Giovanni Sartori, teórico contemporáneo, dijo respecto de la democracia en sus Elementos de Teoría Política, uno de sus ensayos más descollantes: “Democracia es el procedimiento y/o el mecanismo que genera una poliarquía abierta cuya competición en el mercado electoral atribuye poder al pueblo, e impone específicamente la capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores”.
Se trata de una definición puntual que nos da una visión concreta acerca de aquello que genera tanto debate en nuestros días respecto de qué significa la democracia para los ciudadanos, cómo se materializa y en qué medida una democracia puede definirse cabalmente como una verdadera y real, más allá de los sarpullidos que a veces genera la dicotomía ficticia entre democracia representativa y democracia participativa que algunos teóricos de la demagogia se empecinan en manifestar en reiteradas ocasiones.
La democracia, según Sartori, es precisamente un escenario que permite la realidad de diferentes poderes en el Estado que desempeñan sus funciones según sus competencias, atribuciones y alcances. Esa realidad en la que convergen distintos actores políticos, diferentes unos a otros, permite la oportunidad de acuerdo; de cesión y pacto. Valores primigenios del parlamentarismo bien entendido.
En este escenario existe inevitablemente un debate intenso sobre las políticas públicas. Pero son, en primera instancia, los representantes políticos los encargados de canalizar las demandas para conseguir que se resuelvan en medidas concretas. Estas medidas han de estar respaldadas por un acuerdo en el cual no se desplace a las minorías y las mayorías no se traduzcan en imposiciones unilaterales y en muchos casos autoritarias; mayorías que sean la agrupación de distintas visiones y necesidades sobre lo que hay que hacer y cómo.
La política de bloques, la polarización, el discurso amigo-enemigo o la dictadura de la mayoría, forman el modo de entender la democracia por los neo-marxistas. Éstos se atribuyen un valor supremo y una moral extraordinaria para debatir cuestiones que se escapan por completo de sus corazones y sus mentes, aunque se empecinen en disfrazarse y demostrar lo contrario. A pesar de que la dialéctica y el griterío se han apoderado de la política en muchos países de las democracias occidentales y particularmente en España, debe existir un impulso para el debate real desde la académica y en la práctica institucional diaria donde el lenguaje liberal sobresalga para explicar y poner en evidencia que la libertad es una virtud muy dura de alcanzar y que sus resultados son más sublimes que la impostada igualdad absoluta.
En algo sí son expertos los sofistas de nuestro tiempo y es en transmitir un mensaje plagado de ambages y maximalismos para justificar un accionar radical. Pero es un mensaje impreciso, porque cuando la realidad es una parcela para ser interpretada al antojo de cada uno y según pretensiones individuales, perdemos de vista la objetividad de la historia. Y es eso, precisamente, lo que intentan hacer personajes como Rodríguez Zapatero, Pablo Iglesias o Iñigo Errejón: matizar la verdad para hacerla suya a costa de los hechos, aunque ello implique mentir de forma indiscriminada, a tiempo y a destiempo.
No obstante, la calidad de una democracia también se mide, entre otras cuestiones, por su capacidad de aceptar en su espacio político y en el debate a diversos actores, con ideologías distintas entre sí. El problema resulta cuando se confunde el principio de pluralismo político y se aceptan todas las ideas y todas las vertientes ideológicas amparándonos en el concepto de libertad y pluralismo y cuando no somos capaces de identificar la raíz y el fin último de los portavoces de estas ideas recicladas de forma torpe, pero sutil. También Sartori (Una Sociedad Multiétnica) hace una diferenciación entre pluralismo y multiculturalismo, definiendo al primero como un concepto democrático, con orígenes en la tolerancia democrática, mientras al multiculturalismo lo define como una idea de origen marxista; nacida en el neo-marxismo inglés.
Por supuesto, la democracia funciona bajo los conceptos de tolerancia y respeto al Estado de derecho, institución que garantiza el cumplimiento de la ley, pero no podemos perder de vista que algunos participantes del quehacer político, que llegan al poder y son parte de la responsabilidad en su ejercicio, tienen una tendencia rupturista. Un rupturismo no sólo nacionalista, cuyas consecuencias Europa conoce, sino con el concepto mismo de poder y en la práctica de la democracia.
Así, como en una democracia coexisten diferentes realidades, también los límites están dados para todos los participantes, sin excepción. Estos límites al poder que algunos no comprenden, por ignorancia o conveniencia, permiten su propia subsistencia. Si esos límites se rompen, sencillamente, no hay cabida para la libertad y la democracia.
El modelo rupturista/radical es el que defiende Pablo Iglesias, y lo hace cuando habla de la “democracia limitada” en lugar de los límites a la democracia porque en el fondo no es un hombre democrático, su formación y su visión del mundo no le permiten serlo y por ello no debe extrañarnos que vierta y tenga este tipo de respuestas, y su posición sea la de forzar el debate alrededor de lógica contraria a la democracia y el constitucionalismo con todo lo que ello implica. Lo que no podemos permitirnos es dejar pasar de largo su supuesta superioridad moral y sus mentiras porque el mensaje reiterativo, aunque se victimice frente a los poderes mediáticos siendo, al contrario, él el salvador de la patria con una poderosa cobertura, penetra hondo en la gente y en tiempos de crisis el mensaje más radical puede ser un remedio engañoso para las sociedades frustradas, un terreno deseado por los totalitarios.
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