El problema no es la descentralización, sino la falta de la misma.
El mes pasado escribía acerca de cómo los países descentralizados podrían lograr una gestión mucho más eficiente de los recursos públicos, generando mayores niveles de crecimiento con un menor gasto público, al generar la competencia interjurisdiccional un mecanismo de responsabilidad que acaba atando al Leviatán; también existía evidencia de lo contrario, es decir, las economías de escala en el sector público tampoco se traducían en mayores ahorros, a diferencia de lo que defienden algunos, a saber, eliminar las comunidades autónomas dividiría muchas partidas presupuestarias entre 17, y por lo tanto el Estado sería más pequeño. Sin embargo, a mi razonamiento le faltaba una pata bastante importante, y es que solo me centré en la parte de eficiencia, pero ¿y qué hay de la eficacia del gasto?
Hace unos días tuve la oportunidad de asistir como conferenciante al XXVI Congreso de Economía Pública, en el que presenté un trabajo, que aún en estado preliminar, trato de estudiar cómo puede mejorar el cálculo económico en el sector público, en su parte más teórica. Reconozco que a muchos lectores del Instituto les desagradará mi trabajo, en tanto en cuanto el ideal sería un Estado que no existiera; pero como esa situación es difícil que se logre siquiera a muy largo plazo, además de tratar de defender siempre que puede que los individuos deben tener un peso cada vez mayor en la actividad económica y que sean más responsables de su propia vida; también intento estudiar de qué manera el Estado puede ser menos lesivo para la libertad, y ese es el objetivo de mi trabajo como investigador.
La importancia de mi trabajo la inserto en una de las charlas que tuve la oportunidad de atender en dicho Congreso, en concreto, el que fue el economista jefe del Banco Central Europeo, Antonio Afonso, explicó la importancia de medir la eficiencia del sector público en dos etapas: la primera sería el gasto en inputs para lograr un determinado output; la segunda es la efectividad de dicho output.
El artículo que escribí el mes pasado trataba el problema de la eficiencia o no de las economía de escala en el sector público; ahora es turno de estudiar la efectividad o pertinencia del gasto público, como señala en un artículo muy interesante el profesor Bastos (2016).
Los bienes que produce el Estado son repartidos entre los contribuyentes, teniendo que hacer frente a unos costes variables y fijos determinados, que con presencia de economías de escala estos últimos tenderían a 0, por ejemplo, gracias a eliminar las comunidades autónomas, los gastos fijos de la administración serían muy pequeños puesto que se eliminarían 17 estructuras paralelas (sic). Sin embargo, ¿las necesidades de las 17 comunidades autónomas son las mismas?
Pongamos el ejemplo de que a Suiza, dado su tamaño, le saldría muy caro montar una red de defensa marina, sin embargo, para Francia, su coste per cápita es bastante reducido, por lo que lo lógico sería que el país helvético se anexionara a su país vecino para protegerse de las amenazas que llegasen por mar. Aunque es un ejemplo llevado al absurdo, nótese que en términos de eficiencia la conclusión es correcta, sin embargo, en términos de pertinencia del gasto, es una soberana estupidez, ¿para qué quiere Suiza una red de defensa marítima? Es cierto que dispone de marina, pero que se dedica a patrullar sus ríos y lagos, por lo que sus necesidades son totalmente diferentes a las de la marina francesa.
Precisamente, este es el ejercicio que hago en mi trabajo, en el que me pregunto por la pertinencia del gasto público y si bajo un Estado descentralizado se podría lograr una mayor adecuación de este a las preferencias de los ciudadanos. La respuesta es afirmativa, puesto que los Gobiernos, cuanto más cercanos estén a los individuos, pueden realizar una mayor interacción con estos para conocer sus necesidades; este es un requisito básico para realizar el cálculo económico en el sector privado, a saber, aprender las necesidades de los individuos, planificar y salir al mercado, y a través de los precios y la cuenta de beneficios y pérdidas saber si la actividad empresarial ha sido adecuada o no.
Es cierto que los Estados no tienen precios, puesto que los ingresos los obtienen de forma coactiva a través de los impuestos, por lo que ¿cómo es posible obtener la información de que su oferta es la deseada por la demanda? Quede claro que la actividad empresarial nunca será igual en el sector privado que en el sector público, al no existir beneficios y pérdidas, pero un second best es la existencia de competencia interjurisdiccional y unas barreras de entrada y salida de la población que faciliten la votación con los pies (Tiebout, 1956).
La existencia de múltiples gobiernos permite centrar el gasto público en producir aquellos bienes y servicios que deseen los individuos, y en caso de que esta situación no se produzca, los ciudadanos ejercerán la opción de salida. Esta situación de competencia generaría un entorno que facilitaría el cálculo económico, medido por una mayor satisfacción de preferencias de los ciudadanos, a través de dos vías:
- Se permite hacer una comparación con respecto a la oferta de otros bienes y servicios, lo que parece indicar un mejor cómputo de los costes y potenciales beneficios de ofrecer un determinado bien de consumo conjunto (Bastos, 2016).
- La competencia genera incentivos e interacciones para evitar la pérdida de población; situación de la que hay evidencia en España para el caso de las ciudades de más de 50.000 habitantes (Delgado et al., 2018) o en las ciudades del land alemán de Baden-Wuerttemberg (Hauptmeier et al., 2012).
Para concluir, adelanto los primeros resultados empíricos que he encontrado para España, en la que, efectivamente, existe una heterogeneidad de preferencias en cuanto a la composición del gasto público, pero que la autonomía fiscal no es significatividad a la hora de explicar la mayor o menor satisfacción de los ciudadanos con el gasto realizado por las comunidades autónomas; si bien, este resultado se debe a la propia falta de autonomía fiscal de la que disponen los propios gobiernos autonómicos, que propicia una restricción presupuestaria blanda que favorece el endeudamiento autonómico en detrimento de la responsabilidad fiscal, es decir, el problema no es la descentralización, sino la falta de la misma.
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