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Cuba o el paraíso

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Apenas han transcurrido dos días desde que Javier Bardem pisara por última vez la alfombra roja que, nueve años atrás, le llevó a estar nominado al Oscar al mejor actor por su interpretación de Reinaldo Arenas en la versión cinematográfica de la autobiografía de este poeta cubano. No es el momento ni el lugar para escribir sobre glamour o hacer una crítica de cine pero sí para reflexionar sobre la relación que existe entre el llamado mundo de la cultura y el régimen cubano. Y es que, al parecer, muchos de los artistas e intelectuales patrios que no dudan en emular estas fastuosas ceremonias y sueñan con estar algún día entre sus premiados, o no vieron la película protagonizada por su compañero o no la entendieron. Hay una tercera posibilidad, pero supone mala fe e implicaría una complicidad con el mal del todo inexcusable.

Como Estado Socialista superviviente al desplome de la Unión Soviética, la isla de Cuba permanece a tan solo 160 kilómetros de Estados Unidos como una exótica anacronía que ha fascinado a muchos intelectuales que, como Hemingway, se han dejado seducir por sus placeres sin atender la falta de libertad que padecen los propios cubanos. Destino de viaje, inversiones y favores patrocinados por estados democráticos, Cuba ha vivido ajena a la prosperidad y la libertad gracias a la rígida e inflexible aplicación de los principios revolucionarios dictados por Fidel hace ya más de medio siglo: “Patria o muerte”.

Como todos los dictadores que se envuelven en la bandera no hay más patria que su propia figura y la muerte se convierte en el único destino al que puede aspirar cualquier atisbo de disidencia. Ni toda la sangre derramada ni la miseria a la que ha condenado a todo un pueblo han conseguido sensibilizar y conmover a esa vanguardia de intelectuales y artistas siempre prestos a actuar como abajofirmantes de las causas más nobles… siempre que estén en comunión con sus ideales de obediencia socialista.

No se trata pues de desconocimiento sino de incapacidad para ver, más allá del error intelectual que supone el socialismo, los sufrimientos y desajustes causados al tratar de construir el paraíso socialista en el que la felicidad del hombre nuevo traerá la armonía a un mundo imperfecto. Así pues, todo atropello e infracción de los más elementales derechos del Hombre son justificados y justificables, porque el bien será mayor y su sufrimiento de hoy supondrá su liberación del mañana. El problema es que, desde la revolución francesa hasta la cubana, estos experimentos han fracasado y el progreso se ha reducido a la destrucción de oportunidades y vidas.

Seres miméticos como somos, actitudes e ideas de estos referentes populares traspasan a gran parte del cuerpo social siendo fácil encontrar en cualquier conversación el acuerdo infundado de que la Sanidad cubana es una de las mejores del mundo o de que hay que viajar a Cuba antes de que muera Fidel. La realidad es que los familiares que pudieron huir de la isla cárcel siempre que tienen oportunidad envían medicinas a quienes se quedaron dentro y la nomenklatura del régimen es tratada por médicos extranjeros en hospitales de élite. Tampoco es fácil entender a qué Cuba quieren viajar, ¿a la de los complejos hoteleros sólo para turistas o a la de la cartilla de racionamiento? Entrar en un isla de la que su población no puede salir, sólo escapar, no parece el mejor de los destinos turísticos; disfrutar aprovechándose de la miseria ajena no parece un comportamiento ejemplar.

El rostro del Ché, emblema descafeinado de movimientos contestatarios, es otro ejemplo de la perversión de toda una generación capaz de lucir con orgullo la memoria de un asesino y el símbolo de una ideología destructiva que sólo conoce su figura a través de los panegíricos que destilan los medios dominados por esta élite cultural.

Estos misioneros de salón se autropoclaman como vanguardia, no ya autoconsciente, sino consciente y conocedora de los problemas ajenos y de sus soluciones. Desde la comodidad del Primer Mundo, ordenan y aconsejan al Tercero condiciones y fórmulas en las que ellos jamás tolerarían vivir. Su capacidad de empatía queda cegada por sus buenas intenciones y objetivos superiores, dando mayor importancia, como diría Paul Johnson, a las ideas que a las personas. A través de este proceso mental, las víctimas de los hermanos Castro se convierten en meros obstáculos y anécdotas que no pueden, ni deben, desmerecer el objetivo final, el de una sociedad buena ordenada según los principios del Comunismo y que el “socialismo real” trata de construir. Luego, ya sólo queda la propaganda, la conversión del mito y la popularización de la mentira. Todo sea por el bien de la Humanidad.

Entre tanto, las vidas truncadas de los disidentes interiores o exteriores, exiliados o encarcelados, vivos o muertos, pasan desapercibidas ante la sensibilidad de estos progresistas acomodados, que son incapaces de denunciar la dictadura castrista de forma contundente y apoyar así el anhelo de todo un pueblo que muere, literalmente, por ser libre. Nuestra obligación, es no olvidarlos y tomar su rebeldía como ejemplo; como el propio Reinaldo Arenas, cuyas últimas palabras escritas fueron “mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy”. Que su lucha y su esperanza sean las nuestras.

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