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Anatomía de las patentes de corso

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Favorecidos por un entramado institucional que las permite, los delincuentes poderosos traman en España enrevesadas operaciones de elusión de sus responsabilidades. Las patentes de corso actuales ya no son autorizaciones expresas repartidas por el gobierno a unos cuantos privilegiados para realizar actos prohibidos a los demás. En consonancia con la opacidad característica del proceso político partitocrático, se trata más bien de sobreentendidos sobre la plena disponibilidad de instrumentos y prácticas, legales e ilegales, para controlar las consecuencias que el descubrimiento de sus delitos podría depararles. Básicamente, verse sometidos a un juicio público que puede derivar en una pena de prisión y el pago de una indemnización como responsabilidad civil a los damnificados.

Esos medios van desde el intento de ocultación del delito (el encubrimiento define la actuación de quien no interviene en el delito originario) pasando por el aforamiento de la élite político administrativa o la extraña credulidad e indolencia de los jueces que examinan los casos denunciados hacia las justificaciones ofrecidas por autoridades investigadas o juzgadas, y terminan con las enmiendas a las condenas en manos del ejecutivo a través del indulto, total o parcial, y los beneficios penitenciarios que modifican el cumplimiento real y efectivo de las penas.

Resulta conveniente repasar la anterior lista de medios que exceden el legítimo derecho de defensa para comprender que solamente determinados servidores del Estado, o personas muy bien relacionadas con ellos, tienen a su disposición el elenco completo. Dada la tendencia insaciable del estamento político por blindarse ante cualquier resquicio de exigencia de responsabilidades, el gobierno actual de Mariano Rajoy Brey pretende añadir a los anteriores mecanismos la asignación al Ministerio Fiscal de la instrucción penal contenida en una propuesta de Ley de Enjuiciamiento Criminal nueva.

Eximir, sin más, a alguien de la aplicación de leyes penales -prototipo de normas de aplicación general y universal- presenta indudables dificultades jurídicas (vulneración grosera del principio de igualdad ante la Ley) y políticas, pues la opinión pública puede mostrarse muy renuente a aceptar privilegios declarados abiertamente, sobre todo, en relación a los crímenes que suscitan mayor rechazo. Aun admitiendo cierta volubilidad de esas tendencias, como muestra la experiencia en relación al asesinato (indiferencia mayoritaria ante la impunidad en la masacre del 11-M o los oscuros apaños con los asesinos políticos de la ETA), lo cierto es que la única persona que goza de irresponsabilidad penal de manera explícita en el régimen constitucional español es el Rey (Art. 56.3 CE). Parecía que ese privilegio quedaba contrarrestado con el control político de la actuación del monarca por parte del gobierno y las Cortes generales, pero la corrupción general del sistema demuestra que la lenidad con la que se obsequian los componentes del estamento político no resulta casual, sino fruto de un interesado intercambio de favores.

De los mecanismos enumerados para conseguir el efecto equivalente a la patente de corso, la ocultación de los delitos mediante maniobras oscuras y disimulos se ha convertido en una de las principales herramientas para alcanzar la impunidad de los poderosos, frente a una sociedad a la que se invita a participar en parte de la redistrubución delictiva (Caso de los EREs en Andalucía) o se la envilece con una propaganda exculpatoria. En este sentido, la reciente polvareda levantada por un "informe" de la Agencia Tributaria sobre el patrimonio de la infanta Cristina, me ha recordado el uso frecuente de la estafa procesal como vía para la ocultación de delitos cometidos por los poderosos en la reciente historia de España. En mi opinión, esa falsedad documental (calificada como error por sus responsables, de forma inverosimil) tenía la entidad suficiente por su procedencia para apoyar una maniobra que, de haber prosperado, habría beneficiado a la supuesta afectada al ofrecerle una coartada para su defensa.

Desde una perspectiva penal, incurren en ese delito "los que, en un procedimiento judicial de cualquier clase, manipulasen las pruebas en que pretendieran fundar sus alegaciones o emplearen otro fraude procesal análogo, provocando error en el Juez o Tribunal y llevándole a dictar una resolución que perjudique los intereses económicos de la otra parte o de un tercero" (Art. 250.1.7º C.P).

Según la jurisprudencia del Tribunal Supremo, la estafa procesal implica la utilización de un procedimiento judicial para obtener un beneficio ilícito mediante una maniobra torticera, siendo el beneficio el reconocimiento judicial de un derecho que no se tiene, y en la que existen dos clases: la estafa procesal propia donde el sujeto pasivo es el Juez, porque es éste quien sufre el error provocado, siendo el perjudicado el titular del patrimonio afectado, y la impropia donde el sujeto pasivo es la parte contraria cuando se le induce a que erróneamente se allane, desista o renuncie, mediante maniobras torticeras (STS 12 de julio de 2004). En todo caso, la estafa procesal constituye un subtipo agravado de la estafa común, y ésto presupone la concurrencia de los requisitos configuradores del delito básico (STS 21 de julio de 2004), del que comparte sus elementos, es decir, la existencia de un engaño bastante, que éste cree el error causante del acto de disposición, y el ánimo de lucro (STS de 5 de diciembre de 2005).

Se echan en falta estudios académicos que analicen con perpectiva la abundantísma casuística de estafas procesales que han salpicado los cierres en falso de casos como el terrorismo de estado de los GAL, con su derivadas de malversaciones de fondos públicos y apropiaciones indebidas y la financiación ilegal de los partidos políticos, sindicatos y patronal, tanto de las organizaciones como de sus cargos y allegados. Porque de aquellos polvos vienen los lodos actuales del caso Gürtell/Bárcenas del PP; el caso Campeón/José Blanco del PSOE donde aparecen indicios de relaciones transversales entre partidos políticos; la financiación de Convergencia i Unió; los EREs de Andalucia, Mercasevilla, y el enriquecimiento de Manuel Chaves y su familia; la financión ilegal de sindicatos después de la "socialización" de las responsabilidades civiles de la UGT por el caso de la cooperativa de viviendas PSV; la utilización de los consejos de administración de las Cajas de Ahorros para pagar la fidelidad a sus organizaciones de todo tipo de pícaros y el llamativo caso "Urdangarín". Y como colofón, la gigantesca estafa procesal articulada en la destrucción y manipulación de las pruebas y vestigios de la masacre del 11-M que impide saber, aun hoy, que ocurrió.

Sorprendentemente todavía no ha merecido la atención de juristas, politólogos e historiadores episodios en los que de forma evidente se utilizaron las falsedades más increíbles preparadas desde altos estamentos del estado para eludir las responsabilidades de destacados políticos. Pocos recuerdan "los papeles de Laos" (y al capitán Khan) que sirvieron para la simulación de una extradición pactada con el prófugo Luís Roldán, quién, finalmente, no tiró tanto de la manta, o los "papeles del Cesid" donde los leguleyos de cámara urdieron un plan para dar pábulo a la especie de que la invocación del secreto de estado puede mutilar una investigación criminal que afecta, precisamente, a quién declara secretos unos documentos con virtualidad incriminatoria. Y que decir de la célebre estrategia de echar la culpa al muerto (Pedro de Toledo) por decisiones de pagar informes falsos al PSOE por parte del Banco de Bilbao Vizcaya (Caso Filesa).

Falta un conocimiento sistematizado con los ejemplos mencionados de las patentes de corso. De esta manera, el estamento político consigue confundir al público y campar a sus anchas ante una sociedad sin criterios éticos y jurídicos claros, bombardeada por mensajes de propaganda política.

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