Tres años y medio después de asestar el golpe más sistemático contra la igualdad de las personas ante la Ley por razón de sexo en muchos años, las insidiosas consecuencias de la promulgación de la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres se van desplegando de forma rutinaria.
Muchos incautos pensaron que toda la historia consistía en el nombramiento de una jovencita adoctrinada y alimentada desde su infancia en el socialismo como titular del orwelliano “ministerio de igualdad” y confundieron sus anuncios sectarios con las poses de una mala actriz. Si alguien no le hace ascos a ocupar una dirección general del flamenco en el gobierno regional andaluz (¿cabe imaginar una dirección general del Rock&Roll en Memphis (Tennessee) o Liverpool (Merseyside)?) parece muy probable que sea capaz, con el mismo descaro, de apropiarse y apadrinar cualquier símbolo con el que sustentar su poder y el de los miembros de su banda.
Pero el asunto tiene una trascendencia mucho mayor. Liberados los trabajadores del yugo del socialismo que les reducía a un colectivo amorfo, los socialistas viraron hacia otros caladeros donde pescar buscadores de rentas que les brindaran el poder comprando sus voluntades. El último berrido del más amplio movimiento posmoderno se abría camino entre sus estrategas y agit-props. Para ello se aplicaron en este caso a una pretensión, ridícula en apariencia, que hasta finales de los años ochenta del pasado siglo sólo cabía en las mentes delirantes de las feministas más atrabiliarias. Se trataba de partir en dos mitades a los miembros de la sociedad, rememorando esa dicotomía malograda de capitalista/proletario, para presentarse como los benefactores y defensores de las víctimas históricas: las mujeres.
Aunque se aprecian sustanciales diferencias sobre el alcance de los postulados igualitaristas que se enuncian y el grado de coacción a aplicar para conseguirlos, las patrañas del feminismo forzoso han logrado permear casi todo el espectro político de los países occidentales. Paradójicamente, jamás las mujeres habían llegado, en relación a los hombres, a unas condiciones de igualdad jurídica semejantes a las que disfrutaban por la previa evolución de estas sociedades. Por cierto, una situación que dista años luz de las humillaciones rutinarias a las que son sometidas en países regidos por las versiones más retrógradas del islam. Como ha denunciado tan convincentemente Ayaan Hirsi Ali, los ungidos como protectores de las mujeres en Occidente se muestran extraordinariamente condescendientes con la manifiesta desigualdad jurídica y las humillaciones que las mismas padecen en los países musulmanes como mera consecuencia de su sexo, cuando no lo justifican apelando a un abyecto polilogismo multicultural. Cuestión diferente es la estrategia que debamos adoptar ante esos casos quiénes sentimos repugnancia por esas relaciones de semiesclavitud de unos seres humanos con otros.
Sea como fuere, ya no bastaba con conseguir la igualdad ante la ley, sino que urgía imponer la “paridad” de la participación de hombres y mujeres como sinónimo de igualdad efectiva, incluso en ámbitos privados. Los mecanismos para hacer cumplir esas medidas mediante la coacción y las no menos importantes recompensas que obtienen las empresas contratistas de los poderes públicos, los medios de comunicación y las organizaciones creadas ad hoc de los poderes públicos trascienden a las personas que en un momento determinado se encargan de sacudir a la sociedad.
Concretamente, en el ámbito privado, con el pretexto de conseguir la igualdad efectiva entre hombres mujeres en el trabajo se introducen no pocas astillas para atizar la guerra de los sexos. De paso, se crea una legión de expertos en elaboración de planes de igualdad, defensores entusiastas de las medidas de discriminación positiva, entre otras razones porque facturan por ese trabajo y se ha elevado esa ideología a la dudosa categoría de asignatura académica que deben conocer forzosamente fiscales, jueces, funcionarios y empresarios.
Aparte de la anulación de la candidatura del Partido Popular al Ayuntamiento de Garachico (Tenerife) compuesta enteramente por mujeres, dado que no cumplía los criterios obligatorios de paridad impuestas por la ley de marras, convalidada por el desprestigiado Tribunal Constitucional; la prohibición a las aseguradoras de ofrecer primas más ventajosas para las mujeres en los seguros de coches y el fomento de la “presencia equilibrada” de mujeres y hombres en los consejos de administración de sociedades mercantiles, poco se ha hablado de las prescripciones del capítulo tercero del título cuarto de la ley, que imponen directamente a las empresas la adopción de medidas contra la discriminación laboral entre hombre y mujeres, las cuáles formarán parte de los puntos de la negociación colectiva con los sindicatos. En el caso de aquellas que superan los 250 trabajadores deben elaborar y aplicar obligatoriamente los denominados planes de igualdad, que se definen en la propia ley como las “medidas, adoptadas después de realizar un diagnóstico de situación, tendentes a alcanzar en la empresa la igualdad de trato y de oportunidades entre mujeres y hombres y a eliminar la discriminación por razón de sexo”.
Paralelamente, una modificación de la Ley de Infracciones y Sanciones del Orden Social contenida en la Ley (disposición adicional 14ª) tipifica como infracciones muy graves de las empresas el incumplimiento de las obligaciones en esta materia.
Se atribuye la vigilancia y control de la puesta en marcha de estas medidas en las empresas a la autoridad laboral (bajo el mando de las comunidades autónomas) la cual, aparte de sus poderosas armas inquisitivas de la inspección de trabajo y sancionadoras, puede sustituir sanciones accesorias por la orden de adoptar esos planes de igualdad según su discrecional criterio.
Todo este intervencionismo, con la esperada colaboración de sindicatos afines, está llamando a la corrupción institucionalizada, como si se tratara de un peaje, dañino en cualquier caso, a pagar por cualquiera que ejerza una actividad empresarial a los nuevos adláteres del Gobierno, llamados ahora “auditores de igualdad”. En el peor de los casos al chantaje directo a los empresarios por parte de los políticos de turno o funcionarios, gracias a los múltiples pretextos ofrecidos por la ley.
En el futuro, para eliminar la opresión del gobierno en este campo, no bastará la eliminación el Ministerio de Igualdad, reclamación que, a modo de chirigota, aprovechando que la depresión económica aconseja reducir drásticamente los órganos administrativos, se prodiga tanto. La ley que se comenta ha incrustado tantas excrecencias en los aparatos de policía administrativa de los poderes públicos que se hace imprescindible su derogación pura y simple. La igualdad ante la Ley resulta incompatible con la discriminación. Aunque se la llame positiva.
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