Se suele decir que la clave de la felicidad es la ignorancia. Con los años te das cuenta de que es una verdad a medias; ignorar cierta información no es tan importante como tener capacidad de olvidarla.
Por ejemplo, con las elecciones en Estados Unidos todo sería mucho menos cansado de observar para el que no recuerde las elecciones del año 2000. Estuvimos cuatro años oyendo a toda la izquierda hablar del fraude de esas elecciones. Todo muy serio. De hecho, éramos los que nos lo tomábamos a pitorreo los que estábamos en el lado simplón e ingenuo de la política.
Tampoco estaría mal olvidar la guerra de Irak. Al parecer la bondad de una Administración americana se medía por las guerras que iniciaba. Hasta tal punto eso era así, que si un Gobierno español, intentando sacar partido en su propia lucha contra el terrorismo, osaba dar apoyo diplomático a una intervención militar yankee se abrían las puertas de infierno y toda la política española giraba ante ese hecho.
Olvidar el “yes, we can” de Obama no sería nada fácil, pero nos vendría bien para volver a tener un poco de respeto a todos aquellos, y no fueron pocos, que confundieron a un simple político con el mesías que venía a salvar nuestras almas pecadoras.
Pero lo más difícil de todo sería no recordar lo que ha pasado desde 2016 hasta hoy. La victoria de un tipo al que toda la intelligentsia daban como perdedor sin la más mínima opción. Su espanto a comprobar su error seguido de la histeria absoluta donde, por un lado, se quiso ignorar los contrapesos existentes en el país norteamericano y, por otro, se convirtió a un empresario populista y bastante zafio en una especie de líder paramilitar que en cualquier momento podría sacar los tanques a las calles y acabar con la democracia.
A esto hay que sumar el esperpento de la injerencia rusa, donde gente que presume de sesuda se ha pasado años intentando convencernos a todos de que unos bots en redes sociales decidieron unas elecciones.
Olvidar todo esto es la única forma de no sentir un profundo hastío por la sociedad actual ante el espectáculo que hemos presenciado estos días.
Un análisis simple al alcance de cualquiera sería este: la campaña de voto por correo de los demócratas ha conducido a uno de los recuentos más patéticos de las democracias occidentales. Trump lo va a aprovechar para no conceder la derrota hasta que no le quede más remedio, y de paso intentar crear el relato de que le han robado las elecciones.
Pero al parecer esto es demasiado tibio. No muestra el abismo al que estamos expuestos.
Tardar días en contar votos no es razón para hacer crecer sospechas de fraude. Los bots rusos sí, mira este vídeo del New York Times que te lo explica.
Que Trump ponga en duda la victoria de su contrincante es destrozar la democracia americana, lo que hizo Al Gore… no, eso no tiene nada que ver, mira este documental de Michael Moore donde queda todo claro.
Pero Trump no es un presidente normal, es un ser maligno al que nunca se había enfrentado la sociedad americana. No como George W. Bush que era un talibán cristiano medio idiota manejado por un ser siniestro que montaba guerras con cientos de miles de muertos para ganar algo de dinero. Mira la peli de Christian Bale, que refleja muy bien la maldad del personaje.
Todo es tan descarado que provoca bochorno describirlo. Pero el problema no es ese. La izquierda es sectaria, ¿y qué? ¿No lo es también la derecha?
Lo malo en España es que esta incapacidad de ver mininamente la realidad respecto a la política de Estados Unidos no se concentra en un lado, es algo trasversal.
Ahí estará siempre para su estudio la famosa encuesta del CIS donde George W. Bush puntuaba peor que Otegi en la opinión de los españoles, en una época en que sus compañeros terroristas seguían pegando tiros en la nuca y poniendo bombas.
Odiar a Bush o a Trump no es algo de izquierdas en nuestro país. Es nuestro aplaudir en los balcones. Una cosa que nos gusta hacer juntos, que nos hace sentir bien porque nos hace olvidar nuestras miserias y, seguramente por eso, nos olvidamos de que nos viene impuesto por todas las televisiones al unísono.
El problema es que la prensa está sobreestimando su capacidad de manipulación. Los republicanos pueden ser el diablo porque nos pillan lejos, pero la realidad del día a día de una pandemia que nos está cambiando la vida a todos, y que va a tener unas consecuencias económicas enormes, supera cualquier capacidad de fabricar consensos artificiales.
Dice Taleb que lo que acabará con los medios de comunicación es su no oposición a lo que la gente percibe como el poder establecido. Es muy posible que el tratamiento mediático a Obama fuera el punto de inflexión que trajo a Trump, y es muy posible que la vergonzosa actuación de los medios de comunicación estos duros meses traigan también sus consecuencias.
Y sí, nadie ha dicho nunca que las consecuencias de las malas acciones vayan a ser buenas, centradas y poco populistas. De hecho, la historia demuestra lo contrario. Pero para entenderlo hay que elegir no olvidar lo que nos disgusta. Hay que ser adultos, hay que aceptar que existe la posibilidad de que no nos toque ser felices esta vez.
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