Yo también estoy preocupado por el cariz populista que está tomando la política en España. El elevado número de manifestaciones que se ha producido en las últimas dos legislaturas ha propiciado una política que se centra en sacar a la calle el mayor número de personas posible y asegurar después que el pueblo español pide un cambio.
No es extraño comprobar que tras ellas, el número de asistentes se convierte en el centro del debate y así, resulta paradójico ver que en la última que concentró a católicos y no católicos en defensa de la familia, los números bailaban entre algo más de 100.000 asistentes y los dos millones. No menos inquietante es la virulencia dialéctica con la que se responde a ciertas ideas, y no porque no defienda la libertad de expresión, sino porque esta brusquedad proviene del partido que detenta el poder y que, con la fuerza de su parte, puede acallar cualquier disidencia, cualquier divergencia a su política. Y es que el socialismo siempre ha diluido al individuo en la sociedad, la sociedad en el Estado y el Estado en el Partido para justificar sus acciones y políticas.
La reacción de buena parte de la cúpula del PSOE al Encuentro de las Familias ha sido desproporcionada, sobre todo si lo comparamos con la que mantiene ante otras manifestaciones mucho más radicales como la de los nacionalismos o la del entorno del terrorismo. Mientras el presidente del PSOE y del Gobierno autonómico andaluz Manuel Chávez llamaba retrógrados a los obispos y cardenales por su modelo de familia cristiana, José Blanco, secretario de Organización, se atrevía a mandar a los obispos a releer la Biblia y a aconsejarlos que pidieran directamente el voto para el PP o de lo contrario: "presentarse a las elecciones o mantenerse al margen de la política".
Todo lo dicho anteriormente encaja perfectamente en una política socialista que es común en mayor o menor medida a todos los partidos, de derechas, de izquierdas y de centro, la de despojar a la sociedad de su capacidad de influir en la alta política y absorber cada vez más competencias y decisiones que deberían recaer en la responsabilidad de cada uno. De esta manera, la Iglesia no debe meterse en política aunque el Estado ataque cada vez más su sistema moral, pero tampoco lo podrán hacer otras organizaciones, sin importar su orientación moral o ideológica, si los perjudicados son aquellos que están en la poltrona o potencialmente puedan estarlo. La democracia se termina convirtiendo en una algo exclusivo de los partidos, como indicaba Blanco a los responsables eclesiásticos, y si alguien quiere dejar claro que no está de acuerdo con una ley o norma, deberá crear un partido, algo no precisamente fácil, y meterse a político y ganar las elecciones o, lo más habitual, votar y callar.
En estas circunstancias es lógico, y peligroso, que la manifestación se convierta en el único sistema relativamente efectivo para cambiar algo en España, pero eso no está al alcance de muchos y sólo con la colaboración de los medios de comunicación de masas se puede organizar algo realmente importante, de ahí que los medios especialmente hostiles con las ideas del Gobierno de turno deban ser acallados o, como ya ocurrió en su momento con Antena 3 Radio, eliminados.
Si la forma ya es preocupante, mucho más lo es el fondo. Lo que últimamente se discute no son las formas de cómo se debe articular una ley que permita una mejor educación pública o una sanidad más eficiente o un sistema territorial más eficaz, facetas ya de por sí bastante intervencionistas, sino qué es lo que se debe enseñar –por ejemplo la asignatura de Ecuación para la Ciudadanía–, o cuál debe ser nuestra posición a cuestiones morales como el aborto y la eutanasia o qué idioma debemos emplear en alguna de nuestras actividades diarias, hasta el punto de que si no compartimos lo que se enuncia en la norma estaremos cayendo no sólo en la ilegalidad, sino en el mismo infierno a los que se van los que osan contradecir el espíritu "democrático".
Tal es el cariz de los acontecimientos que deberíamos preguntarnos qué ganamos votando a cualquiera de los partidos o incluso qué ganamos simplemente votando. ¿Acaso seremos más libres si apostamos por uno o por otro? ¿De verdad tenemos capacidad de cambiar las cosas con nuestro voto si todos los partidos parten de planteamientos parecidos? Es verdad que podemos apostar por el voto útil, es decir el de apostar por aquel que al menos nos deje como estamos, pero eso es una quimera. Los programas se han hecho para incumplirlos, y una vez apoltronados no cuesta mucho romper la palabra dada si peligra el poder del legislador. La gente tiene poca memoria política y demasiada fe en sus equipos de fútbol. Perdón, quise decir en sus partidos políticos. No quisiera ser demasiado pesimista, pero España necesita una revolución, la que elimine el peso de la política en todos los aspectos de la vida de los españoles, la que la desregule, la que le dé más libertad y esa aún no ha llegado después de 30 años de Constitución.
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