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Defensa matizada de las demandas colectivas

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Las demandas de reparación de daños causados a una pluralidad de consumidores y usuarios de bienes o servicios son conocidas por el nombre de demandas colectivas (class actions, en los EEUU). En Norteamérica, tierra de Common Law, fue donde surgieron durante las décadas de los años 50 y 60 del siglo XX las primeras soluciones jurisprudenciales innovadoras que acogieron por economía procesal su tutela colectiva.

Hasta el nacimiento de estas acciones, no existían remedios procesales adecuados para que una empresa respondiera de los litigios de masa y su indemnización, para poner fin a sus malas prácticas hacia su clientela o para cambiar los clausulados generales y abusivos de sus contratos. Sin ellas, muchos afectados no litigaban por no merecerles la pena afrontar los gastos de un procedimiento judicial. El surgimiento de las class actions supuso poner al alcance de mayorías desorganizadas una herramienta muy eficaz de defensa de sus intereses frente a las minorías organizadas y poderosas.

A pesar de que en muchas ocasiones las demandas colectivas en los EEUU no llegan finalmente a juicio porque lo normal es alcanzar un pacto extrajudicial (y millonario) entre las partes una vez conseguida su declaración por parte del juez, su influencia sobre la empresa demandada es fulminante y su efecto sobre el resto del sector es francamente disuasorio. Este sistema de reclamaciones deriva en una mayor prudencia por parte de las empresas, sabedoras de las indemnizaciones a las que deberían hacer frente si producen daños o perjuicios extensos sobre sus clientes.

Frente al descrédito de las regulaciones gubernamentales y sus indeseables consecuencias, el ejercicio de las acciones colectivas es un medio eficaz para que la sociedad civil ejerza una función de supervisión sobre los agentes del mercado. Tienen un efecto preventivo y actúan como mecanismo regulador ex post de abajo a arriba.

Pese a la mala prensa que existe contra el abogado que se enriquece con las acciones colectivas, lo que en el fondo hace al perseguir su propio interés es servir al interés público. Lo que no consiguen la administración ni las agencias reguladoras (proteger los derechos de las víctimas) lo logra la sociedad civil mediante la actividad coordinada de profesionales del derecho, asociaciones de consumidores y grupos de afectados. Por el contrario, las agencias reguladoras nacionales ejercen un control sobre el mercado de arriba a abajo con innumerables intrusiones en la actuación de las empresas que, además de distorsionarla, poco hacen realmente a favor de los intereses reales de los consumidores y usuarios. Eso sin contar con que dichas agencias gubernamentales acaban siendo cooptadas por las empresas a las que regulan, cosa que es más difícil que suceda si el control procede de los consumidores y sus diversas asociaciones.

En los dos últimos decenios está recogiéndose este tipo de acciones en muchas legislaciones de países de la OCDE. En España hubo que esperar a la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 para que nacieran procesalmente en toda su extensión las demandas colectivas. Aunque nos hemos subido tarde al carro de esta institución, está dando sus frutos. A modo de ejemplo, recordemos las demandas interpuestas por la OCU contra el cierre de las academias de inglés Opening tras el cobro fraudulento de la matrícula anual o contra Endesa y REE por el apagón de Barcelona de julio 2007, la demanda de ADICAE contra varias entidades bancarias por la venta engañosa de swaps a sus clientes como si fueran coberturas de tipos de interés hipotecarios o la reciente demanda presentada por el bufete de abogados de Cremades contra los controladores y Aena por el cierre abusivo (a parte de delictivo) del espacio aéreo.

No obstante, es innegable que ha habido un uso agresivo y excesivo de este tipo de demandas, especialmente en los EEUU. Ha sido casi siempre cuando el legislador ha dado previamente armas inadecuadas a los supuestos agraviados que les han permitido reclamar por daños difusos o intereses que no pertenecen a nadie en particular gracias a una legislación excesivamente garantista o a la existencia del antinatural y estático Derecho de la competencia. Que se lo pregunten si no a las tabaqueras americanas que pagaron la indemnización más elevada por demanda colectiva en la historia jurídica de los EEUU, a numerosos cárteles que han tenido que desembolsar pagos millonarios por el triple del supuesto daño ocasionado o a Wal Mart, que recientemente se ha librado in extremis de indemnizar a 1,6 millones de ex empleadas por discriminación sexual al no ser convenientemente promocionadas gracias a que el Supremo norteamericano desestimó al final la demanda interpuesta por la "demandante líder".

En resumidas cuentas, las demandas colectivas no son más que un potente megáfono procesal que amplificaría tanto las fortalezas como los errores del derecho sustantivo subyacente. Si éste está basado en principios jurídicos sólidos y claros, aquéllas incrementarán su efectividad; si, por el contrario, el moderno legislador se empeña en seguir extendiendo los límites de la responsabilidad empresarial más allá de lo razonable, multiplicarán sus secuelas nocivas.

Desde hace algún tiempo la Comisión Europea está cocinando un proyecto de directiva de resarcimiento de daños con el fin de armonizar los recursos colectivos en todos los países miembros de la Unión. Va en la dirección equivocada. Parece ser que dicha norma comunitaria se va a centrar en demandas colectivas por presuntos perjuicios al cuerpo social ocasionados fundamentalmente por daños al medio ambiente, por conductas desleales y, sobre todo, por prácticas monopolistas (con la intención de que haya una aplicación privada del Derecho de la competencia).

Cuando se apruebe, me temo que con su futura trasposición a los ordenamientos jurídicos europeos tendremos el peor de los escenarios posibles: por un lado una ya existente sobrerregulación invasiva y, por otro, un futuro aumento de la litigiosidad por demandas colectivas contra empresas, no por daños masivos, ciertos y comprobables ocasionados a un gran número de víctimas, sino por supuestos daños o intereses imprecisos alentados por las preferencias teóricas del legislador (i.e. la competencia perfecta, el precio justo, el principio de precaución exacerbado o la preservación inmaculada de la naturaleza). Podemos pasar entonces de lo socialmente productivo a lo económicamente destructivo.

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