La tercera vía, entendida como alternativa intermedia entre el libre mercado y el dominio público puro, es una opción condenada al fracaso. Es más, el intento por dar viabilidad e introducir dinamismo en sectores de intervención pública mediante la "privatización" de determinadas facetas del servicio conduce a situaciones en las que la libertad y el liberalismo, como actitud ética y moral, son los destinatarios de todas las críticas, atribuyendo el fracaso de las medidas a la falta de regulación y a la actuación de agentes privados. Veamos dos ejemplos vivos y controvertidos: la banca, en sentido general, y la sanidad, como servicio público financiado a través de impuestos.
La banca pública, donde un monopolista dispensa el dinero de curso forzoso, de tipo fiduciario, pero también es único operador con la potestad de prestar servicios bancarios de todo tipo, se opone al sistema de banca libre. Cuando ésta opera con dinero fiduciario y reserva fraccionaria, de acuerdo con lo defendido por autores como Huerta de Soto, queda indefectiblemente condenada a la implantación de un prestamista de última instancia que proporcione soporte al sistema, de por sí insostenible y generador de ciclos que necesariamente acaban en quiebras generalizadas.
Vemos como la vulneración de los principios generales del Derecho, cuando los bancos disponen sobre los depósitos a la vista en su poder, hace inevitable la aparición de un banco central, a modo de vía intermedia, o tercera vía, distinta de un orden de banca privada en la que sí se respetase la reserva del 100% y el patrón oro.
El sistema de banca pública conviviendo con banca privada aparentemente dota de una falsa viabilidad al presunto mercado financiero, dando la apariencia de dinamismo, favoreciendo expansiones crediticias que siempre terminan en la irremediable intervención. Esta puede adoptar muchas formas, dependiendo de la naturaleza de la crisis, bien sea de liquidez o de solvencia (como la actual). La irrupción pública en bancos privados, adquiriendo activos o recapitalizando la entidad, es una consecuencia del sistema mixto.
En realidad la actuación privada nunca queda libre de regulación y siempre depende de ésta. La nacionalización de la banca o la socialización de las pérdidas, son resultados inherentes al modelo. La indisciplina de los operadores o los intentos de burlar la regulación, no asumiendo costes, caminando hacia el abismo, no son fruto del ligero reducto de libertad entre tanta intervención. Las crisis son endógenas y endémicas al intervencionismo.
Aunque pueda sonar extraño, algo similar sucede con la sanidad. Las consecuencias de terceras vías degradan el mercado y el servicio, siendo injustamente imputadas a la presunta libertad introducida. Dos modelos: sanidad privada, libremente sufragada por los individuos, contratando con empresas que ofertan servicios concretos, a través de seguros o prestaciones contingentes; y sanidad pública, universal, sufragada gracias a la redistribución de la renta previamente incautada a través del sistema fiscal.
La pública está condenada a la ineficiencia y el coste creciente. Lo vemos en la práctica, pero lo comprendemos gracias a la teoría de la tragedia de los bienes comunales, las enseñanzas de la Escuela de Elección Pública y el teorema de la imposibilidad del cálculo económico socialista. Para salvarla, la clase política, consciente de la inviable situación de un servicio totalmente público, en gasto y prestaciones, recurre a la externalización de distintas facetas del mismo, creando un mercado de la salud. Éste queda intervenido y regulado. Se permiten centros privados, no sustitutivos, es decir, sin que el individuo que los prefiera deje de soportar la carga fiscal necesaria para sostener el sistema público de salud. Pagan dos veces. Gracias a ellos se descongestionan en parte los hospitales del Estado.
Se externalizan servicios logísticos, laboratorios, pero también profesionales, que dejan de ser funcionarios. Surgen empresas privadas al cobijo del gasto público ofertando por menor coste lo que venía prestando la administración directamente. Pero el sistema no logra salir a flote. Comienza la privatización de centros y su gestión completa. La tendencia de todo sistema público que pretenda seguir sosteniendo un servicio aceptable (sin disparar el coste del mismo hasta niveles inaceptables e insoportables para una carga fiscal que no asfixie hasta matar al proceso social) es a la privatización íntegra, o casi, de la prestación del servicio de salud.
El resultado hace depender del gasto público a multitud de empresas privadas en relativa competencia por lograr el contrato con la administración. De igual forma se regulan al máximo las condiciones y posibilidades de la actividad. Lo que en un primer momento parece introducir dinamismo y sostenibilidad, termina en un nuevo colapso.
Las empresas viven del presupuesto, se saben necesarias al tiempo que actúan bajo la imposición de la universalidad. Los operadores terminan por corromper sus decisiones y forman grupos de presión para forzar decisiones públicas, bien de aumento del gasto o cambio en la regulación. El servicio prestado mediante esta tercera vía dispara el coste por ciudadano y termina por quebrar la universalidad, expulsando a colectivos en función de unas u otras características.
La privatización que quiso dar viabilidad al sistema acaba en un esperpento insostenible que despilfarra recursos e impide el ejercicio libre de la función empresarial para resolver desajustes evidentes. Las rentas altas escapan del sistema, aun pagando dos veces, mientras que las bajas acaban o sin servicio o con un servicio profundamente deficiente.
Llegados a este punto las voces son casi unánimes en contra de la libertad introducida en el sector, sin apreciar en absoluto las causas endógenas de la propia concepción pública del mismo. Del monopolio se pasa a la liberalización de la prestación, nunca de la financiación y elección del mismo.
Tanto la banca como la sanidad son ejemplo de cómo el dominio soberano ejercido por el Estado en el diseño del mercado o la prestación del servicio, así como la presencia de un órgano de dirección central o del Gobierno mismo, distorsiona señales, contribuye a la indisciplina de los agentes y lo que es peor, genera una red de empresas privadas que viven del expolio o el privilegio. El resultado es evidente.
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