buena parte de su capital intelectual se desvalorizará. Las fábricas de motores de combustión o especializadas en la producción de este tipo de vehículo reducirán drásticamente las inversiones que podrían haber previsto a veinte años y comenzarán a no amortizar la maquinaria especializada. Algo semejante le ocurrirá al personal especializado o no, que aparte de perder parte de sus habilidades, tendrá que reciclarse, también si puede, perdiendo buena parte su capacidad de empleabilidad en el caso de querer mudar de empleo o de cambiar de localidad. A la industria de refino le pasará algo semejante y lentamente irá cerrando y mientras tanto no hará inversiones en mejorar la calidad de su producto o en investigar en productos con menos emisiones. Todas las inversiones en mejoras en el carburante fósil o en el desarrollo de aditivos tipo ad-blue serán lentamente abandonadas, dado lo estricto de la prohibición. Todas las prometedoras ideas de mejora de la combustión tipo encendido por microondas o adaptación de motores diesel a combustibles mezclados con hidrógeno padecerán el mismo destino. Ya estamos observando como el diesel sube, por causa de la guerra y otros factores, pero también por falta de capacidad de refino. Leí en algún sitio que el 10% de las refinerías europeas ya han cerrado hoy como consecuencia de medidas previstas para más de 20 años. Y probablemente seguirá subiendo a medida que se vayan cerrando las que quedan. Mucho me temo que el diesel, en especial para los camiones, suba de precio al convertirse en un bien casi de lujo con un mercado muy específico y localizado. Muy probablemente se den cambios también en la geografía industrial, pues a diferencia de lo que muchos piensan, puede ser que no sean las actuales fábricas de automóviles las que produzcan los nuevos autos eléctricos y bien puede ser que las nuevas fábricas se instalen en otros sitios, mejor dotados para la nueva actividad. Algunas ciudades crecerán y otras se convertirán en desiertos industriales, como aconteció con otras transiciones de este tipo.  Y se darán muchos otros problemas de coordinación y cálculo, como bien enseña la teoría austríaca de la planificación y el socialismo, pues buena parte de los problemas que estamos analizando no son más que aplicaciones prácticas de la vieja doctrina de la imposibilidad del cálculo económico en el socialismo. A ella nos referiremos en un capítulo ulterior.

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