Para mí uno de los mayores placeres consiste en pasearme por Charing Cross Road y visitar sus librerías de viejo. Uno no sabe qué puede encontrar, pero siempre tiene la sensación de que hay una joya esperándole. Aquel día se trataba de Economic Liberty de Harold Cox, Longmans, Londres, 1920. Nada sé del autor, aparte de que es autor de este libro.
El segundo capítulo lo dedica a la ética de la propiedad privada, que es ciertamente notable. Comienza reconociendo que el origen de la institución está en la escasez: “Téngase en cuenta que nadie quiere nunca reclamar la propiedad de cosas que existen en más que holgada existencia”. Continúa explicando que “en esencia, la institución de la propiedad es un instrumento que permite al hombre disfrutar de los frutos de su propio trabajo”, lo que a la vez es la razón de su poder creador.
Explica cómo se adquiere la propiedad sobre la res nullius con el trabajo. Luego se puede transmitir por herencia o intercambio. Puesto que “la gente solo puede intercambiar las cosas que posee” y “sin comercio el hombre hubiera seguido siendo por siempre un salvaje desnudo, alimentándose como una bestia”, en consecuencia “sin propiedad el progreso de la humanidad de la salvajería a la civilización hubiera sido imposible”. Por el contrario, es la institución de la propiedad la que ha permitido “la conversión de los cenagales y bosques de nuestra pequeña isla en una tierra de rica agricultura” además de traer “los grandes desarrollos industriales de los últimos tiempos”. Esta relación de la propiedad con el progreso opera por la otra cara de la institución: la libertad. Cox señala que “el progreso implica cambio y a no ser que el individuo tenga libertad de acción, no puede hacer ningún cambio en el estado actual de las cosas y el progreso deviene imposible”.
No solo es el fundamento de la prosperidad y la civilización, sino que está íntimamente unida a virtudes morales: “Habría que añadir que entre las libertades más importantes que asegura la institución de la propiedad es la de ayudar al vecino”.
El objetivo del socialismo, según lo ve Harold Cox, es “la condena de la propiedad sobre el capital”. Pero “es imposible trazar una línea entre el capital y el no-capital”, pues “innúmeros artículos habitualmente en manos de individuos privados por su propio uso, también pueden ser utilizados para la obtención de beneficios y por tanto caer en la condena del capital de los socialistas”. Por eso el destino del socialismo es la condena de toda propiedad, si ha de ser coherente.
Ello tiene una clara consecuencia: “La única alternativa a una sociedad en que se reconoce la propiedad es una sociedad organizada sobre guías comunales”. Esa vida puede ser adecuada para determinadas bestias. Pero choca frontalmente con la naturaleza del hombre, porque él, “es humano y no meramente animal, ha de tener, entre amplios márgenes, la libertad de hacer lo mejor de sí mismos a su propio modo, incluso si en ocasiones abusa de ello”.
Aunque el libro está contiene varios juicios interesantes, uno de los más destacaría es un juicio que hace sobre la democracia moderna: “Las democracias son siempre impacientes. Están influidas por las pasiones del momento y en rara ocasión son conscientes de los hechos del pasado o están alerta de los peligros del futuro”. En consecuencia “hay un constante peligro de que los parlamentos modernos puedan en cualquier momento, en obediencia a una pasajera ola de la opinión pública, eliminar libertades que nuestros ancestros ganaron tras una dura lucha”.
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