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Deriva constitucional, Internet y la disolución del Estado omnipotente

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El camino hacia una emancipación del Estado sigue, sin embargo, siendo complejo e incierto a pesar de la irrupción de la era digital.

Ya desde el siglo XVIII, los teóricos del constitucionalismo han tratado de dotar a las sociedades democráticas de los mecanismos jurídicos precisos para contener el poder del Estado. Este, por momentos, se ha mostrado como una institución satisfactoria para alcanzar cierta paz social y entornos de convivencia en los que los ciudadanos puedan desarrollar sus vidas a través de la empresarialidad y del comercio. No en vano el constitucionalismo ha llegado a ser calificado por algunos autores como Matteucci como la técnica jurídica de la libertad. Sin embargo, este espacio creado para la autonomía individual ha ido dejando paso paulatinamente a un imparable intervencionismo a partir del cual cada vez más parcelas de la sociedad civil han sido invadidas por un poder político insaciable. A su vez, las constituciones como mecanismo de control estatal han mostrado, durante la historia reciente, importantes debilidades en su funcionamiento.

Muchas de las constituciones modernas como la española, nacen ya viciadas por adolecer de una deficiente formulación jurídica y por incluir en sus textos conceptos ideológicos de los que deberían estar totalmente ausentes. Esta mala praxis legal (no sabemos si intencionada o no) ha dificultado la existencia de una adecuada separación de poderes, elemento nuclear de toda norma fundamental democrática, y ha habilitado los cauces legales para la utilización torticera de los aparatos del Estado. La inclusión de aspectos ideológicos en las constituciones en forma de derechos positivos ha supuesto también una deformación legal y un mal en sí mismo, por cuanto estos definen una dirección hacia la cual hay que legislar, en lugar de establecer unas reglas básicas y neutras de convivencia que permitan que los ciudadanos elijan por sí solos su destino. Buena prueba de ello es nuestra Constitución, que abre la puerta a los derechos positivos en forma de privilegios para unos y en detrimento de otros.

Todo ello, no sólo ha dotado al gobernante de un excesivo poder susceptible de degenerar en abusos para beneficio propio, sino que, debido a la naturaleza coactiva de este poder y de su capacidad instrumental, ha generado un fuerte incentivo para que otros agentes intenten influir y obtener privilegios utilizando la coerción estatal. El Estado se estructura legislativamente en canales jurídicos de mandato que, si bien en teoría debieran estar pensados para garantizar los derechos negativos de los ciudadanos, han acabado siendo utilizados por grupos de presión y gobernantes para su propio beneficio y en detrimento del resto de ciudadanos.

En estas condiciones, el aparato estatal, ese constructo legal que condiciona las acciones de los individuos, se ha convertido en un verdadero artefacto al servicio del gobernante. Las distintas leyes en vigor son los brazos articulados de una maquinaria con la capacidad de incidir decisivamente en la vida de los ciudadanos. Cualquier ley, por inocente que parezca, es susceptible de ser empleada por el gobernante en su propio provecho.

El Estado carece de función empresarial, ya que, como ente jurídico que es, no tiene capacidad para actuar; sin embargo, el gobernante y los demás agentes burocráticos que le dan vida sí pueden desarrollar plenamente su función empresarial y llevar a cabo un eficiente cálculo económico que les permita perseguir sus propios fines, que sólo en contadas ocasiones estarán alineados con los de los ciudadanos. Las normas son por lo tanto dictadas para satisfacer la función empresarial del gobernante y demás burócratas, es decir, para perpetuar su permanencia en el cargo, para alcanzar sus objetivos económicos, para lograr una mayor consideración social o para poner en práctica sus ideales. Y para ello el gobernante dispone de múltiples herramientas que le permiten otorgar subvenciones o conceder privilegios, dictar normas que limiten los mercados, aumentar los impuestos, emitir moneda o restringir el uso del suelo.

El Estado es por lo tanto «únicamente» el instrumento para la consecución de los objetivos del gobernante, de los demás agentes burocráticos y de los grupos de presión, y siendo un medio clave para estas élites extractivas, quedará convenientemente apuntalado a través de las distintas iniciativas legislativas que lleven a cabo. La praxis política es la de la función empresarial del político para la consecución de sus propios fines a través de los mecanismos del Estado y para el sostenimiento de este.

Lo que nos enseñaron experiencias como el nazismo, y de lo que debemos protegernos para el futuro, no es el hecho de que un megalómano alcanzase el poder y acabase con la vida de 6 millones de personas, sino que lo alcanzó con un apoyo popular continuado y con todos los mecanismos del Estado de Derecho en funcionamiento. Lo que los ciudadanos debemos inferir de acontecimientos tan dramáticos como ese es que por la vía de la democracia, y aun disponiendo de una Constitución en vigor, podemos alzar al poder a personas que pueden acabar con nuestra sociedad, con nuestra libertad, con nuestra prosperidad o incluso con nuestras vidas. Debemos aprender también que ordenamientos jurídicos fundamentados en un positivismo carente del referente de la idea de lo justo, que vulneran la libertad individual y que carecen de los límites adecuados pueden ser auténticos instrumentos para gobiernos totalitarios en los que la vida del individuo estará supeditada al éxito del aparato burocrático. Las constituciones, en la medida en que no es fácil escapar de ellas, son susceptibles de ser armas muy poderosas contra el individuo. Como explica Danilo Castellano, “el totalitarismo, en efecto, no expulsa a la Constitución del ordenamiento jurídico, al contrario, la usa”. Hay mandatos que están disfrazados de derecho pero no son derecho sino tiranía.

Al efecto de resolver estas debilidades del sistema, filósofos del derecho y juristas han buscado durante siglos mecanismos legales que permitiesen dar solución al problema de la expansión del Estado, del control del gobernante y de la protección de las libertades de las minorías. Es por ello que las constituciones deben reducirse a la función para las que fueron pensadas originariamente, despojándose de todo articulado ideológico que sirva de herramienta para el gobernante y contra la naturaleza empresarial de la sociedad civil. Las constituciones no sólo deben abstenerse de entrometerse en aquellos ámbitos para los que el mercado es mucho más eficiente, sino que deben crear mecanismos que impidan que esto ocurra. De lo contrario seguirán siendo una herramienta política, un presupuesto habilitante para la intervención gubernamental y un obstáculo para la libertad individual y para el progreso. Las constituciones deben limitarse a establecer una separación de poderes de modo que las distintas instituciones burocráticas del Estado puedan controlarse mutuamente sin más funciones añadidas.

Las cartas de derechos por su parte deben recoger los derechos negativos que son propios de cada hombre por el mero hecho de existir, creando así esferas de inviolabilidad que protejan a las minorías de las decisiones perversas de la mayoría y que garanticen el mayor ámbito de libertad posible para la acción individual. Estas cartas de derechos deberán por lo tanto estar formuladas para acotar la tendencia totalizadora de un proceso democrático sin barreras. Es dentro de ese marco donde el mercado y las instituciones propias de la sociedad civil podrían crear soluciones voluntarias para todo tipo de servicios incluidos los tradicionalmente asignados al Estado como son la defensa, la justicia y el ordenamiento jurídico. A los ojos del ciudadano de hoy, más emprendedor que nunca, muchas de las constituciones vigentes empiezan a intuirse obsoletas ante el obstáculo que suponen para la implantación efectiva de soluciones de mercado que aprovechen los rápidos avances informáticos.

Y es que la disolución del Estado, o por lo menos de esa parte que actualmente invade la esfera civil, puede producirse con el advenimiento de las nuevas tecnologías que, con su capacidad de interconectar a los diferentes ciudadanos, facilitan la coordinación social a través de la búsqueda de ganancias y nos proveen de las herramientas para dar soluciones de mercado a demandas que antes no era fácil materializar desde el sector privado.

Con las nuevas tecnologías la sociedad se emancipa paulatinamente del Estado y deja cada vez más en evidencia su ineficiencia como provisor de servicios. Un monopolio como el del taxi ya ha sucumbido gracias a Uber, el statu quo hotelero puede cambiar con Airbnb, incluso la moneda puede verse amenazada en este entorno electrónico con soluciones como Bitcoin. Internet está sustituyendo paulatinamente a la televisión y quién sabe si en un futuro cercano las plataformas digitales nos conectaran con médicos, enfermeros o psicólogos para proveernos, con mayor riqueza, de servicios de salud, y si lo mismo ocurrirá con la enseñanza. Quién sabe también si incluso las nuevas tecnologías nos facilitarán los servicios que constituyen el núcleo duro del Estado: la justicia y la defensa.

Existe una disociación entre el actuar empresarial humano y sus decisiones políticas. Muchos socialistas emigran a países capitalistas en busca de la prosperidad propia del libre mercado pero simultáneamente mantienen sus discursos intervencionistas o incluso votan por candidatos que prometen acabar con ese mercado que ellos espontáneamente valoran. De la misma forma muchos ciudadanos participan de Airbnb o de Uber y obtienen suculentos ingresos sin parecer ser conscientes de que sin la intervención estatal las oportunidades de progreso aumentarían considerablemente. Las tecnologías pueden reducir el Estado por la vía fáctica. Hasta el más recalcitrante estatista hará uso de estas tecnologías para mejorar su bienestar sin ser consciente de que con ello está eligiendo al mercado como proveedor de servicios. La paradoja por lo tanto es que incluso los más estatistas abrazan día a día el mercado al ser entusiastas consumidores de los múltiples productos que este nos ofrece. Poco importará en este caso lo que sigan pensando o proclamando.

El camino hacia una emancipación del Estado sigue, sin embargo, siendo complejo e incierto a pesar de la irrupción de la era digital. Siempre existirá la resistencia de aquellos que ven en el Estado la herramienta para imponer la igualdad y de aquellos que quieren vivir de los demás por la vía de la coacción y del privilegio. La disolución del Estado invasivo por la vía de los hechos parece sin embargo hoy más cercana que nunca y más factible que la autolimitación estatal por la vía constitucional.


Bibliografía

BASTIAT, Fredéric. (2005). La Ley. Madrid. Alianza Editorial.

CASTELLANO, Danilo (2013). Constitución y Constitucionalismo. Marcial Pons. Madrid.

GARCÍA TREVIJANO, A. (2010). Teoría pura de la república. Madrid. El Buey Mudo

HAYEK, F. VON (2006). Derecho, Legislación y Libertad. Madrid. Unión Editorial.

HUERTA DE SOTO, Jesús. (2014). Ensayos de Economía Política. Madrid. Unión Editorial.

MATTEUCCI, Nicola (1993). Lo Stato moderno. Il Mulino. Bolonia.

MISES, L. VON (2002). Gobierno omnipotente. Madrid. Unión Editorial.

SCHMITT, Carl (1996). Teoría de la Constitución. Alianza Editorial. Madrid

1 Comentario

  1. Sí, sin duda la inevitable
    Sí, sin duda la inevitable desaparición del Estado, como del comunismo, vendrá por la vía de los hechos y no por la iluminación de las mentes. Si las buenas ideas precisaran del concurso y apoyo de la gente, el mundo no avanzaría. Pero es la gente la que precisa, mal que le pese, de las ideas correctas.

    Sin embargo, a corto y medio plazo (históricamente hablando) el mal y el error se enseñorean causando gran dolor perfectamente eludible. Creo que la noción de autolimitación estatal constitucionalista es una peligrosa utopía, por cuanto nos acomoda en falsa seguridad, que bien podemos ahorrarnos. El constitucionalismo, lejos de garantía de libertad, se ha convertido en una suerte de adormidera o trampantojo para distraer la atención mientras nos la cuelan doblada. Y es importante comprender que no se trata de una mala ejecución de una buena idea –la disculpa de siempre-, sino de un desenlace necesario. El concepto de “Estado constitucional” o, en este caso, “democracia constitucional” supone un oxímoron atronador, ya que si el poder político es soberano no admite por definición ninguna constricción que lo menoscabe, y si es constitucional no podrá decidir sobre cualquier tema. Se trata de una imposibilidad lógica fundamental que podemos ignorar, pero no por ello dejará de surtir fatales consecuencias, como bien podemos constatar.

    No nos engañemos, el Estado no se estructuró nunca en canales jurídicos pensados en teoría para garantizar derechos negativos; eso ha sido, en la medida que ha ocurrido, un subproducto inintencionado. El gobernante se sabe agresor y gusta de engañar a sus vasallos –para lo que recurrirá a los filósofos del derecho y juristas que hagan falta-; los vasallos nos sabemos, en el fondo, agredidos y gustamos que nos engañen con supuestas cartas de derechos que otorga el lobo a sus ovejas. Dejemos de aceptar esas graciosas concesiones falsarias y tantos desvelos del capo de turno y exijamos simplemente que nos deje en paz.

    Pero me ha gustado el artículo.


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