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Consumimos mucho y consumimos mal

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En plena crisis económica, los ingenieros sociales no pierden oportunidad de hacernos un poco mejores. Mejores, claro está, según sus criterios. Parece que, en todo el proceso productivo que va desde que el producto sale de la tierra y llega al consumidor, se pierde mucha comida, muchísima comida, tanta que los caros funcionarios que llevan a buen término los lentos procesos burocráticos de la Unión Europea, entre ágape y ágape, se han dado cuenta.

La Comisión de Agricultura ha aprobado un informe que exige medidas urgentes para reducir a la mitad los residuos de alimentos en 2025. Según las conclusiones del mismo, en los hogares y los supermercados de la Unión Europea se pierde o desperdicia el 50% de los alimentos. Vamos, que si no he entendido mal, consumimos mucho y consumimos mal. Suerte que están aquí estos señores comisarios para informarnos de nuestros desmanes, estos señores que en casi todos los países de la Unión se han dedicado a gastar lo que no tenían y han disparado tanto la deuda soberana que ni los mercados más arriesgados quieren financiarles sus excesos a un precio aceptable. Pero aquí están dando lecciones de moralidad.

Parece que no se han dado cuenta, o si lo han hecho, desde luego no lo han considerado, de que si yo o cualquier persona tira la mitad de lo que compra para comer, como mucho se está haciendo daño a sí misma, pues podría invertir ese dinero en algo más productivo. Sin embargo, ni esta afirmación es necesariamente verdad, ni las consecuencias de nuestros actos son necesariamente buenas o malas. Si yo gasto más de lo necesario en comida o cualquier otra cosa, estoy alimentando indirectamente una cadena que mantiene innumerables empresas y puestos de trabajo. Lo mismo se puede decir de empresas como los supermercados, se dañarían a sí mismas, pues no creo que les haga mucha gracia que la mitad de lo que compran no puedan venderlo, ya que repercute en sus cuentas y en su propia supervivencia.

Más absurdas parecen aún las medidas propuestas, pero es que los burócratas sólo piensan como burócratas o, como dijo un político estadounidense: "la única cosa que nos salva de la burocracia es su incompetencia". Vamos, que son absurdas pero responden a su lógica intervencionista. Parece que la solución mágica que han ideado, aunque con un ligero punto de autocrítica, es que el etiquetado y el envasado son deficientes. Y eso, pese a cumplir la estricta reglamentación europea sobre etiquetado. Pero la solución no está en dar más libertad en este sentido y que las empresas busquen soluciones a este problema, si es que, claro está, nos encontramos ante un problema. No, la solución ha sido reforzar sus políticas que, todo sea dicho, son las que han llevado a la situación actual. Por lo visto, las nuevas etiquetas tendrían que llevar, además de la fecha de caducidad o de "consumir preferentemente antes de", otra fecha, la de "vender antes de", y como debemos de ser tontos por definición, el informe aclara además que los estados deberían asegurarse de que entendemos qué diferencias hay entre unas fechas y otras. Además, debería ampliarse la gama de envasados para favorecer estas políticas tan inteligentes.

De nuevo, los burócratas viven en su Babia particular. El problema de la excesiva y cambiante reglamentación, que no sólo hay que pensar en la europea, sino en las nacionales y regionales, encarece el proceso productivo y, por tanto, los precios de los productos. Además, hace que las empresas destinen buena parte de sus capitales e inversiones a satisfacer las necesidades de los burócratas y no las de sus clientes, que se ven así doblemente perjudicados.

Como no podía ser de otra manera, toda política social tiene que tener su justificación moral. En la UE, hay ni más ni menos que 79 millones de ciudadanos que viven por debajo del umbral de la pobreza y, de ellos, 16 millones de personas dependen de las instituciones de beneficencia para alimentarse, por lo que estas medidas estarían encaminadas también a que se mejore el acceso a los alimentos para estos necesitados ciudadanos. Entramos en una trampa malvada del intervencionismo socialista: que las consecuencias de nuestros excesos conllevan las carencias de otros, que la economía es un juego de suma cero. ¡¿Cómo no vamos a ocuparnos de los pobres?! Pero yo me pregunto: el hecho de que yo desperdicie la comida o una empresa se equivoque al calcular lo que puede vender, ¿llegaría al pobre que vive de la beneficencia? ¿Acaso mi dinero no quedaría en mi cartera para satisfacer otro menester, o lo que no venda la empresa no quedaría como exceso de oferta en el campo o en el almacén del intermediario? ¿No hay otra manera de solucionar su problema o aliviar su sufrimiento que el que proponen los burócratas? En definitiva, consumimos mucho, consumimos mal y somos unos insolidarios. Menos mal que estos funcionarios derrochadores nos guían por el camino correcto.

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