No lo tuvo fácil Margaret Thatcher, ni antes de llegar al Número 10 de Downing Street, ni durante las casi tres legislaturas en que allí residió. Tampoco fue sencillo el periodo 1975-1979, en su tarea de líder de la oposición al gobierno laborista de Harold Wilson (1974-1976) y James Callagham (1976-1979).
Sin embargo, el tesón le hizo superar todas y cada una de las adversidades, desde las más cercanas (las reticencias de sus compañeros de filas a los políticas económicas liberales de las que era partidaria) hasta las más lejanas desde un punto de vista geográfico (el final del comunismo en los países del Este de Europa).
En el medio quedaba la empresa de erradicar ciertos hábitos que se habían instaurado en su país (cultura de la subvención, peso desmesurado de los sindicatos en la elaboración de políticas públicas, apatía generalizada ante las adversidades). De forma gradual, consiguió que su ideario político fuera primero plasmándose y luego generando resultados tangibles.
En efecto, al contrario de aquellos líderes mesiánicos que dicen tener las pócimas mágicas para todos los problemas que encaran, Thatcher siempre actuó con cautela, alejada del cortoplacismo y evitando de forma voluntaria lo políticamente correcto, esto es, rechazando el recurso a la demagogia.
Margaret Thatcher revitalizó y rejuveneció el vocabulario del Partido Conservador. La consecuencia es que la palabra libertad, otrora monopolizada por la izquierda, pasó a ser de uso común entre los conservadores. Ella matizó que no se trataba de un concepto abstracto sino que contenía múltiples manifestaciones y sobre todo, siempre estaba unida indisolublemente al concepto de responsabilidad.
Las tres victorias electorales corroboraron lo acertado de sus postulados. Consiguió la confianza del votante tradicional tory junto con la de numerosos británicos que, respondiendo a un perfil sociológico laborista, se decantaron por ella, como se evidenció en los comicios de 1983 y 1987. Es el fenómeno el Essex Man, lo que provocó que sus rivales se replantearan el credo político que defendían, tratando de acercarse en los hechos que no en las palabras, al corpus ideológico del Thatcherismo. Este fenómeno se consumó definitivamente con Tony Blair en 1994, tras los pasos timoratos dados por Neil Kinnock (1983-1992) y más contundentes de John Smith (1992-1994).
Tony Blair, al contrario que Margaret Thatcher, encontró un país saneado económicamente, lo que facilitó su obra de gobierno y sus éxitos electorales. Como Thatcher, personalizó el cambio necesario en su formación y de igual modo percibió cómo la oposición era mayor entre sus compañeros que entre los tories. En 2007 optó por irse; a Thatcher le invitaron a hacerlo, pese a ganar la moción de confianza en noviembre de 1990. Las consecuencias a largo plazo no pudieron ser más nefastas para los tories, que iniciaron una guerra civil (como sinónimo de división) y permanecieron alejados del ejecutivo a partir de 1997, y durante 13 años, cuando a lo largo del siglo XX habían sido "el partido natural de gobierno".
Al respecto, no deja de ser paradójico que en muchas ocasiones los laboristas trataron de desacreditar a los sucesores de Thatcher, apelando a la influencia que ésta seguía ejerciendo sobre el partido, pero al mismo tiempo ellos recurrían a su figura cuando querían consolidar determinadas tesis. Tal es el caso de Gordon Brown, que, ante los desafíos del nacionalismo escocés, afirmó que era tan unionista como la ex Primera Ministra.
En definitiva, Thatcher sí que fue una auténtica revolucionaria, sin necesidad de recurrir a escraches, amenazas o coacciones, tan de moda en los últimos tiempos, los cuales sólo reflejan autoritarismo sectario.
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