La propiedad se ha configurado como el sistema más eficiente de protección aunque sólo sea por el hecho de que conlleva cierta responsabilidad sobre lo poseído y generalmente no tendemos dañar nuestros bienes. El mero interés personal puede ser una manera de preservación más que suficiente y nada dañina para el contribuyente. Como todas, tendrá sus fallos y sus virtudes pero se alejará de los dogmas utopistas y se acercará más a los intereses de los afectados.
La propiedad no es tan fácil de compaginar con la preservación de las especies. Se ha dicho que los búfalos americanos casi desaparecen por no ser propiedad de alguien mientras que los rebaños de vacas no han tenido ese problema pero este modelo únicamente solucionaría la preservación de determinados seres con ciertas características y de presumible explotación económica, tal sería el caso de los elefantes africanos, un verdadero problema de superpoblación en algunas reservas naturales. No imagino quién puede querer en propiedad los escorpiones negros o la cochinilla común, sin olvidar las dificultades que encontraríamos al intentar solucionar el choque de intereses entre los dueños de las gacelas y los de los leones. El comportamiento animal supondría un serio problema, así que la pregunta sería qué debemos poseer.
La cuestión podría tener su respuesta en el mismo concepto de ecosistema que es un todo en el que lo vivo y lo muerto interacciona a través de flujos de materia y energía. Si queremos preservar una parte, en este caso la biodiversidad, deberemos preservar o proteger el todo o en su caso un trozo de ese todo. De hecho, los modelos públicos de protección de especies amenazadas no dejan de ser un intento de recuperar el que se sabe o se cree que es su entorno ideal. La propiedad debe estar dirigida por tanto a la parcela.
Pero esa preservación supone un costo de la misma manera que nuestra casa o nuestras posesiones nos suponen un desembolso mensual. No se pude proteger algo sin recursos, es decir sin dinero y aquí radica la diferencia esencial con el modelo público, mientras que la defensa pública la hacen personas que no son los dueños de lo administrado y los recursos provienen del erario público, el modelo privado está dirigido por el propietario o aquellas personas que contrata para ello y el dinero sale de las propias actividades económicas del terreno que se protege o de otras que el propietario desarrolle. La prosperidad económica se convierte así en el verdadero sistema de preservación del ecosistema y por tanto de la biodiversidad.
Es evidente que este sistema conlleva cierto recelo de los conservacionista, ¿qué puede evitar que el dueño de un bosque no lo tale, venda la madera y construya cientos de miles de casas?. Pues en principio, nada. Todo propietario es muy libre de hacer lo que quiera con lo que posee. La cuestión es, ¿por qué va a talar el bosque y va a construir una ciudad?. El libre mercado tiene la solución a esa situación. Si bien la madera y las construcciones pueden ser un recurso perfectamente explotable, existen otros que desaparecerían si lo hace el ecosistema, desde el paisaje que desean ver los que allí compran una casa o los esporádicos visitantes, pasando por los caminos que surcarían los turistas de paso hasta los productos silvícolas, agropecuarios o geológicos que los arrendados o los dueños de la finca podrían explotar. La demanda y la oferta de estos servicios y productos, en definitiva, los deseos de los dueños y de los posibles beneficiados generarían suficiente riqueza para que la preservación fuera efectiva sin necesidad de cortar todos los árboles y saturar un mercado de una madera que generaría una deflación de precios, más perniciosa que positiva para el sector maderero, salvo que la Administración obligue a un precio mínimo.
Porque lo que buscamos en este caso no es la preservación perfecta, algo totalmente imposible, sino la más efectiva, la que a la larga favorecería que el ecosistema pudiera recuperara aquellas partes que por nuestra actividad hayan sido degradadas. Sin embargo, todo esto puede plantear una pregunta un tanto radical pero que deberíamos hacernos, ¿es necesaria la biodiversidad?. Esto es lo que pretendo proponer en el cuarto y último comentario que he dedicado a este tema.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!