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De los polvos del «servicio público de televisión»

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«Riñen los ladrones y descúbrense los hurtos a voces»
Refrán castellano

El artículo 10.1 del Convenio Europeo de Derechos Humanos, comienza proclamando que toda persona tiene derecho a la libertad de expresión, el cual comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o de comunicar informaciones o ideas sin consideración de fronteras, y sin que las autoridades puedan interferir en ese derecho.

Sin embargo, el estatismo de los políticos europeos –el cual podía considerarse atávico ya en los años 50 del pasado siglo, que fue cuando se promulgó el convenio– frenó las veleidades liberales que podía despertar un enunciado como el anterior. De esta manera, un último inciso aclara que esa libertad no obsta para que los Estados sometan a un régimen jurídico de autorización previa a las empresas de radiodifusión, de cinematografía o de televisión. Como consecuencia de ello, todavía a finales de los años setenta del siglo pasado, los gobiernos europeos del llamado mundo libre tenían sometido el sector audiovisual a un férreo control. De hecho, en la mayoría de ellos un monopolio televisivo gestionado por empresas o agencias estatales se encargaba de transmitir sus contenidos.

Aun con todo, el intervencionismo tiene grados. Y los servidores del Estado que negociaron en 1977 la firma del convenio en nombre del Gobierno de España quisieron dejar claro que el monopolio televisivo estatal surgido durante el franquismo no iba a ser amenazado en el futuro. El tribunal europeo podía interpretar que autorización previa no equivale a aplazar sine die el reconocimiento de un derecho individual a fundar empresas que se dediquen a esa actividad televisiva, invocando su derecho a la libertad de expresión. Si hubiera sido de otro modo, no habrían añadido que el Estado español interpretaría las disposiciones de ese precepto como «compatibles» con el régimen de organización de la radiodifusión y televisión en España.

Entre el momento de la rúbrica y la ratificación del convenio se promulgó la constitución de 1978, cuyo artículo 128.2 proclama que mediante ley se podrá reservar al sector público recursos o servicios esenciales, especialmente en caso de monopolio, y asimismo acordar la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general.

La doctrina administrativista española –siguiendo el campo trillado por teóricos decisionistas franceses e italianos– ya había puesto a disposición del régimen de Franco la «técnica» de considerar la radio y la televisión como servicios públicos. Nótese que dentro de esa lógica ordenancista cabe que la titularidad pública de un servicio no condicione a un gobernante para adjudicar su gestión a una empresa privada mediante una concesión administrativa. Pero esta fórmula podría entenderse como incompatible con un régimen de libertad de empresa y de expresión –intervenida, eso sí– como la implícita en el convenio europeo. Después de todo, se puede deducir de ese texto que corresponde al Estado otorgar licencias a todos aquellos particulares que cumplan una serie de requisitos previamente establecidos, dentro de las limitaciones del espacio radioeléctrico. Con el paso del tiempo, no obstante, el desarrollo tecnológico hizo añicos los pretextos para coartar la libertad con base en la socorrida escasez de ese espacio.

Después de la aprobación de la constitución y los estatutos de autonomía, comenzó una loca carrera entre las comunidades autónomas por fundar televisiones públicas que replicaran en sus respectivos ámbitos al «ente público» por antonomasia: RTVE. En la actualidad, casi todas ellas cuentan con uno o varios canales de televisión. Como era de esperar, visto su modelo, las deudas del juguete favorito de los políticos no tardaron en llegar, ya que los ingresos que obtienen no cubren los gastos de explotación ni, claro está, sirven para amortizar el desembolso que se hizo para su puesta en funcionamiento con cargo a los presupuestos públicos.

Tiempo después, uno de los gobiernos de González Márquez promovió la concesión de tres canales de televisión analógica de ámbito nacional a la gestión privada. Una ley de 1988, que calificó a ese servicio público como esencial, dio la cobertura legal a esa iniciativa. Ya se sabe que los dirigentes socialistas españoles, en algunos aspectos alumnos aventajados del intervencionismo que aprendieron durante el franquismo, han conseguido profundizar esa línea de actuación política proclamándose antifranquistas. Una penúltima intervención legislativa, promovida por el actual Gobierno, amplió a cinco los canales privados de ámbito nacional que se permiten antes del llamado apagón analógico.

Dentro de este contexto, cuando el pasado viernes se conocieron los tres acuerdos de la UEFA con RTVE, la FORTA y Mediapro para adjudicar los derechos de retransmisión de los partidos de fútbol de la liga de campeones europea, durante tres temporadas a partir de la temporada de 2009, comenzó un debate cuyo desenlace podría resultar interesante, si se extrajeran las lecciones adecuadas de la situación.

Privado de uno de sus productos estelares, uno de los grandes grupos beneficiarios del oligopolio legal de esos servicios de televisión se dio cuenta de los perjuicios que causa ese modelo de regulación, basado en la falaz noción de servicio público esencial, del que resultan paganos forzosos los contribuyentes.

Como muy bien dice ahora el periódico del grupo Prisa, el mantenimiento de todas las televisiones públicas genera un despilfarro de recursos que, tarde o temprano, se arrebata a los contribuyentes. Incluso cuando esas empresas públicas no pujan por los codiciados derechos de retransmisión del fútbol, añadiría yo. Ahora bien, vistos los intereses creados, mucho me temo que todo esto quede en una nueva escaramuza entre grupos de comunicación que buscan los favores del Gobierno de turno. Una cortina de humo que esconda la urgencia de desterrar esa ficción de que la televisión sea un servicio público que justifica la gestión directa o indirecta por parte del Estado, en primer lugar.

Despejada esa fantasía, podría iniciarse un verdadero proceso privatizador y liberalizador de ese mercado. Dada la carga que el endeudamiento de las televisiones públicas tiene para los contribuyentes, el siguiente paso debería ser bien su enajenación en subasta pública, al tiempo que se garantizase a los potenciales postores que la adjudicación les permitiría tomar las decisiones empresariales que considerasen oportunas, o bien su liquidación, si las subastas quedaran desiertas. Se perdió la oportunidad –sobre todo allí donde se anunció– de iniciar un proceso privatizador antes de que la aparición de nuevos modos de difusión (internet, TDT, satélite) redujera el atractivo potencial de todos esos activos de titularidad pública. Pero, cuanto más tiempo se tarde, más gravoso será tapar tamaño agujero sin fondo.

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