Dos imágenes han sacudido en los últimos días nuestras conciencias: pobres crías de foca perseguidas por sus verdugos, garrote en mano, en busca de sus pieles con pretexto ecológico (diezmar la sobrepoblación) y unas decenas de cetáceos varados en las costas australianas no se sabe muy por qué razón. Proyectando sobre estos animales nuestra propia humanidad, avanza el movimiento que reclama para ellos una consideración singular, prácticamente equivalente a la que fundamenta la convivencia entre los hombres.
No dudo de la legitimidad de dicho movimiento, pero sí de la endeble coherencia de su argumento y la velada intencionalidad de todo ese esfuerzo y convicción por una causa que por ser esta, deja de ser otra, pero podría haber sido casi cualquiera.
La convivencia se fundamenta en el reconocimiento en el otro de una serie de atributos, aptitudes o mera identidad, que estimamos propias y exigibles por nosotros mismos. Esta realidad no es intencional ni deliberada, sino que se forja en un proceso que aúna evolución biológica con evolución cultural. Dentro de ese mutuo reconocimiento de dignidad se forman las bases de toda sociedad humana, que es la que nos interesa analizar aquí.
Dicho reconocimiento es variable, cultural, al tiempo que se perfecciona y depura a través de un esfuerzo intelectual emprendido normalmente ante dilemas y conflictos abiertos. La naturaleza, el ser, la identidad cierta, permanece latente en todo momento. Somos capaces de verlo, comprenderlo e introducirlo en nuestro orden mental y sistema de valores, no por revelación, sino por puro desarrollo social y evolución institucional, donde incluimos moral y Derecho. La ética estudia estos aspectos tratando de objetivizar fundamentos coherentes con la naturaleza humana. Depende de muchos elementos que en cada instante de la historia se haya sido o no capaz de articular y engarzar con mayor o menor precisión todo lo que resulta consustancial a dicha naturaleza.
Hoy por hoy sabemos y comprendemos que las mujeres y los hombres son igualmente humanos, aun con sus diferencias. Conocemos que el aspecto, los rasgos o el color de piel no son elementos que dividan la especie humana en diferentes departamentos estancos. También hemos llegado a descubrir que desde el mismo momento de la concepción, cuando se fusionan los gametos masculino y femenino (y no antes), surge un nuevo ser, una realidad única e irrepetible, viva, en proceso de formación y desarrollo.
En la actualidad pocos son los que se atreven a cuestionar la identidad en derechos y libertades entre personas de distinto sexo o raza. Sin embargo muchos se niegan a introducir en sus juicios éticos y morales la realidad que representa la aparición en el mundo de un nuevo ser, por muy primario que sea su estadio de desarrollo. El reconocimiento de dignidad no es automático ni ilimitado, como no lo son los derechos considerados como fundamentales por la doctrina jurídica contemporánea. Tampoco es igual la consideración que podamos proyectar respecto a todo ser humano en función de su situación física o mental, o como es el caso, de fase de desarrollo hasta alcanzar la desvinculación con el seno materno. Un menor de edad no tiene capacidad de obrar, tampoco un demente o un retrasado. Sin embargo, aun admitiendo esta limitación a su libertad, seguimos teniéndoles como humanos, respetando su vida e integridad.
Cuando hemos alcanzado estos niveles de conocimiento y evolución del pensamiento y la afirmación de principios éticos coherentes y consustanciales a la naturaleza del ser humano, suenan voces que pretenden extender dicho reconocimiento a otras especies animales, se despiertan todas las alarmas posibles. Primero, porque como hemos dicho y visto más arriba, son los promotores de dichas declaraciones de derechos y campañas de propaganda quienes más ignoran alguna de las cotas alcanzadas en la evolución del conocimiento y el reconocimiento entre seres humanos. Segundo, porque lo pretendido es la introducción de una exigibilidad absoluta respecto al presunto derecho de algunos animales a tener una consideración semejante a la que los hombres nos dispensamos entre nosotros, inintencionalmente, pero de forma efectiva.
Aunque no fueran abortistas o estuvieran a favor del exterminio sistemático, sin atender a la voluntad del afectado, de todo aquel enfermo terminal inconsciente (muchos también lo defienden para los conscientes), la postura sigue siendo absurda, poco rigurosa y sesgada. No porque se pretenda, libremente, reconocer a ciertos animales una consideración especial. Eso lleva sucediendo desde que el hombre es hombre, o mejor, desde que aquel domestica animales. A unos los utiliza para sobrevivir, alimentándose de ellos o sirviéndose de su fuerza para mejorar la productividad del trabajo humano. Otros con otros fines. Cada vez más, como animales de compañía. Es normal que les concedamos cierta entidad (relativa a su utilidad) atribuyéndoles un respecto y una consideración excepcional. Perros, gatos, caballos… y otros, en función de la cultura o el lugar.
El matiz es el siguiente y queda resumido en un único enunciado: la exigibilidad del reconocimiento. La sociedad humana, el orden social, y a partir del mismo, el orden jurídico y/o moral, se fundan en la exigibilidad de dicha dignidad, en función del momento cultural y evolutivo. Hoy día el orden social, en el mundo occidental, parte del reconocimiento de una amplia esfera de libertad individual para hombres y mujeres, con independencia de su raza. La dignidad es extensible a todas las fases de su vida, con los límites surgidos de esos conflictos mencionados y que deberán resolverse en cada caso, con vocación de establecer pautas generales y abstractas. Esta situación de reconocimiento es exigible, siendo dicha característica la que sostiene el resto del entramado de reglas y pautas de convivencia pacífica y ordenada.
Pretender la exigibilidad de un reconocimiento extensible a determinados animales resulta absurdo e incongruente en un sentido filosófico, pero también practico. No vivimos en una interacción equivalente entre seres humanos y animales. Estos son incapaces de reclamar para sí los presuntos derechos que algunos humanos quieren concederles, como bien señaló Rothbard en La Ética de la Libertad. Para que exista interacción debe presumirse corresponsabilidad y equivalencia. Hablamos de sociedad humana. Y como hemos visto, de su evolución cultural hemos concluido principios fundamentales sin los que no seríamos capaces de articular una convivencia coherente y pacífica a partir del reconocimiento de la individualidad y la naturaleza humanas.
Puede que llegue el día en que una opinión mayoritaria rechace las corridas de toros como hoy hacen los abolicionistas y otras muchas personas de diverso pelaje y condición. Ya lo ha hecho con otras prácticas que hoy por hoy cada vez menos gente admite, aun con el pretexto de ser tradicionales. Pero todos estos cambios, este rechazo generalizado y popular no tendría que venir acompañado de ninguna prohibición o pena. No puede exigírsele por la fuerza a ningún ser humano semejante reconocimiento. Será el sentir general el que desplazará o expulsará a quienes cometan actos paulatinamente tachados como ignominiosos o execrables.
Algunos animales (en los que queramos ver retazos de nuestra propia humanidad, en sus miradas o gestos) lograrán mayor consideración y respeto, pero nunca personalidad ni reconocimiento social. La sociedad será siempre humana por mucho que se aspire estéticamente a lo contrario.
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