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Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo (LI): Estado, justicia y división de poderes

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La propuesta del Gobierno de España de reformar el sistema de elección de los órganos de gobierno de los jueces ha abierto un debate, más superficial que profundo, sobre el respeto a la división de poderes y sobre el grado de independencia que deberían tener los jueces en un Estado democrático. Ambas partes comparten una misma visión, la de que la justicia debe estar de una forma u otra influida por la parte política del Estado, esto es, partidos, parlamento y Ejecutivo. En lo que difieren es en el grado de control que debe tener y si este debe corresponder casi en exclusiva al partido o partidos mayoritarios o si debe estar compartido con las principales fuerzas de la oposición. De hecho, es más una lucha de poder dentro de la facción política del Estado que una lucha entre estos y los jueces, aunque estos tengan aún algo que decir al respecto. Los jueces en los Estados democráticos modernos hace ya tiempo que están sometidos al control político, y sólo de conseguir la total autonomía en la elección de sus órganos podríamos decir que han conseguido una mejora en su posición relativa.

Por pura lógica política es normal que partidos y políticos quieran controlar a la judicatura. Como ya vimos, los distintos grupos que componen la estructura del Estado luchan y compiten políticamente entre sí, de forma permanente, por el control de lo que Oppenheimer denomina medios políticos. Operan en un medio anárquico y, por lo tanto, necesitan de pactos entre sí para que el Estado pueda funcionar, pero al operar en un entorno en el que la capacidad de obtener recursos está limitada a la capacidad de extracción de los mismos del resto de la sociedad, en muchas ocasiones sus relaciones son de suma cero, esto es, el poder que uno obtiene es a costa del poder de otros. Cualquier cesión de uno de los grupos es para incrementar el poder de otros, con el límite crítico de que la coalición se deshaga y pierdan todos.

Los políticos necesitan jueces independientes en buena medida como forma de legitimación del sistema político democrático, de tal forma que pueda existir la imagen de una división de poderes y de un ente que controle las desviaciones de poder de los gobernantes. Además, sirve como garantía para los integrantes de la clase política que estén en ese momento en labores de oposición para que sus derechos no sean vulnerados. Pero tampoco les interesa que la autonomía de los jueces sea total, pues de serlo estos podrán neutralizar sus políticas (como bien aprendió Roosevelt en el New Deal) o bien incluso destituirlos o inhabilitarlos para su función, como ocurre con frecuencia en muchos países del mundo. Incluso en algunos casos se ha llegado a hablar de golpes de Estado judiciales, algo perfectamente posible pues, como sabemos, el golpe de Estado se produce cuando una facción del Estado se enfrenta a otra. Algunos acontecimientos recientes sucedidos en Brasil no habrían sido posibles sin la participación, entre otros, del juez Moro, luego ministro de Bolsonaro, que contribuyó al apartamiento del poder de Dilma Rouseff y a la inhabilitación de Lula da Silva. Además, una justicia plenamente independiente podría crear un grupo de jueces casi irresponsable, pues no habría poder externo capaz de controlar sus funciones y podríamos caer en una suerte de despotismo judicial. Recordemos que los jueces, por lo menos en nuestro país, cuentan con una enorme autonomía. En primer lugar, porque controlan el acceso a la carrera judicial, esto es, deciden quién puede ser juez y qué requisitos debe tener. En principio está restringido a titulados en Derecho, algo que habría que explicar con calma, porque no se de dónde se deduce que un titulado en Derecho tenga necesariamente  que ser capaz de juzgar mejor que un psicólogo, por ejemplo, sobre determinadas conductas antisociales, o incluso que un economista o un administrador de empresas sobre determinados “delitos” económicos como los derivados de las políticas antitrust.  De la misma forma que un juez jurista recibe apoyo técnico de especialistas jueces de otras áreas de conocimiento, podrían tener apoyo de juristas en casos complicados. Circunscribir la profesión a unos determinados estudios tiene bastante de corporativismo, con el problema de que prima la racionalidad jurídica sobre otras racionalidades, que bien podrían enriquecer la profesión. Pero además de restringir el acceso, los órganos corporativos de gobierno de los jueces son los que establecen los criterios de acceso a la función judicial, esto es, establecen cuáles son las formas en que se puede acceder (examen, práctica profesional, etc.) y en cualquier caso determinan cuáles deben ser los contenidos prácticos o teóricos de dichos requisitos. La carrera habitual de juez prima la capacidad de realización de exámenes sobre cualquier otro considerando, sin tener en cuenta que habilidades no demostrables delante de un tribunal pueden ser tan importantes como la capacidad memorística o de redacción. Muchas profesiones de prestigio y de alta responsabilidad no son seleccionadas por examen o sólo por examen, sino por el desempeño del puesto. Y, por supuesto, así debería ser también en la judicatura. El examen, con su origen en el mandarinato chino, es una forma supuestamente objetiva de selección, siempre y cuando se tuviesen en cuenta otros valores imposibles de medir con una prueba de selección. Por otra parte, la mayoría de los contenidos de las pruebas son de carácter jurídico-legal, y se podría echar en falta destreza en otras áreas de conocimiento relevantes para su función, entre ellas la de evaluar las consecuencias que para la economía, la salud o cualquier otro área relevante de la vida social puedan tener sus decisiones. Algunas sentencias, con razonamiento jurídico impecable, han arruinado sectores enteros (pensemos en las sentencias sobre hipotecas o cláusulas suelo), sin que parezca en ocasiones importarles mucho.

Es pues probable que jueces formados de forma semejante y fuertemente corporativizados no sean los mejores jueces (valga la redundancia) de sí mismos, y que tiendan a elegir entre ellos a los que mejor se adecuen a sus propios valores. Otras profesiones también relevantes no escogen a sus representantes ni a sus órganos de gobierno, y no tiene por qué pasar nada grave, salvo que se proponga que todas las profesiones lo hagan. En última instancia es un problema de responsabilidad, pues en caso de una mala praxis y de llegar el caso de un conflicto, unos jueces absolutamente independientes sería juzgados por compañeros con los que no es raro que tengan alguna relación (buena o mala) y, por tanto, su neutralidad puede verse alterada. Sería necesario algún tipo de control externo también en esta profesión. La justicia no estatal allí donde existió no tenía este tipo de problemas, pues era externa al poder político y operaba habitualmente en un marco de libre elección. En la llamada justicia de cadí, como la describe Weber, el juez usualmente era una persona altamente respetada por sus conocimientos, recto juicio, nobleza o santidad, y operaba de forma independiente al poder político, y sus veredictos eran acatados por las partes debido precisamente a su reputación de ecuanimidad. Los criterios de justicia no venían pautados por normas o procedimientos escritos, sino que se confiaba en el buen criterio del juez, que responde con el prestigio de sus sentencias De ser sus sentencias venales o parciales perdería su reputación, y con ello la propia capacidad de ejercer de juez. No dudamos que este modelo no haya estado sujeto a corruptelas o fraudes, como cualquier otra actividad comercial, pero los incentivos funcionan y mucho en contra de tales prácticas. De hecho, la propia posibilidad de escoger al juez (o bien como en el oeste americano preestatal, que cada parte escoja a uno y haya un tercer juez escogido por consenso) y que este no opere obligatoriamente de forma monopolista contribuye a mejorar la calidad de las sentencias. Es más, que el juez sea ajeno al poder estatal contribuye mucho a la limitación del poder del mismo, puesto que los agentes estatales podrían pasar por actores que estos no pueden controlar fácilmente, y de hacerlo supondría una gran pérdida de reputación para ambos. A su vez, los jueces verían limitada su discreción o su venalidad por el propio sistema de competencia que faculta a las partes a hacer uso de otros de ser menester. En el caso de crear algún tipo de órgano de control de los jueces dentro del propio aparato del Estado, sea en el Ejecutivo, sea en el legislativo, se corre el riesgo de que ese órgano se acabe subordinando a la propia legislatura y elimine lo que se pretendía establecer, el principio de una justicia independiente.

Otra cuestión que puede plantearse es como se garantizaría la ejecución de una sentencia en una supuesta sociedad de propiedad privada. Antes de analizarlo debemos tener en cuenta que incluso en una sociedad con justicia estatal no hay ninguna garantía de que las sentencias sean cumplidas, y más si afectan a alguna de las otras ramas del Gobierno. Creo recordar que el presidente Jackson de los Estados Unidos se negó a cumplir una sentencia judicial, y los jueces no pudieron hacer nada al no tener un aparato coactivo a sus servicio. Y sin llegar a este extremo es bien sabido que existen decenas de sentencias judiciales durmiendo el sueño de los justos, haciendo honor al viejo lema de los virreyes españoles de Indias, aquello de “acátese pero no se cumpla”. Si eso ya es así en una sociedad estatalizada, cabría pensar que en una sin esta cualidad la ejecución de las sentencias sería mucho más difícil. Es cierto que se podrían dar problemas, sobre todo al no estar acostumbrados a este modelo, pero en cualquier acción judicial ya partiríamos con el a priori de que no existen instituciones monopolistas que se encarguen de tal función y, por tanto, se haría necesario idearlas. De hecho, haciendo arqueología intelectual, podemos ver cómo se resolvían los conflictos judiciales en estas situaciones. Por ejemplo, en caso de que una de las partes no tenga los medios para hacer cumplir las resoluciones, algunos pueblos antiguos recurrían a la venta del derecho a alguien que sí contase con los medios de hacerlas cumplir. Algo semejante hacemos a día de hoy cuando vendemos una deuda a una agencia encargada de cobro de morosos o alquilamos sus servicios.  También pueden ser usados mecanismos diversos de exclusión social al incumplidor. Las viejas técnicas de marcado, propias de la justicia antigua, podrían ser usados en casos así usando los modernos medios informáticos. Es de prever que en una sociedad sin justicia penal estatalizada no todos los delitos se castigarían como ahora con penas de prisión, pues no todos los delitos implican igual riesgo de daño físico para el resto de la sociedad. No es lo mismo un asesino que un estafador por internet, por ejemplo, y mientras que el último podría resolver su caso con restitución o castigo pecuniario, del primero si que podría discutirse la privación de libertad. No soy penalista ni experto en ética, por lo que no me atrevo a ponderar cuáles deberían ser las penas apropiadas a cada delito. No sé si sería admisible algún tipo de trabajo forzoso para financiar la restitución del daño. No es imposible técnicamente y resolvería muchos problemas de financiación del sistema penal, por lo que el debate vendría de si es admisible éticamente o no.

Lo que sí sé es que existen muchas formas factibles de hacer justicia sin hacer uso del Estado, y más con la tecnología actual. Muchas de ellas se han usado y se usan para estos menesteres, por lo que el debate no es de factibilidad sino de legitimidad en su uso. Y por aquí debería discurrir el debate.

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