Ahora que de nuevo sale a la palestra el tema de la educación en España, por la fantástica propuesta adoctrinadora del PSOE de introducir la materia Educación para la ciudadanía, un remedo de las asignaturas fascistoides del régimen de Franco pero en versión socialdemócrata, es preciso replantearse el sistema por entero y ver si realmente los parches pueden reparar la rueda.
Si las ruedas tienen un propósito, la educación tiene el suyo propio, formar. Sabiendo que la educación pública falla como todo lo público y, además, los resultados son objetivamente lamentables, por puro utilitarismo deberíamos dejarla de lado. De hecho, cuando se sabe que los propios políticos que impulsan con denuedo la educación pública llevan a sus hijos a colegios privados (ni siquiera concertados), como es el caso del señor Montilla, cuya progenie acude a uno de los centros más exclusivos de Barcelona, podemos empezar a dudar de las bondades de la enseñanza gratuita.
Mientras que la educación esté en manos de los políticos, estamos constreñidos por sus decisiones. El ejemplo más preclaro es el de Cataluña, donde los derechos lingüísticos son vulnerados constantemente. Al estar ante una competencia cedida a la Generalitat, este ente hace y deshace sin rubor hasta el punto de que estudiar en español es como ser libre en Cuba: una quimera.
La solución de la derecha es siempre la misma: recuperar el sentido común y prometer que si ellos gobiernan acabarán con semejantes tropelías, pero el problema sigue en el aire, como un nubarrón que amenaza tormenta. Y el problema, algo que nunca nos cansaremos de repetir, es el Gobierno.
El hecho de que haya lenguas oficiales, que exista el derecho y el deber de conocerlas, hace que por obra y gracia de la Constitución española todos los niños catalanes, vascos, valencianos o gallegos tengan que ser obligados a aprender las lenguas locales y el español.
El idioma es lo que, según los nacionalistas nos define como miembros de la comunidad nacional. Consecuentes con tal tesis, quieren desterrar el español como idioma, rememorando las "hazañas" (sic) de la dictadura del "generalísimo" cuando se propuso eliminar el vasco o el catalán de la faz de la tierra. La combinación de la educación como derecho positivo con la cooficialidad de los idiomas ha dado alas a los nacionalistas para implantar su ingeniería social. Entregarles la llave de las mentes de los niños ha permitido extender el número de acólitos que sucumben al nacionalismo.
Por eso, junto con la privatización total de la educación, la solución pasaría por dejar en manos de los padres el idioma en que quisieran educar a sus hijos y que cada cual se pagara dicho coste, eliminando de una vez por todas el monopolio educativo. La propuesta es ciertamente radical y conllevaría la educación "anacional", es decir, una educación donde la lengua no es óbice para la libre decisión de los padres ni vía libre para el lavado de cerebro de los políticos.
Treinta años después del comienzo de la democracia, los resultados demuestran que el nacionalismo ha conseguido expandir su influencia gracias a la educación y que, en términos generales, la enseñanza es lamentable en este país. Así que podemos seguir estudiando las propuestas de los políticos de turno pero ninguna medida podrá salvarnos de la opresión educativa, cuya destrucción que pasa por echar abajo el mito de que el Estado debe educar a los hijos. Aunque nos hayamos acostumbrado a ella, es una idea tan opresiva como aquella de Platón de imponer el amor de las madres por cualquier niño, quitándole su retoño nada más nacer para que así quisiera luego a todos los chicos de forma igualitaria. De nuevo, el igualitarismo y la igualdad de oportunidades que pretenden impulsar los gobiernos son la excusa para seguir descerebrando a los niños. Frente al axioma "educación nacional, educación irracional" conviene empezar a plantear el lema "educación anacional, educación racional". Liberarnos del nuevo espíritu nacional-socialista es lo verdaderamente progresista.
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