El aire que usted respira pertenece al Estado. El que atraviesan los aviones y los pájaros al volar también es del Estado. El que alimenta las turbinas de los aerogeneradores e hincha las velas de los barcos tiene el mismo dueño. El que atraviesan las señales de televisión, las ondas de radio y las que permiten que hablemos por el móvil no es menos, sobre él gobierna el mismo, o los mismos, porque el Estado nunca hemos sido todos sino unos cuantos que, por la fuerza, se han atribuido nuestra representación y viven de ello.
Argumentan que el aire es limitado y que, precisamente por eso, hay que regularlo, racionar su uso, y que tienen que ser ellos quiénes lo hagan. Por el "bien común", claro, por su bien común, obviamente. El trigo, la cebada o las naranjas también son limitados y no por ello estaríamos dispuestos a admitir que decidieran por nosotros cuántos pueden dedicarse a su cultivo y en qué condiciones.
Pero con el aire es diferente. Nos parece la mar de normal que, por ejemplo, en España sólo haya tres operadoras de telefonía móvil o un puñado limitado de televisiones analógicas y otro un poco más grande de emisoras digitales. Nos parece normal porque siempre ha sido así o peor. Hubo un tiempo en que sólo el Estado podía ocupar el aire con sus señales y la sola idea de que un agente privado lo hiciese era una extravagancia impropia de personas sensatas con sentido de estado. Sí, sentido de estado. Expansivo como es, los gerentes del chiringuito no sólo nos exigen lealtad a punta de impuestos, sino que nos piden que comulguemos espiritualmente con su propio negocio.
Así las cosas, en toda Europa si usted o yo pretende abrir una cadena de televisión o de radio precisa de una autorización gubernamental, una licencia que le permita iniciar las emisiones o, al menos, hacerlo legalmente. En sí esto es una aberración, porque si bien el espectro radioeléctrico, es decir, el aire, es limitado, también lo es que debería ser el mercado el que regulase esa escasez conforme a los parámetros de oferta, demanda y satisfacción del consumidor. Cualquier otra solución es una inaceptable imposición del Estado que, como no podía ser de otro modo, se transmuta en corrupción y nepotismo.
Ahí, sin embargo, no queda la cosa. El Estado, no contento con prescribir arbitrariamente quién puede y quién no puede emitir, se arroga el derecho de dictar los contenidos radiofónicos o televisivos de los concesionarios, el número de empleados, la cantidad de anuncios que éstos pueden ofrecer y, en ciertos casos, hasta el modelo de gestión. Es como si a un fabricante de pantalones le obligasen a sacar al mercado unos determinados modelos, de unos determinados colores y a un determinado precio.
A cambio, el Estado garantiza una competencia controlada en la que nadie se entromete, y si alguien osa hacerlo multa y a la cárcel. La docilidad se premia con generosas campañas institucionales de publicidad y cierta comprensión oficial si las cosas se ponen feas. Una merienda de negros en la que, de los tres que intervienen –el Estado, los operadores y el consumidor–, sólo gana el primero, el segundo sobrevive y, si sabe ser lo suficientemente servil, puede llegar a ganar mucho dinero. El tercero, el espectador, el oyente, cata el menú y calla. No puede hacer mucho más, es por su bien.
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