La dimensión adquirida por el estado, también en democracia o especialmente en ella, incrementa el número de grupos interesados en fomentar la idea de que un círculo de funcionarios, que unen algo de ciencia simplificada y mucha pretenciosidad, es capaz de definir qué necesita cada uno de los individuos que componen el ámbito de población que gobiernan. Cuanto mayor sea la creencia en esa capacidad, mayor será su estatus económico y de poder. La realidad es muy tozuda y la pretensión de omnisciencia se resquebraja masivamente cuando suceden periodos de profunda crisis, como la actual, donde los economistas del mainstream, asociados a los políticos que compran sus productos, muestran con más claridad su ignorancia. La arrogancia fatal hace aguas también en muchas otras áreas en que se deja ver.
La premisa inicial de que debemos partir al tomar en cuenta cualquier modo humano de actuar es el carácter inerradicable del error. Todo proceso evolutivo es tal en virtud de las características concretas que el conocimiento tiene: limitado, disperso, tácito y no siempre articulable, lo que trae como consecuencia que las acciones humanas tengan una considerable carga de error y que la perspectiva humana sea, siempre, incierta. Esto que, junto con la complementaria concepción subjetivista de la acción humana, constituye el avance más sustancial en las ciencias sociales, es espuriamente encubierto, una y otra vez, por los planificadores gubernamentales.
Las víctimas masivas de todo ello son los individuos en cuanto tales, y se benefician los que están en el negocio de lo público, los cuales, en su balance particular de pérdidas y ganancias, se consideran satisfechos. Las invasiones del ámbito de lo privado son contraproducentes, dada la naturaleza humana, siempre, y no solo cuando hay una cadena de intereses afectados, como en el ejemplo de la contaminación ambiental.
Un caso poco cuestionado en que se invade la soberanía del individuo es el de los llamados crímenes sin víctimas. Siempre ha habido penalizaciones públicas a unos u otros de esos actos individuales, aunque el presunto perjuicio del mismo no recaiga más que en quien los lleva a cabo. La tradición de invasión de la libertad en este tipo de acciones es larga. Las justificaciones son tan antiguas como nuestro pasado tribal y, a pesar de haberse roto algunos moldes colectivistas, los antiguos castigos a la llamada conducta inmoral se han reinstaurado sobre conductas casi similares, pero por motivos diferentes. En unos casos, se ha sustituido una moral puritana religiosa por una de otro tipo y, en otros, el argumento seudosanitario ocupa el mismo lugar que el religioso y para los mismos fines restrictivos.
Si diéramos por refutados los motivos moralistas, asunto fácil en una sociedad suficientemente abierta, nos quedarían los relativos a la salud y al delito concomitante al tipo de "vicios" a que nos referimos. Empezando por el segundo, la doctrina comúnmente aceptada vincula la delincuencia, la esclavitud y el crimen organizado o esporádico a la práctica de la prostitución y al consumo de drogas. Sin duda es muy sencillo asociar causalmente dos hechos que se dan con bastante correlación sin tener en cuenta otros factores que están presentes. Es evidente que la criminalidad de ambas actividades no es ajena a las restricciones que se les impone o a su inserción en el código penal, a pesar de lo cual todas las campañas contra ellas obvian este dato crucial. ¿En qué queda, por tanto, la supuesta omnisciencia de los gobiernos? Sin duda se muestra inexistente.
Siendo lógicos y exigiendo a los políticos, a los moralistas de todo tipo y a los sanitaristas que lo sean, podríamos aplicar a otras actividades el argumento por el que se prohíben esas dos. Por ejemplo, a la política. Lo mejor es formularlo así: dado que el empleo corrupto de los cargos públicos en España ha avanzado considerablemente en los últimos diez años, es necesario perseguir la actividad política. Y si, avanzando en la argumentación, se adujera el su carácter "indispensable", en lugar de discutir lo discutible, podríamos señalar la contradictoria legalidad de producción, venta y consumo de bebidas alcohólicas. A estos argumentos, nada que decir; solo se aportan juicios emocionales vinculados a prejuicios insostenibles. De nuevo la ostentación de sabiduría, ciencia y omnisciencia por parte de políticos y funcionarios queda en entredicho.
En el caso específico de las drogas se añade el inequívoco deterioro de la salud del drogadicto. Excluyamos de esta consideración los efectos sobre el comportamiento delictivo para financiar el mercadeo y el consumo, teniendo en cuenta que la mera prohibición, persecución y penalización de todo lo relativo a los estupefacientes dispara su precio exponencialmente y somete a los agentes del mercado de la droga a situaciones de alto riesgo con fuerte incentivo para cometer delitos, tal y como ocurrió en los EEUU durante catorce años.
El 16 de enero de 1920 Estados Unidos incurrió en uno de los mayores desaciertos de su historia: aquel día entró en vigor la Volstead Act o ley seca, que impulsó el consumo de alcohol, tanto el contrabandeado como el elaborado en los hogares y destilerías clandestinas. Toda prohibición incurre en un encarecimiento del producto, un aumento de los beneficios con concomitante aumento de la oferta, y nunca una reducción de la demanda. Si estos son los efectos de la prohibición de un estupefaciente, ¿cuál es la razón de que esta se mantenga en otros?, ¿la omnisciencia del político, quizá, por razones a las que nadie más es capaz de acceder?
De esta manera solo queda aducir que el perjuicio para la salud del adicto podría justificar el prohibicionismo dictado por el Estado. En ese caso, se expone, el gobierno debe evitar que el propio individuo se perjudique a sí mismo y, para eso, prohíbe. Dado este planteamiento, ¿podríamos aplicarlo a otros casos? Sí, podemos hacerlo: al alcohol, en primer caso. Sucede que es un tipo legal de estupefaciente cuyo consumo, en la mayoría de los casos, no implica ningún desastre para la vida productiva y social de la mayoría de individuos que lo consume, y que es claramente equiparable al caso de las drogas ilegales. La prohibición del alcohol tiene en su favor que está inserto en la cultura occidental y que, de ser ilegalizado, produciría idénticos desastres sociales que las drogas, aunque si no se acepta su prohibición es porque se ha vinculado su consumo a multitud de ganchos económicos, emocionales y culturales. Nada se dice sobre el segundo argumento, mucho más objetivo para no darle al alcohol el mismo tratamiento que a las drogas ilegales.
Y si tratáramos el tema de la prostitución, nos toparíamos con una similar vinculación con la delincuencia. La censura o restricción solo precariza su práctica, y fomenta que las empresas dedicadas a producir el servicio y contratar a las profesionales sean mafias que no respetan la libertad de contratos entre la empleada y la empresa. Desmontada la teoría de la relación intrínseca entre prostitución y delincuencia y excluido el argumento sanitarista (¿es malo para la salud comprar o vender favores sexuales?, ¿no se dan intercambios de los mismos fuera del ámbito de la prostitución establecida como tal?) no queda nada más que el moralista cuya refutación es, por evidente, innecesaria.
Sean motivos religiosos, místicos, seudocientíficos o relativos a una difusa salud social, lo cierto es que no cabe aducir daño alguno a terceros para penalizar la prostitución, las drogas y, en general, la disponibilidad sobre el propio cuerpo y la propia vida decidida libremente.
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