Sin entrar a valorar la teoría randiana de que el amor es una emoción egoísta, cabría preguntarse por qué hay quienes prefieren odiar antes que amar los frutos que engendra la libertad humana.
El juego electoral conduce inevitablemente a la sentimentalización de la política y en no pocos casos nos obstinamos en racionalizar con sesudos argumentos la causa de la libertad. Las mayorías se mueven por las pasiones que desatan algunas ideas y con ellas se legislan realidades que nos afectan a diario. Mil argumentos pueden ser rebatidos por una sola emoción, empatizar con el débil puede llevar a las masas a legislar para ayudar a quienes lo necesitan sin cuantificar ni tener en cuenta las consecuencias no deseadas que eso puede llevar. No es el mercado el que produce unas externalidades insalvables sino que el propio mercado, en un movimiento perpetuo, se abre a las necesidades que en cada momento la gente demanda. Sin esperar cuatro años para votar ni maniobrar en el molde estrecho de estas o aquellas siglas políticas.
Ningún gobierno genera riqueza, los empresarios han hecho más que cualquier político por mejorar nuestras vidas al innovar y prever nuestras necesidades futuras. Más allá de la filantropía, esos beneficios sociales generados por el capitalismo que se redistribuyen entre todos son la consecuencia de la libertad. En palabras de Adam Smith, "no es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades, sino de sus ventajas".
No es tanto el amor al prójimo como a uno mismo el que nos hace trabajar cada día con la voluntad de mejorar y competir. Nuestras pasiones nos motivan y nos hacen mejores, aquello que producimos revierte en ganancia social que otros disfrutarán sin que nosotros les tuviéramos siquiera en mente. Cuando ahorramos acumulamos capital que más tarde podremos invertir en una empresa que generará beneficios y tendrá empleados; o simplemente con nuestro consumo enriqueceremos al panadero que se levanta cada mañana para hacer el pan. No porque quiera darnos de comer como un gobierno paternalista sino para mejorar y, por poner un ejemplo, crear una cadena de panaderías que conseguirá que más gente tenga acceso a ese pan recién hecho y a un precio más barato. Es un supuesto, pero como este hay millones, desde los coches que utilizamos para desplazarnos a diario hasta los aviones que nos permiten recorrer distancias antaño inabarcables cada vez por menos dinero, pasando por los ascensores que nos permiten optimizar el suelo con viviendas más baratas. La escasez de recursos solo tiene un límite, la capacidad innovadora de los emprendedores, que no es otra que amor a sí mismos y a sus capacidades.
El liberalismo es un canto al amor, a uno mismo y a los demás. Porque todo lo que se hace mediante coacción no puede ser amor, como los impuestos no son contribuciones voluntarias sino una parte de nuestra productividad que el Estado requisa. El capitalismo no se basa en una falsa solidaridad en la que ayudamos al prójimo con el dinero ajeno para limpiar nuestra conciencia sino que consigue que, sin ser su objetivo, la vida de millones de desconocidos pueda ser mejor o sean más felices. A esto cabría añadir la dimensión solidaria del ser humano capaz de ayudar al necesitado de forma desprendida con sus propios recursos sin necesidad de que nadie le obligue a ello. Hay quienes pretenden legislar incluso sobre el amor pero mejor nos iría si actuásemos como verdaderos amantes de la libertad. Porque es buena en sí misma y porque sus consecuencias también son positivas.
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