Hace unos 20.000 años la Tierra padeció el pico del, hasta la fecha, Último Máximo Glacial o LGM (Last Glacial Maximum) en sus siglas inglesas.
El 40% de las tierras del hemisferio norte estaba cubierto por centenares de metros de hielo (hasta 2.000 metros de grosor al norte del Báltico) y por el permafrost; los glaciares no sólo dominaban el paisaje, también hundían con su peso vastas extensiones de tierra firme (por ejemplo en el norte de Escandinavia, en donde se situaba el centro del manto helado que cubría Europa, más de 200 metros). Tal acumulación de hielo, por otro lado, provocó que el nivel del mar descendiera centenares de metros en algunos lugares, configurándose extensas regiones terrestres que el posterior deshielo borraría del mapa de la prehistoria. La temperatura media en las tierras de nuestro hemisferio era entre 5,7ºC y 8,7ºC más baja que la actual (Uriarte).
Desde luego la Tierra en la que vivieron nuestros ancestros era un lugar difícilmente reconocible en ninguna estampa alpina con la que los ecologistas quieren convencernos de la excepcionalidad del calentamiento, levísimo, que se viene observando en el planeta en los últimos años.
La historia del clima de la Tierra está dominada por la astronomía, tanto por la variación de la forma de su orbita, la elipse más o menos excéntrica que dibuja nuestro planeta alrededor del Sol, como por los cambios significativos tanto de la orientación (precesión) como de la inclinación (nutación) del eje de rotación respecto de dicho plano. Estos cambios orbitales son cíclicos (100.000, 23.000 y 41.000 años respectivamente) y ocasionan importantes variaciones en la distribución de la radiación solar que recibe la Tierra. Tales variaciones son responsables de los glaciaciones (cada 90.000 años) y de los periodos interglaciares (como el holoceno en el que vivimos) que protagonizan la historia del clima terrestre.
Junto a estos factores orbitales está ganando fuerza, entre los científicos proscritos por El Consenso, uno más directamente relacionado con la variabilidad de la actividad solar. Durante los últimos 20 años se han reunido evidencias físicas que muestran cómo el clima de la Tierra atraviesa periodos alternativos de enfriamiento y calentamiento cada 1.500 años aproximadamente. Así pues a la precesión, la nutación y los cambios en la excentricidad de la órbita terrestre, habría que añadir la dinámica solar a la hora de elaborar modelos con los que obtener predicciones fiables sobre el clima.
El fundamento de esta afirmación se encuentra en el importante papel que juegan las nubes bajas que reflejan la radiación solar hacia el espacio exterior, lo que enfría la Tierra, y cómo se relaciona la aparición de estas nubes con la variabilidad de la intensidad del viento solar, la dinámica a la que antes me refería. El nexo lo proporcionan los rayos cósmicos que bombardean la atmósfera de nuestro planeta y que al hacerlo ionizan las moléculas de aire creando el núcleo sobre el que crecerán las nubes mencionadas. Cuanto más viento solar, mayor protección y por lo tanto menos nubes. Por el contrario menos viento solar significa menos protección y por consiguiente más nubes, esto es, mayor enfriamiento (Singer y Avery, p.9).
Precisamente para Avery (ver p.6) la escasa fiabilidad de los modelos en los que se basan las conclusiones de los informes del IPCC radica en que no valoran apropiadamente el impacto que tienen las nubes en la configuración del clima. En el sumario para políticos que ya hemos podido leer, sus redactores son bastante explícitos:
Los cambios debidos al vapor de agua representan la mayor realimentación que afecta a la sensibilidad del clima y son mejor entendidos ahora que en el TAR. La realimentación de las nubes sigue siendo la mayor fuente de incertidumbre.
Sin embargo que los científicos del IPCC admitan su incertidumbre no significa que no existan estudios que evidencien la importancia de las nubes en la autorregulación del clima. El más notable, que no divulgado, como reconocen amargamente Singer y Avery (p.42), es el realizado por el equipo del investigador del MIT Richard Lindzen en el Pacífico y que con el titulo ¿Tiene la Tierra un iris infrarrojo adaptativo? ya transmitía sucintamente sus conclusiones: el océano tiende a ventilar su calor extra hacia el espacio exterior de manera natural, protegiendo la biosfera.
Frente al pavor que nos quieren infundir los prudentes amigos de Kyoto y su embajador planetario, el Sr. Gore, optimismo; puestos a temblar que sea de frío, ya que el evento climático al que debiéramos temer es el próximo periodo glacial, que se aproxima inexorablemente, aunque no se le espera hasta dentro de muchos años.
Tal vez manteniendo el ritmo del progreso tecnológico que nos sacó hace 200 años de la trampa maltusiana en la que vivía la humanidad logremos que nuestros "tataranietos" tengan una oportunidad de sobrevivir.
Apuesto a que sí.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!