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Ausentes y sin posición: El fracaso de las élites occidentales

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Resultan sorprendentes las imágenes y videos que circulan en las redes sociales y medios de comunicación sobre la invasión de los Talibán en Afganistán durante el fin de semana. No es extraña, sin embargo, la noticia en sí misma sobre una región y, concretamente Afganistán, que ha sufrido décadas de invasiones, guerras civiles y conflictos étnicos que no se han resuelto hasta hoy y sobre los que pesa el papel que las potencias mundiales y occidentales han tenido en los sucesivos conflictos.

El lector se preguntará ¿Por qué debemos preocuparnos por la estabilidad de un país alejado de las fronteras europeas? ¿No es más conveniente que los propios afganos definan sus soluciones y no inmiscuirnos en su política interna y en los conflictos de una región ajena a nuestra idiosincrasia? 

Pero es fundamental prestar atención a este nuevo cambio del orden geopolítico en la región, aunque los ciudadanos y gobiernos que subyacen en aquellos países no compartan la cultura, el idioma ni la visión de las cosas y del mundo —por ejemplo, la democracia como sistema de gobierno y la libertad como valor indisoluble del ser humano— que los países europeos y occidentales tienen salvo contadas excepciones, más bien, reducidas a la corrupción de grupos u oligarquías que ostentan el poder en algunos casos.

Lo ocurrido este fin de semana no es más que la caprichosa repetición de la historia en una región tradicionalmente inestable política y socialmente que tiene un punto de quiebre en 1919, tras la finalización de la Primera Guerra Mundial y en 1973 cuando se establece el sistema de gobierno republicano, en un intento más por modernizar el país. Pero, aunque los hechos vertiginosos de los que somos testigos se remiten a consecuencias de orden histórico, me referiré al rol que ha tenido el presidente afgano y el análisis de la situación de la potencia norteamericana que son también importantes en un contexto voraz de información. 

A más de uno ha extrañado la salida abrupta del presidente Ashraf Ghani, que apenas pudo proveer de certidumbre a los ciudadanos y frenar el avance de los talibanes a la capital afgana cuando los especialistas americanos —entre ellos la CIA y el Pentágono—, daban un margen de entre seis y dieciocho meses para que esto ocurra, lo que finalmente se produjo en apenas unas semanas. 

Ashraf Ghani que fue profesor universitario en la Universidad de California en Berkeley y en la Universidad Johns Hopkins de Baltimore, asume el poder en 2014 envuelto en un mantra nostálgico de las aulas que precedió y la experiencia académica no menos relevante que le antecede: es fundador de un think tank en Washington, cuya principal tarea era estudiar la brecha existente entre la participación de los ciudadanos y la confianza entre estos y los Gobiernos para la creación de políticas públicas.

El presidente huido de Afganistán pasó la mayor parte de su vida fuera de su país, entre centros universitarios, círculos académicos y consultoras políticas. Y en buena medida, conocía mejor Estados Unidos que Afganistán (para ser presidente de su país tuvo que renunciar a su nacionalidad americana).

Una vez en el poder, al que accedió gracias a su capacidad para convencer y codearse con los americanos —quienes verdaderamente decidían sobre el futuro de la nación ‘ocupada’—, abrazó el nacionalismo de su comunidad étnica, los pastunes, lo que produjo una división aún más profunda con las otras comunidades que habitan el país árabe, y nunca pudo establecer una cooperación notable y duradera con otras potencias que lo rodean, como China, Irán o Pakistán: su incapacidad política se vio dimensionada en los dos ámbitos, interno y externo, y su liderazgo se redujo a la figura ornamental de un gigante con los pies de barro.

Ashraf Ghani es el más claro ejemplo del fracaso de las élites occidentales en Medio Oriente, territorio históricamente hostil a los encantos de la democracia y los sistemas liberales de gobernanza y economía. A ello hay que sumar la desidia que los gobiernos americanos han tenido en este caso en concreto y la ausencia de una política exterior seria para la resolución de un conflicto que amenaza a la estabilidad de Europa: violencia, migración y terrorismo.

Ghani no solo ha sido derrotado estrepitosamente por los talibanes, ha sido abandonado por los americanos y ninguneado por sus aliados internos e incluso por el propio ejercito afgano corrupto y sin motivación alguna por defender una patria que, en cierta medida, no les reporta ningún valor moral ni económico.

Estados Unidos ha abandonado Afganistán a su suerte y Joe Biden ha ratificado la sospecha generalizada que se tiene respecto de la incapacidad o la falta de voluntad de que el país americano despliegue una política exterior con ‘altura de miras’ en un contexto donde no se pueden reducir los hechos a la pretensión filosófica de lesse fair lesse passer, porque la amenaza será aprovechada por otros protagonistas, tal como ocurrió en los años setenta con la invasión rusa, denominada guerra afgano-soviética que se extendió hasta los años noventa. Por su parte, China buscará evitar verse afectada por las hostilidades en Afganistán, país con el que comparte unos 60 kilómetros de frontera en la región noroccidental de Xinjiang. 

Estados Unidos, el país liberal y capitalista por excelencia y una de las mejores democracias del mundo se ha quedado ausente y sin posición, mientras el pueblo afgano se debate entre la huida y la resignación a un régimen absolutista islámico que no reconoce los Derechos Humanos ni ninguna categoría de libertad y dignidad humanas, solo la barbarie.

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