Cada uno tiene derecho a hacer consigo y con su propiedad lo que le plazca, siempre que no invada la de los demás o dañe a otras personas. Así expresado, este principio parece aceptable para la mayoría de la gente. Pero cuando se trata de seguirlo hasta sus últimas consecuencias, parece que esta idea pierde el interés o el atractivo inicial. Prueba de ello es la proliferación de los crímenes sin víctima, o crímenes consensuados, que son aquellos que se hacen sobre sí mismo y su propiedad, en soledad o en cooperación voluntaria con otros.
La lista de crímenes sin víctima es larguísima. En una recopilación de urgencia incluimos el suicidio, el consumo de drogas y todo el proceso de producción y distribución de las mismas, el juego, la homosexualidad, la poligamia y el matrimonio homosexual, la posesión de armas, la mentira, la pornografía, la prostitución, el vagabundaje y la holgazanería, multitud de delitos medioambientales y muchos otros.
La misma idea de crímenes sin víctima es absurda. Pero tiene su sentido en el contexto histórico en que el derecho penal ha sido arrancado de manos privadas por parte del Estado. Cuando, en una sociedad libre, un individuo daña a otro, hay instituciones como el derecho, reforzada por la moral y el entramado de relaciones interpersonales que hacen costosos los comportamientos antisociales, que contribuyen a la restitución a la víctima de lo dañado. Desde que el Estado se hizo con derecho penal, la situación ha cambiado. Primero porque la víctima ha perdido el derecho a ser indemnizada por el criminal y es el Estado quien, en ciertos crímenes y según la situación histórica, se ha quedado con la indemnización, convirtiendo el acto de restitución de la justicia en un nuevo crimen. La víctima lo es por duplicado.
Y segundo, porque una vez que el Estado puede definir los comportamientos penales, tiene la posibilidad de tipificar como tal los que no tienen víctima. En el derecho privado hay una realidad contingente, la persona o la propiedad, que ha resultado dañada por la invasión injusta por parte de un tercero. Puesto que el Estado no es víctima, no tiene como limitación ese hecho contingente, por lo que puede considerar delictivo cualquier comportamiento, incluso los que se realizan sobre la propia persona o su propiedad, en soledad o en compañía consensuada con terceros. Surgen así los crímenes sin víctima, inconcebibles en una sociedad libre.
Con la creación de esta figura se produce una situación que condiciona el libre desarrollo social de un modo determinante. La tipificación de delitos sin víctima o consensuados supone la intromisión y al final el uso de la coacción en comportamientos que, morales o inmorales, son perfectamente legítimos, por lo que es injusta. Además ilegalizar la libertad, criminalizar comportamientos habituales, que son fruto de la espontánea elección de los ciudadanos sobre los ámbitos de decisión a que tienen derecho, no sólo ataca nuestra libertad de forma directa, sino que nos pone en una situación a merced del Estado. Aunque cometamos alguno de esos crímenes sin víctima y no suframos la violencia estatal, nos deja en una situación vulnerable. Y si hacemos cualquier cosa que no guste a quienes estén en el poder, podrán ir contra nosotros por hacer cosas a las que tenemos perfecto derecho.
Pero la perversión de los delitos sin víctima va mucho más allá incluso que eso. Puesto que proscriben comportamientos que tienen su motor en deseos personales no satisfechos, muchos de quienes los adoptaban seguirán con ellos aunque con mayores costes. En ocasiones, en muchas de ellas, se recurre al crimen para hacer frente a esos costes. Y no es la última razón el hecho de que, puesto que uno ya está fuera de la ley, los costes del comportamiento ilegal han sido ya en parte asumidos, por lo que dar el paso a los crímenes reales no cuesta ya tanto. En consecuencia, la persecución de crímenes falsos fomenta los de verdad. El dato tiene una década, pero no tiene porqué ser hoy distinto: cerca del 80 por ciento de los delitos en España tiene relación con el consumo y el tráfico de drogas. Este fomento del crimen no tiene porqué limitarse al esporádico y a pequeña escala; por el contrario fomenta también el crimen organizado. Súmese a ello que las fuerzas de seguridad tienen que atender a ambos tipos de delitos (con el aumento del coste correspondiente), por lo que no se concentran en los que lo son en realidad, perdiendo así eficacia.
Puesto que la consideración de un comportamiento como delito no nace de la violación de derechos originarios, como la vida y la propiedad, su tipificación supone un juicio moral. De este modo, nos encontramos con que el Estado, reunión de todos los comportamientos aberrantes, se convierte en árbitro moral de los ciudadanos. Además, dado que el criminal coincide con la supuesta víctima, la represión del primero supone también la de la segunda. ¿Qué derecho es ese que reprime a las víctimas?
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