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De la economía de guerra a la guerra de intereses

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La transición de una economía de guerra a una civil es, como algunas relaciones, complicada. En una guerra total, como la Guerra Civil estadounidense, la Gran Guerra o la Segunda Guerra Mundial, la economía, los esfuerzos financieros y buena parte de las acciones colectivas o particulares suelen estar dirigidos a satisfacer las necesidades del conflicto, que se pueden resumir en una fundamental, acabar con el enemigo como amenaza bélica.

La producción de bienes de consumo destinados a la población civil sufre un descenso a la vez que la de las industrias y empresas que se dedican a la fabricación de munición, armamento y cualquier producto o servicio que puedan servir para el esfuerzo bélico, experimenta un crecimiento que tiende a hacerse mayor según se alarga el conflicto.

La producción industrial y agrícola de un país puede tener que verse compensada con importaciones de terceros, que pueden ser aliados, neutrales o no beligerantes; o por el contrario, puede compensar la de los aliados más perjudicados por las circunstancias. De esta manera, una guerra, aunque esté limitada geográficamente, puede llegar a afectar a lugares remotos. Durante la Primera Guerra Mundial, las despensas del Imperio Austrohúngaro fueron abastecidas por Alemania, pues los campos del imperio de los Habsburgo no fueron capaces de producir comida suficiente y esto se produjo incluso cuando, en momentos concretos, los alemanes pasaron por situaciones complicadas. En las potencias aliadas, los imperios coloniales suministraron buena parte de los bienes y servicios que las metrópolis no podían producir, países como Argentina exportaron carne, como harían también en la Segunda Guerra Mundial, y Estados Unidos, hasta su entrada en la guerra en 1918, no sólo financió las necesidades de británicos y franceses, sino que llegó a aportar barcos mercantes y de escolta.

Las economías de guerra están centralizadas y es razonable que sea así, en tanto su objetivo, como he comentado antes, es el de satisfacer estos esfuerzos destinados a vencer al enemigo. Las maneras de obtener estos resultados pueden estar en su fase más inicial muy ligadas a la competencia entre empresas, a la investigación y el desarrollo, a la prueba y el error; en este sentido, las empresas de países donde hay algún tipo de economía de mercado tienen la opción de buscar los nichos financieros ligados a las necesidades de las fuerzas armadas, del gobierno y del Estado en general. Esta fusión entre lo público y lo privado es más fuerte si el conflicto ya está en marcha, no sólo por la necesidad, sino por una cuestión de patriotismo. El complejo militar-industrial casi siempre ha sido poderoso, sobre todo cuando la tecnología ha empezado a ser determinante. Para que nos hagamos una idea, en 2010, según datos del Departamento de Seguridad Interior, en Estados Unidos unas 3.100 organizaciones trabajaban en programas de seguridad nacional e inteligencia, empleaban a 854.000 personas y gastaban unos 80.000 millones de dólares.

Por otra parte, las autoridades financieras de los países en guerra buscan recursos por tres vías; en primer lugar, a través de impuestos, aunque no es la más habitual pues no es demasiado exitosa, genera demasiadas protestas y está mal visto quitar dinero a ciudadanos que ya están muriendo en el campo de batalla. Es más habitual, sobre todo para las familias de los soldados, recibir subsidios y ayudas especiales, como créditos de bajo interés.

El esfuerzo de poner un impuesto es excesivo cuando resulta mucho más fácil que los mismos ciudadanos financien a su gobierno voluntariamente. Para eso están las campañas de propaganda para la compra de bonos de guerra. Las emisiones de bonos y otros productos financieros similares son adquiridas por ciudadanos particulares, por instituciones públicas y privadas e incluso por otros países, cuyos contribuyentes podrán ver atónitos cómo el dinero de sus impuestos puede terminar en el campo de batalla. Además, instituciones públicas o privadas, nacionales o extranjeras también otorgan préstamos directamente a los contendientes.

El tercer sistema consiste en la emisión de dinero o la monetización de deuda y, cuando esto se generaliza, la situación suele haber llegado a un punto demasiado complicado. En estas circunstancias, a ningún gobierno le interesa que la inflación se dispare, manteniendo bajo control, en la medida de lo posible, al menos los precios de los productos más esenciales. No es extraño, por tanto, que lo primero que hicieran los países aliados en la Primera Guerra Mundial fuese salirse del patrón oro y luego tomar medidas para controlar los precios.

Hasta cierto punto, los ciudadanos lo comprendían e incluso lo aceptaban, era por un bien mayor, por un sentimiento patriótico, por una necesidad colectiva. Al fin y al cabo, las guerras se hacen por la victoria y por ello hay que hacer sacrificios. Esto, que puede sonar a filfa, a engaño colectivo, es lo que mantiene los conflictos encendidos; cuando cesa, el país en el que primero ocurre, es derrotado.

La misma estructura de la sociedad experimenta un terremoto. En las tres grandes guerras que he comentado fueron movilizados, de entrada, los hombres entre 18 a 30 años, donde se centraron la mayoría de las bajas. Además, parte de éstos se movilizaron en las industrias y actividades ligadas a la guerra. En la Primera Guerra Mundial se incrementaron los salarios para mantener contentos a los trabajadores, se generaron horarios de trabajo más razonables, en algunos casos con la ayuda de sindicatos y algunos partidos de izquierda, y se incorporó a la mujer al tejido industrial y empresarial, lo que hizo por el movimiento feminista más que varias décadas de búsqueda de la igualdad de derechos.

Vamos a pararnos un momento en lo que tenemos. En primer lugar, un gobierno que tiende a centralizar sus decisiones, que interviene en una serie de procesos económicos, que tiene importantes objetivos que cubrir, en este caso bélicos, pero también de salvaguardia de familias, heridos y afectados; un gobierno que tiene a su cargo una serie de colectivos que reciben ayudas, prebendas o privilegios, que favorece a unos en detrimento de otros, una serie de lobbies y grupos de presión que buscan favores del gobierno y parte de la riqueza que maneja; un gobierno que, para encontrar la financiación necesaria, es capaz de endeudarse o pedir crédito más allá de lo razonable y, si es necesario, devaluar su propia moneda o entrar en déficit.

Hasta ahora he estado hablando de un conflicto bélico, pero este resumen es perfectamente aplicable al sistema socialdemócrata, al Estado de bienestar. Efectivamente, la destrucción ligada a una guerra no es tan evidente, pero las servidumbres y las dependencias, los regalos y las asimetrías son similares. ¿Es el Estado de bienestar una especie de guerra de baja intensidad sin apenas víctimas mortales, pero igualmente destructiva?

Y ahora, volvamos al principio. Cuando una guerra termina, vencedores y vencidos se enfrentan a una situación complicada. El sistema económico generado ya no tiene sentido, ya no hay enemigo, ya no son necesarias ni tantas municiones, ni tantas armas, las industrias tienen que desmantelarse, redirigirse a otros sectores, y algunas simplemente desaparecen. Los recursos económicos quedan libres para ser usados allá donde se necesiten, pero esto es más fácil decirlo que hacerlo. Los lobbies presionan para seguir ligados a las necesidades del Estado y aquéllos que dependen del gobierno quieren seguir haciéndolo, o al menos tener un trato preferencial.

Los que han estado en el frente retornan y los que han ocupado sus puestos de trabajo, ¿deben cederlos a los que vuelven? Las mujeres, que durante los años 1914 a 1918 ocuparon un puesto muy importante en la industria, cambiando su forma de vivir, incluso de vestir, fueron expulsadas en su mayoría y no volverían a ser tan «útiles» para los poderes políticos hasta la siguiente gran guerra. Pese a ello, algo quedó: consiguieron en muchos casos el derecho al voto y se las liberó de varias cargas ligadas a la dependencia del género masculino, al menos legalmente, y se incrementó el número de mujeres en puestos administrativos y en universidades. ¿Se debe ayudar a los veteranos de guerra en la recuperación de sus puestos de trabajo, darles otro u otorgarles un sueldo? Al fin y al cabo, han luchado por los que quedaron atrás, por la nación, por la patria, por los ideales. Todos deben hacer frente a los bonos emitidos, a los créditos pedidos y, en el caso de los perdedores, a las indemnizaciones de guerra. No sólo hay que reconstruir lo destruido, hay que seguir haciendo frente a las necesidades que suponen todas estas cargas fruto del conflicto.

Después de la Primera Guerra Mundial, cada país que participó en la contienda afrontó la postguerra de distintas maneras y con consecuencias muy distintas. Gran Bretaña y Francia conservaron más o menos su imperio y sus instituciones e hicieron algunos cambios, manteniendo su sistema democrático, pero ahondaron en las diferencias con sus socios y aliados y se mostraron temerosos de las intenciones del resto. Rusia se sumió en una guerra civil que terminó por generar ese monstruo que fue la Unión Soviética. Estados Unidos inició un curioso camino que, por una parte, le haría aislarse en política exterior y, por otra, realizar una serie de inversiones en Europa que, cuando estalló la crisis del 29, ayudaron a que ésta se extendiera al otro lado del océano.

Los imperios Austrohúngaro y Otomano desaparecieron, dando lugar a una serie de pequeños países que aparecieron como víctimas y no como culpables de la guerra. Además, ayudaron a incrementar el número de fronteras en el Viejo Continente, a elevar los aranceles y a reducir el comercio, alejándose de un mercado común europeo. Este papel de malo le tocó en exclusividad a Alemania y, en parte, de manera merecida. Nunca asumieron el papel de perdedores y, hasta cierto punto, es normal que así pensaran sus habitantes, pues Alemania no fue ocupada durante la guerra. Los alemanes se sintieron traicionados y Versalles nunca fue aceptado. El resultado fue que Alemania, tras un inicio de postguerra peligroso, con un intento de creación de un sistema soviético, terminó en manos del nacionalsocialismo. Algo similar le pasó a Italia y Japón, pues a pesar de estar ambos en el bando vencedor, la mala gestión de la postguerra les enemistó con sus socios y terminaron creando un sistema político fascista en el primer caso y militarista en el segundo.

Y ahora vuelvo a la similitud entre la economía de guerra y el Estado de bienestar. Cuando se desmantela una economía de guerra es difícil saber qué va a pasar. Hay muchos intereses y muy poderosos que no se preocupan por el conjunto de la sociedad o de la economía, sino por satisfacer sus necesidades, no perder los privilegios, conseguir otros y, si es posible y existe, machacar al enemigo. Para ellos, los recursos son finitos y es un juego de suma cero, para algunos incluso es un juego mortal, donde la supervivencia de uno es la muerte del otro.

Si existe un paralelismo entre el Estado de bienestar y la economía de guerra es posible que, cuando desde el liberalismo queramos desmantelar la socialdemocracia, ocurran cosas que no nos gusten, se produzcan revoluciones que no nos esperamos y movimientos agresivos, pese a que el interés del liberal es permitir unas condiciones donde todos seamos más libres. No digo que no propongamos y hagamos lo que debe hacerse, sino que estemos preparados para sus consecuencias, incluso para las más negativas. Los hundimientos son peligrosos porque nadie sabe si el tejado le va a caer encima o la demolición va a ser controlada. No toda la información está generada. Es habitual que alguien diga con cierta soberbia que qué más da, que si han tenido unos privilegios, éstos son ilegítimos, pues han sido otorgados por el Estado a costa de lo robado a otros. Todo eso es cierto, pero quitárselos de golpe podría tener consecuencias no deseadas.

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