La existencia de los paraísos fiscales toca a su fin. Los pequeños países que hasta el momento han servido de refugio a inversores y empresas para ocultar sus beneficios y ahorros de la amplia sombra del fisco se están rindiendo, uno a uno, a la presión internacional de los grandes estados. Y sin paraísos tributarios, ¿qué nos queda entonces? El infierno fiscal o, con suerte, el purgatorio impositivo.
Sorprende la facilidad con la que la actual crisis económica amenaza con borrar del mapa los pequeños búnker en los que ahorradores, inversores y compañías privadas de todo tipo y condición podían evadir legalmente impuestos y altos gravámenes. Los peores augurios se confirman. La presión internacional aplicada por las principales economías del planeta, englobados en el denominado G-20, parece que ha ganado la guerra.
Tras algunas amenazas serias, Suiza, Austria, Andorra, Liechtenstein y Luxemburgo han caído. Sin apenas presentar batalla, se han rendido al fisco de las grandes potencias y están dispuestos adoptar la normativa de transparencia fiscal impuesta por la OCDE. Adiós al secreto bancario. Tras la cumbre internacional del próximo 2 de abril, dichos paraísos serán declarados oficialmente muertos. Mónaco, Singapur y Hong Kong se enfrentan al mismo destino, abrir sus cuentas bancarias, hasta ahora opacas y confidenciales, a los inspectores de Hacienda que así lo demanden.
¿No atenta esto contra la legítima soberanía de un Estado? Plegarse al mandato o atenerse a las consecuencias del aislamiento y la sanción internacional ¿Acaso no es esto una amenaza? Es más. De hecho, se trata de una evidente declaración de guerra en términos tributarios. Algo de gran trascendencia si se tiene en cuenta que el Estado, interventor público por excelencia, se nutre de los impuestos que, coactivamente, recauda de ciudadanos y empresas.
La evasión fiscal será, sin duda, mucho más ardua y difícil a partir de ahora. Además, tras la eliminación, en la práctica, del secreto bancario no me extrañaría en absoluto que se tratara de obligar a estos países-refugio a armonizar su ventajosa presión tributaria con el fin de reducir e, incluso, eliminar las diferencias de impuestos existentes con otras grandes potencias. Luxemburgo, un grano en el centro de Europa, se ha convertido en uno de los países más ricos del mundo gracias, precisamente, a tales divergencias competitivas entre estados-nación. No por casualidad ostenta el admirable récord de contar con uno de los mayores ratios de multinacionales y empresas residentes por habitante.
Y no. El tamaño no tiene nada que ver. La clave aquí radica en la ventajosa fiscalidad que aplica. Hasta tal punto ha llegado la presión de los grandes estados contra este tipo de paraísos que el Gobierno británico estudia suspender el Parlamento y la Constitución de las islas Turcas y Caicos, un refugio fiscal en el Caribe.
Las grandes potencias se escudan en que este tipo de enclaves sirven, en realidad, de lavadoras para blanquear dinero procedente de actividades ilícitas. Ahora bien, ¿qué debemos entender por actividades ilícitas? Aquello que el Estado decrete como ilegal, como por ejemplo, el juego, la prostitución, el tráfico de drogas, la venta de armas, la evasión y el fraude fiscal, la ocultación al fisco de cuentas paralelas o la creación de sociedades… Entramos, pues, en el campo de la ética ya que, al fin y al cabo, los gobiernos tienen casi potestad plena para decidir lo que es o no ilegal.
En este sentido, resulta evidente que la procedencia y el seguimiento del dinero que emplean los grupos terroristas o que sirve de financiación a actividades criminales, en el sentido más puro del término, siempre puede ser materia de investigación judicial, embargo y congelación, en cualquier paraíso fiscal que así se lo requiera un juez, según el derecho internacional vigente. De todos modos, más allá de las razones últimas y verdaderas que han originado este movimiento por parte del G-20, debate de otro ámbito, resulta triste que muchos ciudadanos aplaudan el fin de los paraísos fiscales, empleando el manido argumento de "Hacienda somos todos" y "si yo pago, los otros también". Qué pena que se condene la posibilidad de regatear las elevadas cargas tributarias que soportan ciudadanos y empresas, de forma lícita y legal hasta ahora, bajo tales pretextos. El liberalismo acaba de perder una nueva batalla. Mi más sincero pésame.
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