Vivimos en un mundo que, de la noche a la mañana, se ha vuelto rico. Es normal que no nos lo parezca, y que sigamos centrando la atención en las muchas miserias que quedan por resolver, al igual que el pez no es consciente del agua en el que nada, hasta que le falta.
La humanidad ha vivido siempre, hasta ayer, en la pobreza, al borde mismo de la subsistencia. Pero esto empezó a cambiar hace poco más de dos siglos, hace apenas un suspiro. Entonces algunos países europeos comenzaron a experimentar un crecimiento económico de enorme intensidad y sostenido en el tiempo, volviéndose exponencial.
Otros países, con el paso del tiempo, se fueron sumando a esa explosión económica. Y así nos encontramos hoy imbuidos en un nivel de prosperidad, bienestar y esperanza de vida sin precedentes. ¿Cómo se produjo esta transformación económica? ¿Por qué se produjo en unos países antes y con más intensidad, y en otros ha llegado más tarde o en menor medida?
Instituciones inclusivas y extractivas
La respuesta de los economistas Daron Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson les acaba de valer un Premio Nobel de Economía. Señalan que la clave de la prosperidad de un país la encontraremos en sus instituciones.
La prosperidad emergería allí donde prevalezcan las «instituciones inclusivas»: aquellas que incentivan a los individuos a hacer el mejor uso de sus talentos, habilidades y criterio en la actividad económica, entre las que destacan el respeto a la propiedad privada, el imperio de la ley, la libre concurrencia para profesionales y empresas, y la provisión de servicios públicos que nivelan el terreno de juego para intercambiar y contratar.
Por el contrario, donde imperan las «instituciones extractivas», donde una élite política prioriza la extracción de rentas y restringe las libertades más básicas, se consagra el estancamiento y se perpetúa la pobreza.
La ambigüedad de los recién premiados
La tesis de los recién premiados suena muy bien, y no resulta extraño que haya recibido el aplauso de economistas de un amplio espectro ideológico: desde libertarios radicales, pasando por liberales clásicos y socialdemócratas, hasta socialistas convencidos, han celebrado la tesis de las instituciones inclusivas. Y es que ahí radica su principal problema: Acemoglu y sus colaboradores han terminado convirtiendo el término «instituciones inclusivas» en un cajón de sastre lo suficientemente ambiguo como para que cualquiera, empezando por ellos mismos, pueda terminar colgando esa etiqueta a todo aquello que les guste o les ayude a contentar a un amplio espectro ideológico, aunque sea en perjuicio de la verdad científica.
Parafraseando la crítica de Henry Hazlitt a Keynes, podría decirse que Acemoglu, Robinson y Johnson no proponen ideas originales y correctas: o bien exponen ideas que son correctas, pero que no son originales, como la importancia para la prosperidad del respeto a los derechos de propiedad y la libertad económica; o desarrollan ideas originales, pero incorrectas: cuando tratan de bajar a los detalles de su teoría o aterrizarla sobre ejemplos históricos concretos, terminan viciando sus aportaciones con sus particulares fobias y filias ideológicas y las trufan de importantes errores históricos.
Teorías de la prosperidad
En 2022, los economistas Mark Koyama y Jared Rubin publicaron el libro How the World Became Rich, en el que tratan de explicarse por qué ese estallido de crecimiento económico empezó en Gran Bretaña a partir del siglo XVIII, y no en otro momento o lugar, así como por qué unos países se han sumado entusiastas a ese desarrollo y otros en mucha menor medida. Para ello no pretenden ser originales, más bien al contrario: primero recopilan y exponen las principales teorías sobre el desarrollo económico que otros autores han desarrollado y luego tratan de ponderar su relevancia a la luz de los hechos históricos.
Así, desfilan por sus páginas diversas teorías sobre qué termina causando la eclosión de la prosperidad. Se exponen, por supuesto, la teoría de las instituciones de Acemoglu, Robinson y Johnson, así como la de otros premiados como Friedrich Hayek o Douglass North, con especial énfasis en la importancia de los derechos de propiedad privada, el imperio de la ley y los límites al poder político.
Jared Diamond, Deidre McCloskey, Max Weber…
Otros autores, como Jared Diamond, achacan la prosperidad a causas geográficas: a la forma de los continentes, al clima, al acceso a mares y ríos navegables, a la fertilidad de las tierras o a la abundancia de recursos naturales y fuentes de energía.
A continuación, se repasan teorías que señalan que la clave está en determinados cambios culturales, desde la adopción de una mentalidad burguesa, ahorradora e industriosa (Deirdre McCloskey), a la ética protestante (Max Weber) o a la penetración de la alfabetización.
También se exponen teorías que hacen énfasis en la natalidad, en las que el elemento diferencial es la autorrepresión reproductiva: reduciendo la natalidad, los incrementos de productividad no serían devorados por aumentos de la población, la renta per cápita podría aumentar y los padres podrían permitirse reinvertir en mejorar las condiciones y el potencial productivo de sus hijos, escapando así de la trampa «malthusiana».
Por último, se da voz a las teorías, típicamente izquierdistas, que tratan de explicar la riqueza y la pobreza en función de si dicha población fue, siglos atrás, colonizadora o colonia, esclavista o esclava.
Una revolución con múltiples causas
Entonces, ¿qué hizo que el crecimiento económico explotara en Gran Bretaña a partir del siglo XVIII? ¿Qué hizo que Europa occidental, Estados Unidos, Japón y otros países de Asia y Oceanía, se fueran incorporando a este crecimiento intenso y persistente?
La respuesta, según Koyama y Rubin, reside en cómo muchos de estos factores convergieron y se reforzaron mutuamente en el lugar y el momento adecuados. Fue en Gran Bretaña donde se dio una primera combinación única de instituciones inclusivas, buena ubicación geográfica, recursos naturales y fuentes de energía accesibles, un mercado suficientemente amplio para aprovechar la extensión de la división del trabajo, una cultura burguesa, industriosa e innovadora, y una población alfabetizada y que, merced a una menor natalidad, podía reinvertir en sus hijos.
Así, la producción pudo ir aumentando, la población ahorrando y generando capital, y se fue reinvirtiendo en mejoras progresivas de la productividad, en un círculo virtuoso que se manifiesta en un crecimiento económico exponencial y un creciente nivel de prosperidad.
Acemoglu, Robinson y Johnson: trampas y errores
Una vez puesta en marcha esta maquinaria de generación de riqueza, resulta cada vez más fácil sumarse a ella: basta cumplir con el respeto mínimo imprescindible a la propiedad privada, a la libertad económica y a la apertura comercial, para convertirse en un destino de inversión atractivo y atraer enormes flujos de capital deseosos de cruzar las fronteras y transformarse en capital productivo.
La obra de Acemoglu, Robinson y Johnson, por sus trampas y errores, seguramente no merezcan un Premio Nobel. La de Koyama y Rubin, ni siquiera pretende merecerlo. Pero ambos sí merecen ser leídos, no solo porque contienen ideas interesantes y relevantes, sino también porque son realmente entretenidos.
Aunque si al lector le basta con un breve resumen, el profesor Miguel Anxo Bastos nos ofrece uno que, en tan solo cinco palabras, condensa con precisión las causas de la prosperidad de las naciones: «¡Capitalismo, ahorro y trabajo duro!».
Ver también
¿Cómo afectan las instituciones al crecimiento económico? (Álvaro Martín).
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