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Educación para la individualidad

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No se trata de una nueva asignatura que se proponga para el sistema educativo sino una actitud generalizable y especialmente recomendable para padres responsables tanto como para docentes decentes a fuer de incorrectos. La sociedad abierta, extensa, grande, como se la quiera calificar, necesita individuos que tengan más conciencia de que realmente lo son y menos, mucha menos, conciencia de identidad nacional, grupal, étnica, regional o nacional por muy preexistente o relativamente preferible que sea.

Tales herencias pueden ser buenas para el individuo o menos buenas. Es posible que herede pautas no decididas por nadie en concreto y que tienen un valor, o no, para la supervivencia de más individuos en su ámbito, pero, en todo caso, ha de ser el propio individuo quien revalide la vigencia para él mismo y, tanto si lo hace tras seria reflexión, como si es utilizando el mecanismo de la imitación, ha de apechugar con lo que elija.

Peter Berger habla en The Capitalistic Revolution de la gran sociedad moderna como hija legítima de la conciencia individual que se labró en los albores de la Edad Media británica y, en general, germánica. Habría que añadir, y el mismo Berger no niega esta aportación, la herencia mediterránea grecolatina y judeocristiana. Toda una conjunción de valores compartidos que concluye, en una de sus más importantes derivaciones, en el de no estar obligado a compartir valores. Lo que no quiere decir, y esto contra conservadores y socialistas, que debamos no compartir nada.

La individualidad, vinculada a la propiedad privada o extensa, está, no obstante, amenazada por diversos colectivismos cuyo reciclaje ideológico, en el peor sentido de este vocablo, se gesta en Occidente, cuna del individualismo. Es así que las identidades nacionales de distinto pelaje resaltan la obligación de ser catalán si se es catalán o español si se es español. No es que no se deba ser nada de eso si es lo que el individuo lo elije, pero que se hable o no determinado idioma entra dentro de lo que el individuo debe calcular y, subsiguientemente, decidir sin tener por ello que exigir que los demás subvencionen su deseo o que lo sigan a punta de pistola.

Hoy se estila, en una vuelta de tuerca más del colectivismo, ser aficionado de un club de fútbol y profesar Dios sabe qué identidad. Va tomando cuerpo, es el caso más visible, que tener un gusto por el Barça es estar contra Esperanza Aguirre o que aficionarse al Real Madrid equivale a lanzar puyas contra el afán independentista de Laporta. Ser del Barça y admirar la gestión de la presidenta de Madrid es ser un rara avis, lo mismo que lo inverso. Habría que promocionar esta postura, este atipismo, aunque solamente se trate de un testimonio, de un posicionamiento metodológico que deje claro que el individuo es lo primero, luego el individuo y, después, bastante después, la adscripción grupal parcial o total, permanente o circunstancial, que el individuo adopte y que no compromete a nadie más que a él.

El del fútbol es un mero ejemplo pero el repunte colectivista es un hecho generalizado y fomentado desde las instancias del poder político, no solamente, pero también aprovechando una crisis económica generada en las salas, antesalas y sótanos del mismo.

Por eso hay que reivindicar las actitudes iconoclastas contra la imposición de sets de identidades colectivas y proponer el supermercado identitario variado y cambiante. La educación estatal y obligatoria no ayuda mucho en esto y sería preferible que, si hay docentes como los citados arriba, promuevan el estudio del hombre desde el hombre, desde la subjetividad del mismo, desde el sacro respeto a la del vecino y desde la responsabilidad más rigurosa con las consecuencias de las propias elecciones. Escribió Bertrand de Jouvenel en su Sobre el poder, citando a Ihering, que en la Roma republicana, los senadores, tan graves como si fueran miembros de una asamblea de reyes, practicaban la actitud condensada en la máxima etiamsi coactus, attamen voluit. Estamos lejos, muy lejos de tal rigor en la asunción de la propia libertad y, quizá, no sea necesario tanto para defenderla, pero el punto en que nos hallamos hoy donde nuestras decisiones y exabruptos "identitarios" (vocablo que, en sí, es ya uno) son cargadas a lomos del vecino, sólo pueden acabar en un freno a la propia expansión de la sociedad. Lo único que puede asegurarla es la expansión del individualismo.

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