En la mayoría de conflictos, por no decir en la totalidad, se halla el Estado con su gestión de los espacios públicos (realmente privatizados en beneficio del propio Estado).
Como es sabido, uno de los asuntos estrella de este pasado verano fue la prohibición del burkini —el bañador ideado para que las mujeres musulmanas puedan cubrir íntegramente su cuerpo— en las playas de una treintena de municipios franceses (Marsella, Cannes, Niza…). Más allá de ciertos pretextos apelando a razones de higiene, las causas de esta prohibición hay que buscarlas, según opinión ampliamente extendida entre los alcaldes de estas localidades, en que el burkini, concebido como manifestación estentórea del islam más radical, constituye, teniendo en cuenta de manera muy particular la ola de atentados islámicos que está padeciendo Francia, «una grave provocación y un peligro para el orden público». El propio Manuel Valls, primer ministro galo, aseguró que denunciar el burkini es «denunciar un islam mortífero, retrógrado y sometido a influencias extranjeras».
Posteriormente, el Consejo de Estado del país vecino suspendió la prohibición del burkini en la ciudad de Villeneuve-Loubet (una decisión que crea jurisprudencia y que acabará afectando al resto de localidades). Para este organismo, la mencionada prenda no supone un riesgo real para el orden público. El atentado terrorista de Niza, en ese sentido, no justifica una medida, la prohibición citada, que es «un atentado grave y evidente contra las libertades fundamentales como el derecho de conciencia, la libertad de movimiento y la libertad individual».
Por otra parte, hace unos días conocimos la enésima polémica en torno al velo islámico en España. La dirección del instituto de enseñanza estatal Benlliure, en Valencia, denegó el acceso a una alumna con hiyab en los siguientes términos: «No vas a poder entrar en clase con el pañuelo: te lo quitas al entrar y te lo pones al salir o te das de baja». El centro esgrimió que llevar la cabeza cubierta vulnera su reglamento de régimen interno, que prohíbe expresamente tal práctica (no es posible, salvo por enfermedad, portar gorras ni pañuelos de ningún tipo). Pero ayer mismo, tras la denuncia de SOS Racismo ante el Síndic de Greuges y el Defensor del Pueblo, la Consejería de Educación de la Comunidad Valenciana, con el objetivo de «garantizar el derecho a la enseñanza», revocó esa decisión, con lo que el instituto se verá obligado a permitir que la alumna esté con el velo en las clases.
Con independencia de la opinión que nos merezca el islam y de la postura que el liberalismo debería mostrar ante este fenómeno (nuestro compañero de columna, José Antonio Baonza, realizaba al respecto una interesante reflexión el mes pasado), y dejando también al margen cuestiones de gran calado como que lo importante no es si una musulmana puede ponerse el velo o el burkini sino si se los puede quitar, habría que colocar el foco en otro punto que habitualmente se pasa por alto: la inadecuada asignación de derechos de propiedad a la que nos condena el Estado.
Y es que en la mayoría de conflictos, por no decir en la totalidad, que aparecen ante nuestros ojos, el Estado, con su inevitable gestión de los espacios públicos —ámbito que en realidad el propio Estado ha privatizado en su propio beneficio—, se halla siempre presente. Si el Estado no se hubiera apropiado de las playas, no habría discusión posible en torno al dichoso burkini. Nos encontraríamos con playas en las que estaría prohibido y otras en las que se podría acceder con él sin problema alguno. Ese es uno de los grandes logros del libre mercado: la amplísima oferta y variedad de bienes y servicios con la que se topa el consumidor. Lo que sí es seguro es que el conflicto desaparecería: no se conoce ninguna polémica con las normas de acceso a las piscinas privadas. Y tres cuartos de lo mismo con los institutos y el velo: si el Estado no hubiera arrebatado la enseñanza a la sociedad, cada centro disfrutaría de libertad para regular la vestimenta de sus alumnos. Sin disputas ni enfrentamientos. Como no los hay, por ejemplo, en una academia de baile que obligue a sus alumnas a llevar una indumentaria determinada.
Este tipo de cuestiones recuerdan al viejo proverbio chino de la luna y el dedo. Miremos, como el sabio, el satélite y no, como el poco agudo, el apéndice de la mano. El problema no es el islam, sino el Estado.
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