En España se habla mucho últimamente de la casta. No de la casta española entendida como bravura y orgullo (propia de soldados, toreros, deportistas), sino de un grupo oscuro, poderoso y muy perjudicial. Desde la extrema izquierda se señala y critica a un número relativamente pequeño de individuos y organizaciones que presuntamente mueven los hilos del poder político y económico y que son los grandes responsables de los grandes males del país: crisis económica, pobreza, desigualdad, injusticia, corrupción.
Esta casta está constituida, según ellos, por los políticos de los partidos tradicionales establecidos (del gobierno y la oposición, es decir todos excepto los nuevos movimientos populistas asamblearios) y por empresarios y altos directivos cercanos al poder (especialmente en los sectores de la banca, las finanzas, las obras y los servicios públicos).
Hay gran parte de verdad y acierto en señalar que los poderes estatales y los servicios públicos funcionan muy mal, son ineficientes y a menudo corruptos, y están capturados por individuos y organizaciones que los utilizan para su beneficio particular en lugar de promover el bien común. Los miembros de la casta y sus amigos o allegados obtienen diferentes prebendas y privilegios: altos cargos de responsabilidad (como puestos en consejos que en realidad no exigen gran conocimiento, esfuerzo ni responsabilidad) con suculentas compensaciones económicas (legales o ilegales, transparentes u opacas); contratos públicos en condiciones ventajosas; protección contra la competencia y el fracaso empresarial; diversos subsidios y subvenciones.
Sin embargo las propuestas de la extrema izquierda, más allá de expulsar a esta casta del poder y alguna reforma política acertada, son casi siempre completos disparates cuya implementación agravaría enormemente los problemas en lugar de solucionarlos. A pesar de que se presenten a sí mismos como abnegados luchadores por el bienestar general, los pobres, los débiles, los excluidos y la justicia social, sus ideas se basan en la ignorancia económica más radical, son altamente liberticidas y resultan éticamente lamentables.
Pero es que además su análisis de las castas del país es pobre e incompleto. No existen solamente grupos elitistas y exclusivos en las cumbres del poder político y económico. En España han abundado y abundan la picaresca, el escaqueo, el vagueo, la chapuza, la hidalguía, el trampeo, el incivismo. La extracción de recursos, la caza de rentas, el parasitismo, el recibir más valor del que se genera, también se realizan por castas más populares, con mayor número de miembros y que tienen mucho poder sin estar en su núcleo central. Muchas personas toleran el sistema o incluso lo defienden porque se benefician de él, dejan trampear a otros a cambio de poder trampear ellos.
Estos grupos están bien organizados y firmemente establecidos en diferentes sectores económicos: son reaccionarios e inmovilistas, no están dispuestos a ceder sus privilegios sin luchar. Algunos ejemplos, con diferente número de miembros, nivel económico de los mismos e importancia económica y social, son los notarios, los registradores de la propiedad, los farmacéuticos con farmacia, los controladores aéreos, los estibadores portuarios, los taxistas, los aparatos sindicales y sus liberados, las organizaciones empresariales al amparo del poder político, y todo tipo de funcionarios y empleados públicos (administraciones, transporte) cuyo desempeño laboral es poco eficiente. Casos especiales son el ejército y las diversas policías.
Los dos casos más importantes de castas extensas nocivas, por el alto número de miembros y su gran y creciente importancia económica y presupuestaria, son los trabajadores públicos de la sanidad y la educación (directivos, administrativos, médicos, enfermería, profesores). Las mareas blanca y verde se han movilizado y han pretendido hipócritamente que luchan por el bienestar general: en realidad defienden sus intereses particulares, sus salarios y sus condiciones laborales (menos horas, menos intensidad, menos controles).
Son dos sectores escasamente competitivos y poco productivos como puede comprobarse en comparación con el sector privado, que los ciudadanos escogen libremente si pueden pagárselo o conseguirlo (seguros médicos privados, educación concertada). Incluso los propios funcionarios escogen masivamente el sector privado cuando les dejan, como es el caso de la sanidad, con un privilegio del que carecen los demás ciudadanos que lo financian todo con sus impuestos y que quedan atados a la muy mal llamada Seguridad Social.
Sanidad y educación públicas son dos sectores capturados por los proveedores de los servicios, los empleados públicos: serían posibles grandes mejoras de productividad y calidad con medidas como los cheques escolar y sanitario para los ciudadanos, quienes al poder elegir dónde gastarlos estimularían una sana y necesaria competencia.
Si los trabajadores de estos dos ámbitos fueran grandes profesionales realmente deseosos de servir a los demás, podrían querer demostrarlo permitiendo que los ciudadanos elijan (o no) sus servicios. El hecho de que no lo hagan, que culpen de todos los problemas a sus superiores políticos, y que sistemáticamente reclamen más recursos presupuestarios (que suelen acabar en sus nóminas), hace sospechar que lo que defienden es su cómoda plaza en propiedad.
La sanidad y la educación son muy valoradas por los ciudadanos, quienes quizás confunden el servicio con sus actuales prestadores. Tal vez no quieren criticar el sistema por miedo a llamar la atención y luego tener que sufrir alguna represalia o un trato de inferior calidad. Además es fácil querer de todo bueno para todos sin importar los costes, y en el fondo la mayoría cree que son otros quienes pagan.
Los populistas tienen un problema: para ellos es fácil denunciar a los visiblemente poderosos; quizás resulta inconveniente criticar a otros individuos y grupos, presuntamente más débiles y que a menudo se presentan como víctimas y servidores públicos, que pueden ser parte esencial de los problemas sociales. Los colectivistas, socialistas y estatistas de todos lo partidos deben elegir entre por un lado los ciudadanos receptores de los servicios, que siempre quieren más y que lo pague otro, o por el otro lado los empleados en la prestación pública de esos mismos servicios, bien organizados e interesados en la mayor recompensa económica, con el mínimo esfuerzo posible, y trampeando todo lo que se pueda sin que se note demasiado.
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