La orden ejecutiva “sobre la prevención y lucha contra la discriminación basada en la identidad sexual o la orientación sexual” emitida por el presidente de los Estados Unidos, Joseph Biden, el pasado 20 de enero[i], suscitó alguna críticas en contra, la mayoría de las cuales se centraron en la frase: “Los niños deberían poder aprender sin preocuparse por si se les denegará el acceso al lavabo, el vestuario, o a deportes escolares”. Los principales argumentos de estas críticas han hecho alusión a posibles problemas de seguridad para las mujeres y niñas (abusos sexuales en lavabos o vestuarios), y a perjuicios a las mujeres en el ámbito deportivo. Contrarrestaré los argumentos de estas críticas sobre la base de un análisis del trasfondo conceptual, el principio de libertad personal, y la prevalencia de lo privado por sobre lo público.
Advertencia sobre malos usos de los conceptos “sexo” y “género”
El sexo de una persona no suele ser motivo de debate en la mayoría de las situaciones vitales, pero ello no implica que el concepto de “sexo” esté ajeno a los juegos de lenguaje (en el sentido wittgensteineano[ii]). El concepto “sexo” es útil en contextos de medicina y biología (o contextos derivados de éstos). Más allá de estos contextos, puede funcionar, o bien tornarse problemático, como cuando buscamos definir la esencia de lo que constituye el sexo (masculino o femenino)[iii]. A raíz de este tipo de problemática, ha surgido en las ciencias sociales el concepto de “género”, que denomina el constructo social de los roles, comportamientos, actividades y atributos considerados apropiados para hombres y mujeres, distinguiéndolo de las características biológicas heredadas.
La pragmática del término “género” es acaso más amplia que la de “sexo” ya que, en principio, abarca todas las áreas restantes de la vida. La diferenciación entre ambos conceptos es importante en el ámbito académico. Ello no invalida el uso referencial de ambos términos en la vida diaria, como quien habla de manera informal e inofensiva de alguien blanco o negro sin rigor conceptual. Aparte de esos dos tipos de uso aceptables, existen malos usos de estos conceptos, frecuentes en las proposiciones de políticos, periodistas o contertulios.
Un problema común al usar estas palabras en una proposición es la falta de claridad. A menudo, “sexo” y “género” se utilizan indistintamente por desconocimiento (el hablante ni se percata de la diferenciación), confusión (el hablante sabe que existen ambos conceptos, pero no tiene claros los límites de uno y otro), o negación (el que aboga porque “sólo hay dos sexos” y se resiste de cuajo a considerar la posibilidad de que exista un segundo concepto no basado en la biología).
Pero hay otro problema de carácter moral, y es que, las más de las veces, estos conceptos se utilizan para hacer juicios colectivistas que limitan las libertades individuales encasillando a las personas. Por lo general, apuntan a establecer “lo que eres” y “lo que debes o puedes hacer según lo que eres”. Con respecto a la definición de los sexos y los géneros, es muy raro encontrar en el debate público verdaderas argumentaciones más allá de meras enunciaciones de “cómo son las cosas”.
Si bien es complejo poder establecerlo, parecerían subyacer motivaciones psicológicas para imponer de manera autoritaria la concepción de preferencia en esta materia. Por un lado está el miedo: a aceptar la diversidad en el caso de algunos conservadores, y a ser socialmente rechazado en el caso de miembros de minorías sexuales o de orientación sexual. Por otro lado obra el deseo de favorecer o denigrar determinadas facciones políticas con las que se asocia tal o cual idea respecto del sexo y el género, incurriendo así en el prejuicio del tribalismo político.
Discriminación
La palabra “discriminación” tiene hoy una connotación negativa, pero debemos aceptar que discriminar es algo que hacemos a diario. Es justamente porque aceptamos su inevitabilidad, que procuramos distinguir entre criterios deseables y no deseables de discriminación, identificando “características protegidas”, tales como edad, género, sexo, orientación sexual, embarazo, discapacidad, estado civil, raza, o religión[iv].
Más allá de que nos parezca razonable evitar la discriminación basada en estas características, obsérvese que algunas de ellas describen lo que se es y son más difíciles de cambiar o disimular (por ejemplo: edad, discapacidad, raza), mientras que otras dependen más del comportamiento (por ejemplo: estado civil, embarazo, orientación sexual). Es frecuente vincular los debates acerca de lo que constituye herencia frente a lo que es producto de la crianza, a cuestiones de derechos.
Esto se ha dado claramente en el caso de la orientación (y también la identidad) sexual. La idea subyacente es que, si se trata de algo heredado que la propia persona no puede cambiar, está más justificada la prohibición de discriminar basándose en esa característica. Como constatamos al echar un vistazo a la lista de características que suelen estar protegidas por la ley, esto es problemático.
Por un lado, hay características protegidas que la persona puede modificar, atemperar o disimular en alguna medida. Por otro lado, hay características no protegidas que no pareciera ser posible que la persona pueda controlar (parecen tener bastante de heredado), tales como el nivel de talento, fuerza, inteligencia, etc., y por las que discriminamos todo el tiempo. La cuestión se complica aún más, si consideramos que las características que dependen de la crianza y no sólo de la herencia también pueden ser difíciles de cambiar en la adultez. Por todo ello, la cualidad de heredado o adquirido de una característica no es un fundamento válido para la adscripción o no de derechos.
Además de la importancia de los criterios de discriminación aplicados, es necesario distinguir los ámbitos en que se efectúa la discriminación. Atendiendo al principio de la autonomía de la voluntad, debería permitirse que los dueños o autoridades de cada entidad privada establezcan, en su ámbito privado, las discriminaciones que deseen.
El conflicto entre este principio y el de igualdad constituye una compleja área de la filosofía del derecho, pero la distinción de ámbito es crucial[v]. Por su lado, en el ámbito público, el Estado debe afrontar el eterno problema de su falta de autoridad política. Al pretender universalidad, habrá situaciones tales como las que considero a continuación, en las que el Estado caerá inevitablemente en arbitrariedades que conculcan libertades discriminando a favor de algunos individuos por sobre otros. Y digo “arbitrariedades” para distinguirlas de intervenciones que apuntan a prevenir la falta de respeto irrestricto al proyecto de vida del otro.
En resumen, con los temas de discriminación afrontamos dos problemas. En el ámbito privado, los principios-guía de la autonomía de la voluntad y la libertad personal, junto a otros principios liberales, no nos proporcionan condiciones suficientes y necesarias para determinar nuestras decisiones. Sin embargo ayudan a ejercitar la maximización de la tolerancia, lo que es especialmente importante en intercambios contractuales o en espacios en los que se brindan servicios al público[vi].
En cuanto al rol del Estado, es preferible que éste no se entrometa en el ámbito privado. La intervención estatal no nos garantiza una sociedad más abierta y tolerante, ya que el Estado es tan pasible de incurrir en discriminaciones indeseadas como cualquier agente privado[vii]. No obstante, para los agentes estatales, persiste un problema adicional, que consiste en afrontar los mismos dilemas morales que un agente privado (es decir: cómo discriminar), con el agravante de la pretensión de universalidad. El individuo discriminado por el Estado se encuentra ante un monopolio[viii]. Para una persona que ha sido discriminada por otra persona o entidad privada, es más factible encontrar alternativas en el mercado, que para el que ha sido discriminado por el Estado.
Aplicación a algunas cuestiones puntuales
Luego de estas consideraciones conceptuales, volvamos a los dos puntos de la orden ejecutiva de Biden que generaron revuelo. En primer lugar, atendiendo a la autonomía de la voluntad, cada establecimiento debería poder configurar su esquema y régimen de lavabos y vestuarios con libertad. En los lugares con acceso público, el esquema podría señalizarse en la fachada o en los cristales exteriores, o bien el cliente podría preguntar. De hecho, algo así se ha dado con las señalizaciones mediante algún símbolo de colores de la bandera LGTB para indicar que un lugar es gay-friendly.
En definitiva, que el esquema de lavabos (o vestuarios) sea una prestación más que pueda incidir en nuestra elección de acudir o no a cada local[ix]. Así, habría locales con lavabos heteronormativos, otros con lavabos unisex, otros con tres lavabos, etc. Algunos podrían discriminar el acceso por vestimenta, portación de genital, nuez de Adán, carga hormonal, registro vocal, o combinaciones de esas, otras o ninguna de esas características. Y cada uno elegiría el local en el que se encuentre más a gusto.
En el caso de las dependencias estatales –que a esto apunta primordialmente la orden de Biden-, me inclino por lavabos y vestuarios no discriminados por identidad de género ni por orientación sexual. Recordemos que el agente estatal se encuentra en el dilema de tener que definir una norma con pretensión de universalidad; no puede relevarse de pronunciarse, y lo que decida impondrá un monopolio. Por lo tanto, la decisión debería ser lo más inclusiva posible.
Los argumentos que alegan posibles abusos sexuales a las mujeres son poco persuasivos. Se aduce que la mujer es más débil físicamente, pero esto es un criterio colectivo que no obsta que cualquier persona que sea físicamente más débil que otra corre un riesgo mayor de ser víctima de abuso. ¿Deberíamos dividir los lavabos por grado de fuerza física? Además, las personas trans (trans de hombre a mujer [HaM], trans de mujer a hombre [MaH], o no-binarias), al igual que cualquier otra persona pueden ser tanto víctimas como victimarios de abuso.
El ámbito escolar público no es cualitativamente distinto a otros en este respecto. Lo que es evidente en todo esto, es que lo que está mal y ha de prevenirse es el abuso sexual en los lavabos o vestuarios. Más razonable que ponerse a dividir los lavabos por criterios colectivos aludiendo al riesgo de abuso sexual, es dedicarse directamente a idear e implementar concretas medidas preventivas de seguridad.
En la misma línea de pensamiento, las competencias deportivas privadas deberían poder optar por los criterios de elegibilidad para los participantes. El Concejo Olímpico Internacional determina las categorías basándose en niveles de testosterona[x]. Es un criterio arbitrario como cualquier otro. Además, ese criterio se aplica para delimitar dos categorías, ¿pero por qué sólo dos?
De manera similar a cómo las categorías son delimitadas por peso en el boxeo, en otros deportes podría haber varias categorías por niveles de testosterona. ¿Qué necesidad hay de denominar a estas categorías “masculina” y “femenina” u “hombres” y “mujeres”? Nótese que en esta cuestión, los reclamos surgen por casos de trans HaM que intentan participar en competencias femeninas, y no por trans MaH que intentan participar en competencias masculinas. Esto es porque las mujeres pierden abrumadoramente frente a trans HaM, mientras que las trans MaH no amenazan el dominio deportivo de los hombres.
En cuanto a las competencias estatales, en primer lugar, la necesidad de que haya ligas certificadas por los Estados no deja de ser cuestionable. Podemos imaginar esquemas enteramente privados. Pero, aceptando el hecho de que este tipo de ligas ya existe, en este caso me inclino por que sean competencias que no discriminen por identidad de género ni por orientación sexual.
Esto muy probablemente resulte en una amplia superioridad de resultados deportivos por parte de los hombres (biológicos) por sobre las mujeres (biológicas). No veo nada malo en ello. Es un hecho de la vida, y la pretensión de soslayarlo, lejos de favorecer a la valoración de la mujer, se basa en la asociación directa del rendimiento deportivo (o incluso competitivo) con el valor moral, espiritual o intrínseco de la mujer. Esto es valorar a las mujeres (y a los hombres también) por los criterios equivocados y no comprender que nuestras diferencias biológicas no nos hacen mejor o peor personas.
De hecho, la discriminación ya es efectiva en la actualidad, porque los deportistas mejores pagos y que más ingresos generan son hombres. Y en todo caso, siempre estará la posibilidad de organizar ligas privadas con los criterios discriminatorios que se deseen. Desde luego, cualquier cambio en los criterios de discriminación se debería implementar muy gradualmente, de manera de no cambiar las reglas de juego abruptamente y perjudicar así injustamente a competidoras que ya están en actividad.
Veamos que los mismos criterios se pueden aplicar a otras cuestiones puntuales similares. Por ejemplo, la edad jubilatoria no debería determinarse por el sexo biológico o la identidad de género. Tampoco se justifica que el sexo de la persona deba figurar en documentos de identidad. Antiguamente, los documentos incluían una descripción racial que ha caído en desuso. Lo mismo debería ocurrir con el sexo[xi].
En todas estas cuestiones específicas, si hacemos prevalecer al individuo por sobre su pertenencia a un colectivo, la percepción propia o ajena del sexo o del género se torna irrelevante. De esta manera, sorteamos los malos usos de los conceptos de “sexo” y “género” para justificar cualquier posición. Por último, una breve nota en relación al lenguaje: no hay necesidad de incurrir en tortuosos engendros lingüísticos para demostrar que se es tolerante o inclusivo, ni siquiera en el ámbito público.
No obstante ello, debemos considerar cómo dirigirnos a las personas que percibimos visualmente como trans. Aplicando el mismo criterio de siempre, en el ámbito privado debe obrar la libertad para dirigirse a una persona como se desee. Sin embargo esto no nos impide ver que lo más adecuado, en términos de buena educación y respeto, es dirigirse a las personas con el género acorde al tipo de vestimenta que llevan (así como otros rasgos de comportamiento). En la mayoría de los casos, la vestimenta de una persona indica su identidad sexual de preferencia. Este código de indumentaria y conducta lingüística es semejante al trato con personas de mayor edad, sobre todo ancianos. Si bien uno tiene la libertad de tutearlos, no es ésa la manera en que solemos dirigimos a ello
[i] https://www.whitehouse.gov/briefing-room/presidential-actions/2021/01/20/executive-order-preventing-and-combating-discrimination-on-basis-of-gender-identity-or-sexual-orientation/
[ii] https://es.wikipedia.org/wiki/Juego_del_lenguaje_(filosof%C3%ADa)
[iii] Lo que Wittgenstein describía como “cuando el lenguaje se va de vacaciones”.
[iv] Ejemplo de la ley británica: https://www.gov.uk/discrimination-your-rights
[v] Ejemplo de la ley española, sentencia del Tribunal Constitucional de España: “…en el ámbito de las relaciones privadas […] los derechos fundamentales y, entre ellos, el principio de igualdad, han de aplicarse matizadamente, pues han de hacerse compatibles con otros valores o parámetros que tienen su último origen en el principio de la autonomía de la voluntad, y que se manifiestan a través de los derechos y deberes que nacen de la relación contractual creada por las partes o de la correspondiente situación jurídica.”
[vi] La ley suele diferenciar estos espacios (por ejemplo, bares, restaurantes, tiendas, etc.), de los de asociaciones, con miembros, que no proveen servicios al público.
[vii] La Alemania nazi, por poner un ejemplo evidente.
[viii] A excepción de la dudosa “opción” del exilio.
[ix] Prácticas análogas eran, hasta hace poco al menos, las señalizaciones de WiFi.
[x] https://www.worldathletics.org/news/press-release/eligibility-regulations-for-female-classifica
[xi] Un avance en este sentido es el Artículo 13 del Título II (p.17) del borrador de la “Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans” publicado por el Ministerio de Igualdad español, en el que se establece “[…] que los documentos oficiales de identificación puedan omitir, a petición de la persona interesada, la mención relativa al sexo.” Mejor aún sería suprimir por completo el atributo “sexo” en los documentos, ya que evitaría polémicas innecesarias.
https://www.newtral.es/wp-content/uploads/2021/02/2021-02-02_Borrador-Ley-Trans.pdf?x42453
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