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Democracia económica, imperio y opinión pública

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Pese a la degeneración semántica del término, democracia equivale, a grandes rasgos, a aquel régimen político que se caracteriza por un sometimiento de la formación y la acción del gobierno al control y refrendo popular. Un gobierno democrático no conlleva que todos y cada uno de los miembros de la comunidad política sean partícipes activos y persistentes en las decisiones que afectan a lo común. Democracia no significa un predominio absoluto de lo general sobre lo particular, la extensión de lo político sobre el resto de órdenes o la colectivización del patrimonio y la cultura.

La opinión pública, liberado el dogma moral y religioso del monopolio eclesiástico, alcanzó su apogeo de forma paralela a la consolidación de la prensa libre. Cualquier régimen desde entonces ha quedado sometido a un tipo de opinión que establece tendencias y consolida cambios que han sido imposibles de contener por la autoridad pública. El contenido que se desprenda de dicha creencia compartida hará oscilar el sentido común en una u otra dirección.

No obstante, el apogeo de las ideologías, en plena decadencia del proceso liberal de la opinión pública, ayudó a reforzar, extender y dotar de un inmerecido halo científico a opiniones y meras creencias. En el orbe económico este fenómeno se tradujo en que el estudio y comprensión de los fenómenos sociales, en sentido amplio, quedara, por siempre, supeditado a la voluntariedad política. Esta tendencia, aunando fuerzas con el cientismo imperante y la ética constructivista que introduce el estatismo, hizo más fuerte la creencia general sobre la necesidad, e incluso la deseabilidad, de que el Estado interfiriera en la forma de vida del individuo, así como en sus intereses particulares. El imperio (político) pasó a sustituir al dominio (jurídico/económico).

Veamos las contradicciones que encierra el concepto de «democracia económica». El socialismo ha unido estos dos términos, utilizando «democracia» como sinónimo de igualdad material, compensación intersubjetiva, redistribución de la renta… Lo cierto es que la única democracia económica que no resulta contradictoria con el significado y el sentido que encierran estas palabras es aquella en la que el Estado se abstiene de intervenir, permitiendo que sean los propios individuos, fundamentalmente adoptando la posición de consumidores, quienes determinen el éxito empresarial y el destino de la producción. Los agentes que intervienen en el mercado intercambiando bienes, persiguiendo fines particulares y definiendo las instituciones sociales de forma no deliberada y a través de las consecuencias no queridas que se derivan de sus acciones racionales, no actúan gracias al principio político de la imposición, sino al estrictamente jurídico-económico del dominio plural, real, limitado y competitivo sobre aquello que resulta apropiable.

El imperio, como poder inapelable, excluyente y absoluto, es una manifestación genuina del poder político, ahora en manos del pueblo, que es quien en situaciones de excepcionalidad respalda el liderazgo y la opinión (consenso social como hecho prepolítico) que termina por definir el estado político, moral y económico finalmente constituido (poder constituyente).

En el mercado, las relaciones sociales se definen en función de otro elemento, el dominio, que no es absoluto, tampoco inapelable y mucho menos exclusivo. La propiedad, partiendo de una esencia relativamente clara y definida, evoluciona como institución garante del interés particular, la libertad individual y el orden jurídico. No lo hace de forma dogmática e imperturbable, sino como una institución dinámica y flexible, pero consistente, que se fundamenta en la exclusión integradora, al contrario que la soberanía política.

Hablar de la vigencia de una «democracia económica», excluyendo por completo la «soberanía del consumidor», subvierte el orden económico. Se trata, como ya se ha visto, de enfrentar dos tipos de poder (N. Matteucci): por una parte, la soberanía política, que es exclusiva, absoluta y no derivada, y se ejerce a través del Estado de manera imperativa (real y personal), y por otra, la soberanía de los consumidores, que es un poder descentralizado, plural, y así, limitado, competitivo y dinámico, traducido en forma de dominios parciales sobre bienes ciertos y determinados.

En la teoría de órdenes (D. Negro), sólo el Derecho, u orden jurídico, somete al económico, y nunca a la inversa, como también lo hace con el político, convirtiendo el gobierno de las leyes frente al gobierno de los hombres en requisito indispensable para que un régimen pueda ser considerado «liberal». En esta situación, la legislación no pretenderá (ni tendrá competencia para ello) suplantar la esfera de lo jurídico (el Derecho), quedando relegada a las normas que sean internas y funcionales de la administración de lo común.

La alternativa, sencillamente, nos devuelve a un estadio similar a la expresión más oscura y regresiva del Medievo: la unidad de la opinión y la persecución inquisitorial del discrepante. De alguna manera, la revolución protestante termina cuando en el interior de la opinión pública afloran hasta dominarla prejuicios y supersticiones morales y económicas que germinan en forma de «pensamiento único».

Si entendemos democracia económica como la posibilidad de que la política interfiera en lo económico a través del ejercicio del Imperio, el dominio plural, bien desaparece, o, en el mejor de los casos, queda desnaturalizado y sometido. Empero, esto no implica que la soberanía económica pase de manos de todos a manos de uno (un reverenciado Estado social que representa cierta racionalización del interés general). En realidad, el Estado industrial es orgánicamente complejo, múltiple y un instrumento al servicio de intereses particulares organizados en grupos de presión. El mito del interés general se desvanece sin más (N. Matteucci).

La ingenuidad pseudocientífica que se desprende de toda construcción teórica monista y perfeccionista, que atribuye a la centralidad política, con mayor o menor intensidad, la capacidad de coordinar, armonizar y mejorar la eficacia de todos los órdenes (Hayek), se ha convertido en dogma de fe para la inmensa mayoría de los ciudadanos, que variando en sus opiniones, comparten este núcleo fundamental. Se unen, de este modo, una mala ciencia, o una ciencia deficiente e incontrolable (Popper), que teoriza sobre la capacidad del Estado para mejorar la coordinación social, y una opinión pública idiotizada, que se cierra en banda ante las propuestas que apoyan la devolución institucional a una dinámica espontánea de formación y definición: libre mercado y dominio plural frente a una organización estatizada soportada por la soberanía política.

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