Tal y como señala el profesor Hans Hermann Hoppe, “la estructura política que incentivan los monarcas tradicionales, por un lado, y los presidentes modernos, por el otro, es suficientemente diferente como para registrar diferentes formas de guerra”.
En su escrito Monarquía y Guerra, publicado en el Journal of Libertarian Studies, Eric von Kuehnelt-Leddihn desmonta los puntos clave sobre los que se sustenta la estructura política democrática y su superior legitimidad respecto a otras formas de gobierno, como es el caso de la monarquía. Y ello, mediante el análisis de las distintas formas de guerra que se desarrollan bajo ambos modelos.
En su obra Monarquía, Democracia y Orden Natural, Hoppe hace uso del concepto austríaco de preferencia temporal, y que se resume en la preferencia universal que muestra todo individuo por los bienes presentes sobre los futuros.
En este sentido, la monarquía es un sistema político que se basa en la propiedad privada del gobierno. Por esta razón, precisamente, el monarca tiende a manifestar una preferencia temporal más baja respecto al gobernante democrático, ya que el monopolio del poder es de titularidad privada y personal, no pública.
La propiedad privada del gobierno propicia una serie de incentivos al monarca en cuanto al modo en que debe dirigir sus asuntos, ya que en función de su propio interés, innato y natural, tratará de maximizar su riqueza total. Además, la propiedad privada posibilita el cálculo económico y estimula la previsión a largo plazo. Todo ello se traduce, por tanto, en una moderación en cuanto a la explotación de su monopolio gubernativo.
Por otro lado, al ser el gobierno de titularidad privada, tal propiedad pertenece al patrimonio familiar, única y exclusivamente. Tan sólo el rey y su familia participarán de la renta fiscal y del goce de una existencia parasitaria. Ello estimula, sin duda, una conciencia de clase en los gobernados, debido a la restricción en la participación del gobierno y el privilegiado estatuto de la familia real.
Es decir, al existir una clara distinción entre minoría gobernante y mayoría gobernada, se refuerza de un modo intenso y profundo la solidaridad entre los gobernados, pues éstos se reconocen mutuamente como víctimas de las violaciones gubernativas sobre sus particulares derechos de propiedad. Por ello, un especial exceso en el ejercicio del poder pondría en serio peligro la delicada legitimidad del monarca.
Por el contrario, la democracia es un aparato gubernamental de propiedad pública, ya que se encuentra administrado por magistrados elegidos periódicamente que ni poseen ni son percibidos como poseedores del gobierno, sino como fideicomisarios o representantes del pueblo soberano.
Sin embargo, en la práctica, tales representantes actúan mediante el ejercicio del mando personal y propiedad privada del gobierno, sólo que temporalmente. Por ello, tienden a cometer más excesos en el ejercicio del poder. Es decir, cuentan con menos incentivos para aplicar la moderación a nivel político. Y ello se debe, fundamentalmente, a que el gobernante democrático no puede enajenar los recursos del Estado ni transferir tales posesiones a su patrimonio particular.
Además, en democracia desaparece la conciencia de clase de los gobernados, ya que cualquiera puede convertirse en gobernante, al menos en teoría, desapareciendo así la insuperable separación entre gobernantes y gobernados. Si bien con la monarquía el pueblo percibe de forma nítida la opresión del rey sobre sus derechos y bienes, tales excesos no son percibidos de igual forma en el sistema democrático, ya que el gobernante se oculta bajo el velo de la soberanía popular. Es decir, se fusiona, se mimetiza con el pueblo. El Gobierno ya no es privado sino público (de la mayoría).
De ahí, precisamente, que la práctica democrática se haya traducido en más impuestos e intervención pública respecto al Antiguo Régimen. Pero esta menor moderación en el ejercicio del poder político no sólo se manifiesta en el ámbito fiscal o regulatorio sino también en el desarrollo de la guerra.
La Revolución Francesa marca el inicio del fin de antiguo orden y la progresiva instauración de la democracia en los países desarrollados. Ahora bien ¿cómo se manifiesta este cambio en el ámbito de la guerra?
Podemos enumerar varias diferencias clave entre el estilo de guerra que llevan a cabo las monarquías y las democracias en base a las características expuestas anteriormente:
Monarquía: guerra “moderada”
1) Carácter dinástico: las guerras estaban motivadas, fundamentalmente, por disputas dinásticas (es decir, conflictos por herencias), y se caracterizaban por tener objetivos territoriales tangibles, no ideológicos.
2) Carácter privado: las guerras eran consideradas por la población como un asunto o negocio privado del rey. Por ello, se financiaban con el dinero (patrimonio, préstamos) y las fuerzas militares del propio monarca. Además, en muchas ocasiones este tipo de disputas se solucionaban mediante acuerdos privados como, por ejemplo, la cesión de territorios o el arreglo de matrimonios inter-dinásticos.
3) Mercenarios: las tropas estaban formadas normalmente por mercenarios. Eras, pues, ejércitos privados del rey. Durante este período, las levas (reclutamiento forzoso de la población) se nutrían de campesinos, pero solían ser empleados como zapadores, exploradores o leñadores, no como soldados.
4) Objetivos militares: puesto que las guerras eran conflictos privados entre familias, existía una clara distinción entre combatientes y no combatientes. Es decir, la población civil no era el enemigo a combatir. Los objetivos eran exclusivamente militares, lo cual tiene mucha lógica ya que las arcas reales se nutrían de impuestos y, por lo tanto, existía un gran incentivo a no paralizar o destruir la actividad económica.
Así, durante las guerras del siglo XVIII, lo normal era que la economía siguiera funcionando con cierta normalidad pese a la existencia de conflicto armado. El monarca quiere mantener la cotidianidad de la vida civil porque desea preservar la capacidad de pagar impuestos de sus ciudadanos.
Democracia: guerra “total”
En contraste con la guerra limitada del Antiguo Régimen, la era de las guerras democráticas se inician con la Revolución Francesa y las Guerras Napoleónicas, continúan durante el s. XIX con la Guerra de Secesión de EEUU y alcanzan su cénit con la I y II Guerra Mundial en el s XX.
1. Carácter nacional: la democracia elimina la estructura vertical del orden anterior. Las guerras, por tanto, pasan a tener una insignia nacional o identitaria. La guerra ya no es una cuestión exclusiva del monarca sino del pueblo. Combate el país como un todo unido.
2. Carácter ideológico: este emblema nacional imprime, lógicamente, un fuerte carácter ideológico e, incluso, étnico a las guerras. Al desdibujarse la distinción entre gobernados y gobernantes (“Gobierno de la mayoría”), la democracia refuerza la identificación del pueblo con la figura del Estado. En lugar de disputas dinásticas por propiedades, las guerras democráticas se convierten en batallas ideológicas, esto es, choque entre civilizaciones, que tan sólo pueden resolverse mediante dominación, subyugación y, en casos extremos, exterminio poblacional, cultural, lingüístico o religioso.
El nacionalismo democrático enseña a odiar al enemigo. El Estado emplea la propaganda y la educación, todos los mecanismos a su alcance, para despojar al enemigo de toda virtud. Son guerras que enfrentan a pueblos enteros, no a gobiernos particulares, lo cual incentiva enormemente el instinto de destrucción y exterminio.
3. Ejércitos de masas: el servicio militar se convierte en obligatorio. Nacen los ejércitos de masas mediante el reclutamiento forzoso de la población civil. Este factor reduce enormemente el coste de los recursos humanos. Ya no es necesario contratar a un ejército privado. La población es obligada a combatir gratis bajo la excusa de un objetivo común (interés general) y bajo la amenaza de “traición”.
4. Objetivos civiles: no sólo se persiguen ya objetivos militares sino también civiles. El adoctrinamiento en el odio y la influencia del espíritu nacional trae como resultado el recrudecimiento de la guerra a todos los niveles, ya que le imparte un profundo sentimiento emocional.
Además, la democracia puede disponer de todos los recursos económicos de la nación para el desarrollo de la guerra. La economía entera se moviliza en beneficio de ese objetivo común. La guerra ya no distingue, pues, entre combatientes y no combatientes. La población civil se convierte también en objetivo militar.
En definitiva, tras la Revolución Francesa y la caída del Antiguo Régimen, las tradicionales guerras “moderadas” de las monarquía son sustituidas por las guerras “totales” de la democracia.
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