El mismo ministro de inmigración australiano que le ha retirado al tenista Novak Djokovic su visado ha reconocido que esta decisión no obedece a razones sanitarias (“Djokovic supone un riesgo insignificante de propagar el virus a quienes le rodean”), sino a las consecuencias civiles que su presencia en el país podría suponer: «La presencia continua del señor Djokovic en Australia puede conducir a un aumento del sentimiento antivacunas generado en la comunidad australiana, lo que podría conducir a un aumento de los disturbios civiles del tipo experimentado anteriormente en Australia con mítines y protestas«. Sus argumentos, parece, han convencido a casi todos.
Dicen los estudiosos de las dictaduras totalitarias que toda la propaganda de éstas está dirigida a mantener en el poder al grupo dirigente, y que la búsqueda de la unanimidad de pensamiento, en todos y cada uno de los individuos, no es sólo una consecuencia del fervor cuasi-religioso que la ideología despierta, sino del miedo a dejar vivos grupúsculos de personas, en principio, sin importancia, que con el tiempo puedan convertirse en antagonistas de peso que supongan un verdadero desafío para quienes detentan el poder. No deja de resultar curioso el miedo, casi visceral, que los “totalitarios” tienen al disidente, sobre todo si comparamos el inmenso poder de esos estados, y sus gestores, frente al desvalido individuo; pero es que, en los sistemas totalitarios, el poder no es sólo un medio para alcanzar otros fines, sino que, una vez alcanzado, se convierte en un bien intrínseco en sí mismo, un valor último al que, conseguido, no se puede renunciar. El poder y la ideología oficial están tan intrínsecamente unidos, dice Kornai, como el cuerpo y el alma.
De ahí que todos los elementos de la estructura institucional y de poder, en éstos regímenes, giren en torno al control absoluto y sin fisuras de las ideas, de las actitudes y de las actuaciones de cada individuo, lo que exige, además de una i) ideología concreta y determinada (un cuerpo doctrinal oficial centrado en la proyección de un estado final perfecto de la humanidad), ii) un “partido”, o conjunto reducido de miembros de las sociedad, consagrado a esa ideología y a conseguir su aceptación general, iii) un sistema de terror (dirigido no sólo contra enemigos externos, sino contra partes o grupos, arbitrariamente seleccionados, de esa sociedad), que proteja al poderoso y que mantenga el espíritu del cambio siempre activo y que explote, sistemáticamente, las facilidades que ofrecen la ciencia y la psicología clínica; iv) un casi completo control sobre el mensaje vertido por los medios de comunicación (prensa, radio, televisión, programas de entretenimiento, etc…) con el que se bombardea, sin cesar, a todos los individuos, en todo momento, ocasión y circunstancia; v) un monopolio casi exclusivo en el uso de la fuerza y de las armas y vi) una economía casi totalmente dirigida desde el aparato burocrático, al servicio, como todo lo anterior, de la ideología oficial y única.
Los sistemas totalitarios son una novedad del siglo XX. En la historia ha habido momentos en los que también se puso en práctica el deseo de crear, desde el poder político, un hombre nuevo. Pero lo innovador de los regímenes totalitarios ha sido la forma en que han organizado el poder y los métodos desarrollados para controlar al individuo, de manera absoluta, en su quehacer diario, buscando una total destrucción -y posterior reconstrucción- de la sociedad de masas, a imagen y medida del nuevo líder. Como ya hemos explicado en anteriores artículos, los avances tecnológicos condicionan la capacidad de los políticos de desarrollar ese férreo control, al menos externo; y, en la actualidad, brindan las herramientas necesarias para conseguirlo. Sólo faltaba un elemento “ideológico” universal que sirviese de palanca (hasta ahora no se había encontrado ninguno realmente bueno y que moviese a todos); pero también ése se ha encontrado: el miedo a una posible muerte inesperada y deshonrosa, causada por un enemigo minúsculo, invisible, iletrado, simplón, traidor y cobarde, que nadie sabe dónde está y que sólo los gobiernos son capaces de combatir. Con esa correa de transmisión es imposible que la máquina no funcione: ideología y poder; poder e ideología; las dos caras de la misma moneda.
Y es que el totalitario es un sistema que busca la acción, que pretende que los individuos hagan, o se abstengan de realizar, determinadas conductas, en un cambio continuo y paulatino hacia la arcadia feliz -que propugna la ideología- moral, económica, social y/o ecológica y que en nada se parece a lo que se tiene. Pero todo cambio, y el régimen totalitario aspira a uno radical, se enfrenta a oposición, de ahí que sea imprescindible no sólo tener claro el objetivo (y definir, también, caricaturescamente, al antihéroe/enemigo, para hacerlo objeto de befa), sino gozar de todas las herramientas necesarias para poder alcanzarlo, y utilizarlas para caminar sin desfallecer, erradicando cualquier elemento que impida o entorpezca el largo camino hacia esa felicidad, universal y terrena, a la que supuestamente nos dirigen… desde ese puente de mando tan querido.
“¿Quién es ese Djokovic que osa obstaculizarnos el camino?”, se preguntan, en completo desconcierto. “Un (don) nadie”, se repiten, espantados, una y otra vez… con más miedo que vergüenza.
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