Las causas subyacentes siguen ahí: más tarde o más temprano, algo similar volverá a ocurrir.
El 15 de septiembre de 2008, tras un agónico fin de semana tratando de evitar lo inevitable, el banco de inversión Lehman Brothers declaró la bancarrota. Aquél fue el punto de inflexión de la crisis financiera global: tras meses de problemas cada vez más evidentes en los mercados financieros e hipotecarios, la quiebra de Lehman constataba que la situación del sistema financiero era insostenible. Los mercados financieros se paralizaron, el crédito se congeló y un sinfín de entidades que financiaban sus operaciones e inversiones con crédito a corto plazo, algunas de ellas de enormes dimensiones, estaban quebradas. El pánico se extendió como la pólvora, el sistema financiero colapsó y la economía mundial empezaba su larga travesía por la Gran Recesión.
Durante esta década, políticos, burócratas y economistas nos han vendido que la prioridad en el ámbito financiero era aprender de aquella dura lección: había que poner todos los medios para que algo similar no volviera a ocurrir. El tema estrella durante años fue cómo reducir aquel nivel extremo de fragilidad financiera, esa vulnerabilidad del sistema financiero en su conjunto a crisis financieras a gran escala. Para tratar de lograrlo, tras innumerables artículos, informes y debates, se han creado cientos de nuevos organismos burocráticos, se han aprobado miles de medidas políticas y monetarias, y se han implementado millones de páginas de regulaciones financieras. Sin embargo, la conclusión es deprimente: diez años después, lamentablemente, no hemos aprendido nada.
El motivo por el que el sector financiero se vio abocado, casi de la noche a la mañana, a la bancarrota en bloque, no fue ningún shock externo, no fue una perturbación fortuita que arrasara con un sistema saludable. Al contrario: el problema es que el sistema financiero funcionaba bajo un marco de incentivos perversos que provocaba una degradación progresiva de su liquidez y una exposición creciente a riesgos insostenibles, hasta que el propio sistema fue incapaz de aguantar. Los principales causantes de esa dinámica autodestructiva, todos ellos fruto del intervencionismo estatal en el sistema monetario y financiero y de un marco institucional defectuoso, permanecen intactos a día de hoy.
Un ejemplo claro es el caso de los rescates bancarios. Según economistas como John Cochrane, cuando existe una expectativa generalizada de que las entidades financieras sistémicas serán rescatadas en caso de tener problemas, implícitamente se promueve una carrera para convertirse en una de ellas y se incentiva a asumir riesgos crecientes. Como dice Cochrane, el mercado financiero es consciente de que “cuando todo el mundo espera un rescate, el gobierno tiene que proporcionarlo o si no el resultado será el caos”. Si en la crisis existía el problema de que había entidades “demasiado grandes para caer” (too big to fail), ahora la industria bancaria está aún más concentrada que antes.
La solución a esta trampa, propone el autor, es que el Estado se ate las manos de forma creíble, no con buenas intenciones, sino con la imposibilidad legal de hacerlo. Aunque se han elaborado planes para “asegurar” que en el futuro los bochornosos rescates públicos de la pasada crisis no volverán a ocurrir, nadie se los cree, pues en última instancia siguen dependiendo de la discrecionalidad política. Y es que como señala Cochrane, “dar a las autoridades gubernamentales el poder de rescatar a su discrecionalidad es prácticamente una garantía de que habrá rescates. En una crisis, todo parece sistémico”.
Otra de las grandes causas de esta dinámica que termina dando lugar a los ciclos financieros, si no la principal, es la facilidad y protección sistemática que el Estado brinda a muchos agentes financieros para operar de manera ilíquida. Cualquier otro agente económico que financie sus inversiones a largo plazo de manera ultra apalancada con crédito a corto plazo estará comprando todas las papeletas para terminar en la quiebra. Sin embargo, las autoridades monetarias amparan, e incluso animan, a bancos y otros intermediarios financieros a operar en bloque de este modo. La fragilidad que esta práctica induce en el sistema financiero es extrema. Por ejemplo, cuando Bear Stearns quebró, estaba financiando una enorme cartera de titulizaciones hipotecarias con un apalancamiento de casi el 98% con créditos a un día: la más mínima oscilación en el valor de esas hipotecas fue suficiente para que el edificio entero se viniera abajo. No era un caso aislado, sino que todo el sistema, en mayor o menor medida, funcionaba de esa manera.
Buena parte de la regulación financiera desarrollada después de la crisis busca contener las consecuencias de esta dinámica pero sin tocar las causas. Impone el cumplimiento de determinados ratios de capital, ciertas condiciones de liquidez y somete a tests de estrés recurrentes a las entidades financieras. Pero nada de esto sirve de nada si al mismo tiempo se proporcionan todas las facilidades y protección posibles para que el sistema en su conjunto pueda seguir degradando su posición de liquidez como norma habitual de funcionamiento. Los incentivos, incluso, pueden haber ido a peor: después de innumerables “barras libres” de liquidez y compras masivas de activos problemáticos, ahora ya todo el mundo sabe que los bancos centrales están dispuestos a suministrar el apoyo necesario para que los intermediarios financieros (y no sólo bancos comerciales) puedan continuar con esta práctica.
Estos incentivos perversos, y otros como un sistema de garantía de depósitos bancarios que trata a todas las entidades de forma idéntica con independencia de su solvencia o liquidez, o un sistema monetario y crediticio centralizado en el que las decisiones son puramente políticas, hacen de la industria financiera un sistema enormemente frágil: el sistema en su conjunto va acumulando errores y desequilibrios que quedan ocultos tras la protección estatal, hasta que dicha fragilidad se vuelve excesiva y termina colapsando.
La solución al problema de los ciclos financieros no es en absoluto algo sencillo e incontrovertido. Sin embargo, sí parece claro que la eliminación de estos incentivos perversos y la sustitución del actual marco institucional intervencionista por uno más descentralizado, que incentive la responsabilidad de todos los agentes mediante precios de mercado, beneficios y pérdidas, y que no permita la socialización de los errores, dificultaría mucho la dinámica autodestructiva del sistema financiero. Y, lo que sí es seguro, impediría que fueran de una magnitud y gravedad como la vivida hace diez años. En estos momentos estamos en una etapa del ciclo financiero muy distinta, pero las causas subyacentes siguen ahí: más tarde o más temprano, algo similar volverá a ocurrir.
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