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¿Cuál es la verdadera sostenibilidad?

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Desde hace un tiempo sabemos que las empresas no se conforman con prestar buenos servicios o vender productos de calidad a precios competitivos, sino que aspiran a bastante más. En efecto, los estatistas de todos los partidos, siempre liderados por los elementos más a la izquierda, han conseguido hacernos creer que la sociedad demanda productos, no solo útiles y a buen precio, que es lo que siempre ha garantizado el mercado, sino también inclusivos, “verdes”, digitales y sostenibles.

De estos adjetivos, los tres primeros no presentan demasiada ambigüedad, aunque su vacío pueda ser tan insondable como el del cuarto. Así, las cosas o empresas inclusivas quizá no añadan demasiado valor, pero por lo menos no enredan al individuo, que sabe con bastante certeza que significa que algo sea inclusivo. Lo mismo ocurre con lo “verde” y lo digital.

Por ello, el adjetivo más preocupante es el cuarto, porque éste sí tiene una connotación económica, que, al entrar en este imaginario social, se difumina y pasa a ser confusa. De esta forma, un economista o inversor que demanda un proyecto sostenible ya no transmite con claridad lo que exigía hace unos años con ese mismo calificativo.

¿Qué se entiende en la actualidad por un producto o proyecto sostenible? Esto es lo que encuentra cualquiera que busque el significado en Google: un proyecto con unas “características del desarrollo que aseguran las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de futuras generaciones.” O sea, sería aquel proyecto que, de alguna forma, consigue reponer los recursos que consume, de forma que estos siguen estando disponibles para el futuro.

Muy cercano está el concepto de economía circular, cuyo nombre es bastante gráfico. Veo esta definición finalista que afirma que su objetivo “es que el valor de los productos, los materiales y los recursos (agua, energía,) se mantenga en la economía durante el mayor tiempo posible, y que se reduzca al mínimo la generación de residuos.”.

¿Pero son realmente sostenibles estos proyectos “sostenibles”? En el contexto económico, o sea, en el praxeológico y de la acción humana, son sostenibles aquellos proyectos o productos que generan más riqueza de la que se necesita invertir para su elaboración. La condición es lógica: dado que cualquier actividad consume recursos, un proyecto solo se podrá sostener en el tiempo si es capaz de generar, al menos, los recursos que ha consumido. En otro caso, se tendrán que ir detrayendo recursos de otras actividades para mantenerla, por lo que su sostenibilidad no estará asegurada.

En las economías modernas (¿las lineales?), cualquier recurso se puede obtener a partir de dinero. El dinero facilita enormemente el proceso de cálculo económico para evaluar la viabilidad o sostenibilidad de un proyecto, al homogeneizar la unidad de cuenta tanto en los recursos requeridos para su implementación, como en los productos obtenidos de la misma. Así, para ver si un proyecto es sostenible basta con ver si los ingresos monetarios que genera son superiores a los gastos monetarios requeridos. En una economía monetizada, ver si se generan más recursos de los que se consumen es tan simple como ver si el proyecto tiene beneficios. O sea, son sostenibles aquellos proyectos que presentan beneficios económicos.

¿Y cuándo se consiguen beneficios económicos? Trivial: cuando el valor de lo producido para los individuos es superior al valor que estos dan a los recursos invertidos en la producción. Se observa, por tanto, una alineación absoluta entre la existencia de beneficios en un proyecto determinado, y las preferencias de los individuos que conforman la sociedad; por supuesto, siempre y cuando las transacciones no estén sujetas a condiciones impuestas. Asu vez, eso implica que la sostenibilidad de un proyecto depende principalmente de las preferencias de los individuos. En suma, son sostenibles aquellos proyectos que satisfacen necesidades los individuos y por los que están dispuestos a pagar una cantidad que supera a los recursos requeridos para llevarlos a cabo.

Como se observa, no tienen por qué ser coincidentes los proyectos sostenibles económicamente, o sea, alineados con las preferencias de los individuos, con los proyectos “sostenibles” que exigen los criterios políticos.

De hecho, la mayor parte de los proyectos “sostenibles” políticamente son deficitarios económicamente, lo que implica un consumo neto de recursos. Como se ha dicho anteriormente, para que estos proyectos sigan en pie es necesario que se les inyecten continuamente recursos procedentes de otras actividades excedentarias (éstas sí, sostenibles por criterios económicos). Y ya sabemos cómo se consigue esto: obligando a los individuos a hacer cosas contra sus preferencias, sea tener tres cubos de basura en casa para poder reciclar so pena de sanción, o cobrándoles impuestos y usando el dinero recaudado para estas cosas.

Así pues, la supuesta “sostenibilidad” de estos proyectos tiene las patas muy cortas: solo durarán en función de la voluntad política del Estado para mantenerlos, y de su capacidad fiscal para hacerse con recursos que pertenecen a la sociedad.

En suma, la pseudo-sostenibilidad que los políticos exigen y venden de cara a los ciudadanos, no es una verdadera sostenibilidad. La única sostenibilidad posible es aquella que refleje las preferencias de los individuos de la sociedad, pues solo el alineamiento con dichas preferencias garantiza la obtención de recursos para el mantenimiento de la actividad. Mientras tanto, se seguirán enterrando recursos en actividades pseudo-sostenibles, además de inclusivas, “verdes” y digitales, que únicamente nos harán más pobres.

1 Comentario

  1. ¿Cuál es la verdadera sostenibilidad?
    Señor Herrera, solo existe una industria sostenible: el robo.

    Lo demuestro.

    A veces me aburro y leo al azar textos vetustos, pero vigentes. Por ejemplo: «Ley de 16 de diciembre de 1954 sobre expropiación forzosa.»

    https://boe.es/buscar/doc.php?id=BOE-A-1954-15431

    Varios artículos de esta ley han sido alterados. Curiosamente, a favor del Estado. Es sorprendente, lo sé. Mas debemos sobreponernos a esta emoción causada por tan inesperada comprobación, y seguir adelante.

    El año 1954 fue un año goloso. Tocaban los compases finales de la fase mal llamada «autárquica» de la dictadura, que en realidad debería ser llamada la fase más socialista de la dictadura. Los probos historiadores españoles nunca han hecho esfuerzos en esconder su sesgo.

    Inicióse, ese mismo año, la venta del Estado a los americanos. La península era pieza importante en el tablero de la guerra contra la Unión Soviética. Había que cambiar muchas cosas, en preparación para el futuro.

    Por ejemplo, la constitución española de 1978 está perfectamente en armonía con esta idea falangista (y carlista, y socialista, y comunista, y fascista, y democraticista, y calvinista, y catolicista, y ortodoxista, y ateísta, y mil istas más…) de que cuando se enfrentan el interés público y el interés privado, debe primar siempre, obviamente y ningún razonamiento y ni evidencia es aportado para sustentar esta obviedad, el interés público.

    Es de sentido común, como suelen decir los filósofos más tontos cuando no saben cómo salir de un jardín en el que se han metido sin querer.

    No hay que ser egoísta, sino solidario, como esos que saquean países y se llevan mil dineros a cuentas de bancos tropicales, y solo nos enteramos (si nos enteramos) cuando los «delitos» prescriben.

    Es obvio que no hay que ser egoísta.

    No seamos egoístas, por favor. ¿Recuerdan la erupción del volcán de la Palma? Pues hemos dado a los habitantes de la isla de la Palma diez euros por cada euro de dinero público que nos roban sosteniblemente para enviar armas a la guerra esa entre el bando de los herederos de la dictadura de los democidas Lincoln y Roosevelt, y el bando de los herederos del democida Stalin, en un terreno que está en medio de los dos imperios de ladrones altruistas.

    Ese es el problema de la gente que no roba: que es egoísta y malpensada. Y es su egoísmo el que les conduce a una falta de generosidad, y su suspicacia patológica les produce ansiedad, y claro, luego se ponen a emprender para crear su propia empresa, un negocio rentable y honrado que satisfaga los deseos de los consumidores, y fracasan siempre con estrépito. Es culpa suya, solo suya, no valen excusas ni victimismos.

    ¿Luz de gas? ¡Venga ya! ¡A llorar a la llorería! ¡Nunca medraron los bueyes en los páramos de España!

    No. La verdad es que «la gente» es muy egoísta. Y envidiosa. Y holgazana. Y soberbia. Sobre todo, soberbia. «La gente» es muy soberbia, y eso conduce a la rebeldía, la insumisión rampante al régimen de libertades que nos hemos dado.

    Porque solo así se explica lo mal que va el país. «La gente» mancha, consume demasiado, no quieren trabajar, no producen, son indisciplinados, son ignorantes, a pesar de tener el mejor sistema educativo del planeta, y están enfermos, a pesar de tener el mejor sistema sanitario público del mundo. La culpa siempre es de «la gente».

    No conviene confundir a «la gente», que siempre es mala y sobra y estorba, con «el pueblo», que es soberano y libre y tiene un destino trascendental que cumplir y por ello es sagrado. A mitad de camino de «la gente» y «el pueblo» nos encontramos con «la opinión pública». La cual siempre acierta, porque se puede manipular. Antes de los ordenadores, era un poco más difícil. Pero cuando algo sale mal, y no quieres criticar demasiado, se echa la culpa a «la opinión pública», en vez de a «la gente». Y si algo sale bien, pero no quieres deshacerte en lametones hacia «el pueblo», entonces también se habla de «la opinión pública».

    Con esta táctica, y algunas otras, se entiende que la industria del robo sea la única sostenible y ecológica y verde y racional y moderna y diversa, «inclusiva» inclusive. En realidad, todos esos adjetivos se resumen en uno: rentable.

    Por lo tanto, la industria del robo es la única industria rentable.

    Cualquiera puede escoger un texto al azar del B.O.E. y comprobar fácilmente que es falsa e ilusoria toda rentabilidad que se origine en actividades distintas a las actividades propias de la industria del robo.

    Pero que no piense nadie que el ecologismo es un robo. No. Si usted pone a veintidós gañanes en un campo de fútbol profesional, y les dice que ganarán un premio importante si juegan un partido de 90 minutos con un balón imaginario, usted me dirá que eso no es un partido de fútbol de verdad, porque falta un balón de verdad. De la misma forma, el ecologismo (por ejemplo, separar el papel de las botellas de polietileno) no es un robo.

    El verdadero robo consiste en que el premio nunca llega, por más que finjan, por más que se esfuercen en hacerlo «bien». Trabajan gratis. Los beneficios van a otra parte. Pero pueden estar satisfechos, y aplaudirse a sí mismos, porque han demostrado que no son egoístas, que son buenos ciudadanos.

    El ecologismo no es sostenible, porque es imaginario, pero el robo montado sobre la pantomima del ecologismo es perfectamente sostenible. Al pueblo, bendito sea, no le importa pagar más por menos siempre y cuando puedan dormir bien esa noche, pues han salvado al planeta entero, gracias a «ese gesto solidario». El pueblo, como se ve en las encuestas, acierta.

    Si alguien lee esto y piensa que soy un cínico, le recomiendo que no mire nunca el B.O.E. porque destruirá su alma sin remedio. Bueno, aquí exagero, porque ya no sé si alguna vez tuve un alma que pudiera ser dañada o destruida. Estoy en la fase «Max Aub» de mi carrera como comentarista anónimo, pero no sé si mi depresión irá a mejor o a peor.

    Creo que lo peor ya ha pasado. Ahora viviremos un par de años de calma hasta que alguien haga la fusión del reguetón y el grunge. Dirán los viejos del lugar «Eso es Kraftwerk sin timidez sexual, y no es original». Y diré yo «No importa que no sea original, lo único importante es que la música sea solidaria y sostenible.»

    Soylentgreen is People, y no es metáfora.


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