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De la Tierra a la Luna, con escala en las Spratley

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No es que no tengamos que “explotar” los recursos o las posibilidades que nos plantea nuestro satélite, sino que los Estados tienen necesidades muy distintas a los ciudadanos.

La Guerra Fría fue muy cálida y bastante sangrienta, pero, sobre todo, muy cara. Bajo la amenaza del holocausto nuclear, americanos y soviéticos eligieron distintos tableros, de la carrera nuclear a las partidas de ajedrez en Islandia, para enzarzarse en una competencia que intentaba demostrar cuál de los dos era el mejor, a través de éxitos más o menos populares. En ese contexto, el espacio, la última frontera que tanto gusta a los “trekkies”, fue uno de esos escenarios en los que ambos dilapidaron millones de dólares (o rublos).

La Carrera Espacial era, ante todo, una cuestión de honor. Poner el primer artefacto en órbita, el primero ser vivo, el primer hombre o mujer, el primero que orbitara la Luna o el primero que la pisara era una medida, un ejemplo de cómo el sistema social y político que lo hacía posible era superior al otro. Ésa era su pretensión y no tanto encontrar nuevos productos y tecnologías, que realmente encontraron, aunque no se sabe si a un coste excesivo. La ciencia avanzaba al lado de la política y es posible que, a la larga, el sistema más libre fuera el que permitiera a esta ciencia llegar más lejos, pero siempre con una guía patriótica.

Si alguien piensa que la Carrera Espacial ha terminado, se equivoca; simplemente, se ha adaptado a las nuevas circunstancias. La NASA sigue viva, con menos presupuesto, desarrollando programas ambiciosos y quizá obligada a hacer que éstos sean más eficientes. La Agencia Espacial Europea (ESA), pese a los problemas financieros de la superburocracia que la soporta, ha anunciado también su camino a las estrellas. Los rusos heredaron la infraestructura que les dejó la Unión Soviética y, también pese a sus problemas económicos, han mantenido abierta esta fuente de recursos financieros para su realmente necesitado Estado. Recién llegados, los chinos se han apuntado a sacar sus máquinas fuera de la Tierra, pese a los problemas económicos que tienen algunas regiones de su imperio. India, Japón y otros países tienen sus programas espaciales, que no pocas veces encubren programas mucho menos inocentes sobre el desarrollo de misiles balísticos ligados a su programa nuclear, como es el caso de Corea del Norte, que periódicamente lanza satélites que nunca entran en órbita.

Hace poco, la ESA hizo público su proyecto “Moon Village”, que pretende crear una ciudad en nuestro satélite y que, a diferencia de los proyectos similares de estadounidenses y chinos, estaría abierta a todo el mundo, independientemente de su origen. Johann-Dietrich Woerner, director de la ESA, incide precisamente en ese carácter abierto del proyecto y en el interés de que los humanos exploren juntos la Luna. Hecho que me recuerda, en cuanto a su filosofía, a la Estación Espacial Internacional.

La aparición de agua helada, pero explotable desde el punto de vista humano, el desarrollo de ciertas tecnologías o el descubrimiento de que existen zonas en el polo norte lunar expuestas de forma constante a la luz solar, nos permiten pensar que, al menos técnicamente, este proyecto y otros similares, son posibles. Hasta aquí, todo bien en teoría, pero… ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? ¿Cuánto?

A diferencia de lo que se puede pensar, el colonialismo no ha sido tan positivo para los que colonizaban ni tan perjudicial para los que eran colonizados. En todo caso, lo que sí ha terminado ocurriendo es que, sobre todo a partir del siglo XIX, estas zonas experimentaban lo que ahora nos ha dado por llamar globalización y que estas sociedades se enfrentaban muchas veces a cambios profundos que algunos consideran desaparición. En la Luna no hay colonizados, pero tendría que haber alguna razón poderosa para que la gente se fuera a vivir a tan frío lugar. Cuando alguien se iba a vivir a América o a Oceanía, no tenía problemas de ausencia de oxígeno o dificultad a la hora de conseguir alimentos de una manera más o menos natural.

Dos razones generales invitarían a colonizar la Luna. La primera es económica y, hoy por hoy, se mueve en dos líneas muy distintas. Una primera línea es la meramente lúdica: el turismo. Aunque ahora nos suene un poco raro, es verdad que hay empresas que se están planteando este tipo de actividad, debido en buena parte a que el desarrollo tecnológico está siendo el adecuado. Se me antoja un poco excesivo, pues tampoco hay tanta demanda y ésta es quizá más mediática que real, pero tampoco es cuestión de desecharlo, no en vano los turistas británicos del siglo XIX cruzaban medio mundo para alojarse en el Raffles de Singapur.

La segunda línea es minera y se refiere a los que se llaman metales raros, actualmente muy utilizados en tecnologías de comunicación. El problema principal es que en la Tierra estos metales son más abundantes en zonas conflictivas, como las africanas, y si el coste de explotación de los metales lunares no es excesivo, podría merecer la pena, en tanto los conflictos bélicos sigan latentes. En el primer caso, el papel del Estado, de cualquier Estado, es poco relevante. El turismo no es cuestión de Estado, pero la minería sí interesa más a los gobiernos, aunque habría que establecer qué pinta allí un país como Estados Unidos, Rusia, China o la Unión Europea, incluso qué pintaría allí la ONU.

La segunda razón sí que es relevante para el Estado, para cualquier Estado; de hecho, es la razón principal por las que existen los Estados: la defensa, o menos eufemísticamente, la guerra. Cualquier país con la tecnología adecuada podría realizar un bombardeo cinético sobre cualquier punto de la Tierra. Resumiendo, podría arrojar un proyectil de tamaño considerable. El que haya leído “La Luna es una cruel amante” sabrá a lo que me refiero, pues Robert A. Heinlein lo planteó en los años sesenta. Y no es sólo una cuestión de miedo a ser atacado; de nuevo estamos ante un caso de honor y prestigio, ser el primero en ser atacado o perdonar a la posible víctima. Cierto es que hasta 103 países han firmado el “Tratado sobre los principios que deben regir las actividades de los Estados en la exploración y utilización del espacio ultraterrestre, incluso la Luna y otros cuerpos celestes”, que prohíbe a los firmantes la instalación y uso de armas de destrucción masiva en órbita o cualquier objeto extraterrestre, incluyendo la realización de pruebas de armas de cualquier tipo, la realización de maniobras militares o el establecimiento de bases militares, instalaciones y fortificaciones. También los japoneses tenían limitado el tonelaje de los barcos que botaban en los años 20 y 30 por el Tratado de Washington, los alemanes tenían obligación de cumplir Versalles o, más recientemente, los rusos tienen prohibido hacer ciertas cosas en Ucrania o Siria.

Este tipo de conflicto entre Estados no es nuevo, se plantea con frecuencia. Pongamos el caso de las Spratley, unas islas en el Mar de China que, dada su condición geoestratégica, son reivindicadas por varios países, entre ellos China, Taiwán, Filipinas, Vietnam y Malasia. Hasta hace poco, nadie les daba ninguna importancia, en el fondo no dejaban de ser unos peñascos perdidos en el mar que alguna vez se explotaron por sus bancos de peces y el guano. El desarrollo chino ha ido acompañado del desarrollo de su flota militar y mercante, y ambas necesitan salidas a aguas abiertas. Dada la geografía de China, prácticamente está rodeada de otros estados “enemigos”. China ha ocupado militarmente las Spratley, ha instalado el embrión de una base aeronaval, lo que preocupa a los países del entorno. No son los únicos archipiélagos que reclama, también las Senkaku a Japón y las Paracel que reclaman Taiwan, Vietnam y Filipinas. En definitiva, es una cuestión de honor o mal llamada seguridad, y lo peligroso es cuando alguien lo convierte en una cuestión de supervivencia. Los “Estados insatisfechos” son fuente de conflictos, y algunos muy sangrientos.

Volviendo a la Luna, el problema que se plantea no es que no tengamos que “explotar” los recursos o las posibilidades que nos plantea nuestro satélite, sino que los Estados tienen necesidades muy distintas a los ciudadanos que los sustentan y lo que puede plantearse en términos de exploración y descubrimiento científico puede terminar, y ejemplos hay muchos, en conflictos entre gobiernos y sociedades. La cuestión es que los Estados no deberían involucrarse en una labor que es mucho más adecuada para las empresas, que buscarán un beneficio económico a través de la satisfacción de sus clientes y la de sus trabajadores.

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